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Herta Müller, todo lo que tengo lo llevo conmigo

Como este blog reflejaba el 24 de octubre bajo el titulo Los ¿olvidos? literarios del Nobel [1], a lo largo de la historia de este premio de premios han sido muchos y significativos, cuando no vergonzantes, los olvidos. Baste recordar, por citar sólo a autores que ya no están en este mundo, que ni Franz Kafka, ni Tolstoy, ni James Joyce, ni Chejov, ni Henry James, ni Nabokov, ni Graham Greene, ni Mark Twain, ni Zola, ni Ibsen, ni Borges, ni siquiera aquel otro genio que se llamó Marcel Proust, lo recibieron.

Pero de Herta Müller no se olvidaron. Por supuesto, su nombre nos pilló desprevenidos y tras la sorpresa surgieron las preguntas: ¿pero quién es; qué ha escrito? ¿Dónde están los merecimientos de la premiada? Pero, cuidado, porque en el Pie de Página aludido se advertía que tras el nombre de esta rumana afincada en Alemania, muy poco conocida y todavía menos leída hasta aquel momento en España, se escondía una autora de calado.

Nacida en 1953 en la pequeña villa de Nitchidorf en el seno de la minoría de origen germana, estudió Filología Germánica y Rumana en la Universidad de Timisoara. Desde muy joven sufrió la persecución implacable de los servicios secretos de Ceausescu, la despótica Securitate. Perseguida con saña, huyó en 1987 hacia Alemania Occidental, –en alemán, su lengua materna, ha escrito prácticamente la totalidad de su obra– en dónde reside desde entonces y en dónde, a través de unos 20 libros que rescatan el drama de las minorías estigmatizadas en Europa por los totalitarismos y, muy especialmente, por el comunismo y el nazismo, se ha convertido en un referente literario e intelectual.

Casi poesía

Quien esto escribe confesaba que hasta entonces, –hasta lo del Nobel–, y casi por casualidad, sólo había leído En tierras bajas, una colección de relatos en la que llamaba la atención la fuerza de las imágenes. Lo descarnado del argumento. La tristeza que destilaba la voz de aquella niña relatora que se erigía en eco de un ambiente rural y opresivo del que la escritora se valía para rescatar trozos de vida cotidiana y plantarnos ante los ojos desesperanzas, conflictos, supersticiones y sueños.

Desde aquello han ido cayendo otros títulos y cada uno refuerza la idea de que Müller es una autora de altísimo interés. En El hombre es un gran faisán en el mundo, traza un despiadado retrato de la desintegración de una comunidad atrapada en una atmósfera opresiva de dureza insólita.

En La bestia del corazón vuelve a jugar con la música interna de las palabras para colocarnos ante situaciones cortantes, secas, que son al tiempo el objeto que abre la herida y el bálsamo que la alivia. Nadie sale indemne de esta escritura de hielo y de fuego.

Todo lo que tengo

Por encima de todo se impone, aunque hablemos de obras en prosa, un tono que en forma y fondo limita con la poesía. Tanto cuando esboza la historia de su pueblo, como cuando ahonda en las inquietudes sin salida de sus protagonistas, la autora no se anda con artificios. Agarra las palabras con decisión, las exprime sin piedad y cuando desembarcan en los ojos del lector, es esencia lo que nuestro cerebro capta. Médula literaria. Lenguaje en estado puro.

Esa concreción, esa ausencia de florituras marca el tono paradójicamente liviano y envolvente de quien deja en sus escritos mucha carne de biografía, de la suya propia y de quienes, con ella, han vivido algunos de los episodios más vergonzantes de la historia contemporánea.

“Todo lo que tengo lo llevo conmigo. O: todo lo mío lo llevo conmigo. He llevado todo lo que tenía. No era mío”. Así arranca su última entrega en la que de nuevo vuelve los ojos hacia una Rumania que vive los estertores de la II Guerra Mundial. De nuevo, mucha carne propia en el asador de la creación, pues de las conversaciones de Herta Müller con el poeta Oskar Pastior (1927-2006) va surgiendo la estructura de una extraordinaria obra en la que se confunden de continuo los horizontes de la realidad y los de la ficción.

En la recámara

En 1944, el mariscal Ion Antonescu, aliado incondicional de Hitler, gobierna con mano de hierro Rumania. Stalin invade el país y derroca al dictador. La nación sale así de un infierno para meterse en otro tanto o más depravado.

Como primera medida, el implacable dictador soviético interna a los rumanos (hombres y mujeres entre 16 y 45 años) de la minoría de origen alemán en campos de concentración en Ucrania. La razón de este encarcelamiento era la «reparación» de los daños causados en Rusia por los alemanes. Cientos de miles de personas, absolutamente inocentes, se vieron obligadas a pagar un salvaje “peaje”. La inmensa mayoría no regresaron nunca.

Entre esos rumanos damnificados se cuenta la madre de Herta Müller y el poeta Oskar Pastior. Ambos tuvieron, tras cinco indescriptibles años, la oportunidad de volver. La madre se negó a contar el horror de lo vivido, pero Pastior, con el que Müller mantuvo íntima amistad, sí. Decidieron escribir a dos manos la historia de este gulag olvidado, pero el poeta murió de forma inesperada en 2006.

Herta Müller guardaba desde entonces en la recámara el tono y el terrorífico tema que su amigo le había transmitido a través de miles de conversaciones. La Nobel se puso manos a la obra y, cambiando nombres y recreando algunos aspectos, dio a la imprenta este libro que, desde la consideración y la sensibilidad, esencialmente recoge la miseria de la cautividad, la lucha contra el hambre y la fatiga, la desesperación, la enfermedad, lo despiadado del ser humano en ocasiones, y su grandeza en otras. La vida y la muerte al borde del precipicio de la crueldad.

El resultado es una obra mayúscula. Müller nos envuelve, nos hace partícipes, nos enseña, nos atrapa sirviéndose ahora de esta crudísima  porción de historia y de los incontrovertibles datos, en ese tipo de literatura destinada a pervivir. A formar parte, ya para siempre, de quien ha tenido la suerte de caer en sus redes.

Todo lo que tengo lo llevo conmigo
Herta Müller

Siruela Nuevos Tiempos