En más de una ocasión he oído decir al gran internista y maestro de clínicos José de Portugal que, al comienzo de cada curso universitario, él aconsejaba a sus alumnos aprender a fondo la diabetes porque quien se sabe bien esta enfermedad conoce toda la Medicina Interna. Y es que la diabetes engloba un grupo de trastornos de origen metabólico que tienen en común la elevación crónica de las cifras de glucosa en sangre (hiperglucemia).
Los distintos tipos de diabetes están causados por un conjunto de factores genéticos y ambientales que interaccionan de forma compleja pudiendo producir bien alteraciones en la secreción de insulina, bien defectos en su acción, o ambas perturbaciones a la vez. La diabetes altera no solo el metabolismo de los hidratos de carbono, sino también el de las grasas y el de las proteínas, y provoca a largo plazo lesiones tisulares y complicaciones vasculares, con alteraciones funcionales en distintos órganos, especialmente en el sistema nervioso, el sistema cardiovascular, los riñones o los ojos.
La mayoría de los casos de diabetes responden a dos tipos principales. En la diabetes mellitus tipo 1 (DM1, anteriormente conocida como insulino-dependiente o juvenil) se produce un déficit de la secreción de insulina debido al desarrollo de una respuesta autoinmunitaria (anticuerpos contra las células secretoras de los islotes de Langerhans) provocada por alguna lesión inmunológica en personas genéticamente predispuestas (este tipo constituye el 5-10% de todas las formas de diabetes).
En la diabetes mellitus tipo 2 (DM2, antes llamada no insulino-dependiente o del adulto), la causa de la hiperglucemia se debe a un conjunto de mecanismos que generan resistencia tisular a la acción de la insulina, una respuesta secretora deficiente de la misma y/o un aumento en la síntesis de glucosa (el 90% de las personas con diabetes son diagnosticadas bajo esta categoría); en su desarrollo intervienen la predisposición genética y su interacción con diversos factores, como la obesidad, la inactividad física y la ingesta de alimentos calóricos.
Se estima que alrededor de 400 millones de personas en el mundo padecen de diabetes (en España, 1 de cada 7-8 personas) y que en torno a cinco millones de personas mueren cada año debido a sus complicaciones. Además se ha evaluado que las complicaciones prevenibles de la diabetes representan más de 20 años de vida perdidos por discapacidad y reducción de la calidad de vida.
El incremento constante de la diabetes tanto en los países desarrollados como en aquellos en vías de desarrollo ha llevado a considerarla como una auténtica epidemia, habiéndose identificado varios factores en este progresivo crecimiento: aumento del sobrepeso y la obesidad, un estilo de vida sedentario, el desplazamiento de la población desde el medio rural al urbano y el cada vez mayor envejecimiento de la población.
Un poco de historia
La diabetes es una enfermedad conocida desde la Antigüedad. El conocimiento de sus principales síntomas aparece ya en documentos egipcios del segundo milenio antes de la era cristiana, reconociéndose la descripción que aparece en el Papiro de Ebers (hacia el 1.550 a. C.) como la primera de la historia. El autor, seguramente un médico-sacerdote del templo de Imothep, hace referencia a enfermos que orinan en exceso y se sienten atormentados por una sed insaciable.
Asimismo, algunos de los textos recogidos en el Ayurveda (“ciencia de la vida”), sistema médico-filosófico tradicional de la India cuyos orígenes son milenarios, expresan observaciones muy detalladas de la enfermedad, como la consistencia viscosa de la orina, la presencia de azúcar en la misma y su sabor a miel, lo que parecía atraer a las hormigas y a las moscas. Incluso el Sushruta shamita, uno de los más importantes tratados ayurvédicos, se adelanta al moderno concepto de diabetes tipo I y tipo II cuando habla de dos tipos de pacientes: los jóvenes, que parecían tener una tendencia congénita a la enfermedad, la cual evolucionaba con un carácter más fulminante, y los mayores, que adquirían la enfermedad por llevar una vida sedentaria y por seguir una dieta rica en cerveza, arroz y productos dulces, siendo la evolución más lenta e insidiosa. También los médicos de la medicina tradicional china hicieron interesantes aportaciones en este mismo sentido.
En relación a la época grecorromana, no existe acuerdo entre los historiadores en establecer quién fue el primero en acuñar el término “diabetes” (etimológicamente significa “correr o fluir a través de”, dando significado a la poliuria característica de la enfermedad), aunque son más los que se inclinan por Apolonio de Memphis (s. III a. C.) que por su contemporáneo Demetrio de Apamea, mientras que algunos lo hacen surgir en las controversias entre ellos.
Otros autores plantean que el término apareció más tarde y lo atribuyen a Areteo de Capadocia, notable médico del siglo II de nuestra era, quien esbozó la sintomatología, el empeoramiento progresivo y el desenlace fatal del padecimiento. Dice Areteo: “Me parece que el que esta enfermedad haya recibido el nombre de diabetes es porque todo el líquido sale del cuerpo de los enfermos justamente a modo de sifón; la orina no queda en el cuerpo, sino que se limita a pasar por él como dentro de un tubo”.
Este galeno interpretó los síntomas de la enfermedad como una especie de consunción del cuerpo (“licuefacción de la carne y los huesos en la orina”), llegando a afirmar que: “Así pues, la naturaleza de la enfermedad es crónica y tarda mucho tiempo en formarse; sin embargo, el paciente vive poco tiempo cuando la enfermedad está totalmente establecida, ya que la fusión es rápida y la muerte sucede pronto. Si al enfermo se le impide beber, la boca se seca, el cuerpo se deshidrata, mientras que las vísceras casi parecen quemarse; el paciente experimenta una angustia indescriptible y, finalmente, acaba atormentado por una sed devoradora”.
Parece que Areteo supo distinguir entre la diabetes de orina dulce (mellitus) y la que no tenía tal sabor o insípida, al tiempo que sugería tratamiento para aliviar la enfermedad, sobre todo con emplastos de distintas plantas aplicados a la zona del estómago, donde localizaba la enfermedad, dieta a base de bebidas y algún tratamiento específico.
Antes, Celso (s. I) había hecho una detallada descripción de la enfermedad, apoyada en la recopilación de textos griegos anteriores, y aconsejado el ejercicio físico. Poco más tarde, Claudio Galeno (s. II) la interpretó como una consecuencia del agotamiento de los riñones, que no era capaces de retener la orina, comparándola con el “hambre canina” y Rufo de Éfeso (s. II) la definió como “diarrea de orina”.
Por su parte, Celio Aureliano (s. V) sigue la tesis galénica de que la diabetes consiste en una incapacidad de retener los líquidos absorbidos, como si pasaran por un tubo, eliminándose inmediatamente, y el médico bizantino Pablo de Egina (s. VII) precisó más el diagnóstico de la enfermedad, asociándola a un estado de debilidad de los riñones debido a un exceso de micción, anormalidad que finalmente conducía a la deshidratación y a la muerte.
Los médicos árabes no solo se aproximaron a la medicina grecorromana, sino que también recogieron buena parte del enorme legado hindú. El médico persa Avicena (s. XI), cuyo Canon estuvo vigente durante siglos en la medicina occidental, describió la diabetes y el coma hipoglucémico, recomendando un tratamiento a base de semillas de alholva y cedro, ambas con propiedades hipoglucemiantes. Parece que evaporó la orina de una persona con diabetes y vio que dejaba residuos con sabor a miel. Esta sencilla prueba también trataría de llevarla a cabo varios siglos más tarde el médico italiano Vittorio Trincavella (s. XV-XVI), mientras que el singular médico y alquimista Teofrastus Bombastus von Hohenheim, alias Paracelso (s. XVI), confundió los residuos que quedaban al evaporar la orina con la sal y sostuvo que la diabetes consistía en una deposición salina sobre los riñones causante de la excesiva diuresis y la sed de los enfermos. A diferencia de Avicena, que la localizaba en el hígado, Paracelso situó a la diabetes en la propia sangre.
El periodo precientífico de la diabetes se cierra con el médico inglés Thomás Willis (s. XVII-XVIII), para quien no cabe duda que su principal causa está en el desorden de la sangre: “La diabetes es, pues, una enfermedad de toda la economía, una afección caracterizada por la excesiva secreción de una orina azucarada, por una sed muy viva, y por un enflaquecimiento muchas veces extremo. También se revela por la destrucción rápida e incesante de la fécula alimenticia, que se convierte en azúcar, y es arrojada al exterior. Este último hecho es el más importante de conocer”; además asegura que “los que padecen esta indisposición orinan mucho más de lo que beben y del volumen de líquido que toman y, además, sufren una fiebre permanente que les acompaña como sombra”.
Willis supo diferenciar claramente la diabetes de la hidropesía (retención excesiva de líquidos en los tejidos y órganos del cuerpo), señala como sus causas más frecuentes “el mal régimen alimenticio”, las bebidas ácidas y determinadas “desazones fisiológicas”. En cuanto a sus consecuencias, dice que “la excreción diabética se traduce en orina copiosa y se manifiesta en que los afectados sienten fiebre y sed y disminuyen notablemente el flujo de la sangre; la boca se reseca, el corazón y los pulmones se aceleran y la sangre termina coagulándose al carecer de suero”.
La etapa científica
La etapa científica en el estudio de la diabetes se inició a mediados del siglo XIX con los trabajos experimentales del fisiólogo francés Claude Bernard, padre de la mentalidad fisiopatológica y descubridor de la síntesis, almacenamiento y degradación de glucógeno en el hígado (principal forma de reserva de glucosa). Con sus trabajos, Bernard consiguió demostrar la capacidad de los animales para producir azúcar, independientemente de la aportada por los alimentos, establecer la presencia de glucosa en la sangre, señalar la hiperglucemia como signo fundamental de la diabetes, plantear que la presencia de azúcar en la orina era debida al “excedente sanguíneo” que no había conseguido ser eliminado por otras vías y a considerar el hígado como un órgano de funciones múltiples, entre las cuales se encontraba la de producir “principios inmediatos”.
Tras los trabajos de Bernard, varios científicos se interesaron también por el papel del páncreas, cuyas funciones como glándula capaz de reducir los niveles de glucosa en sangre comenzaron a aclararse en la segunda mitad del siglo XIX. En 1869, Paul Langerhans, un joven médico berlinés que estaba preparando su tesis doctoral, observó en el páncreas de un animal de experimentación la existencia de unos racimos o montículos de células distintas de las encargadas de producir los enzimas o fermentos digestivos, de las que podían ser bien diferenciadas; Langerhans se limitó a describir estas células, que un tiempo después pasarían a llamarse en su honor “Islotes de Langerhans”, sin detenerse a estudiar cuál era realmente su función verdadera.
Veinte años después, los investigadores alemanes Oskar Minskowski y Josef von Mering trataron de averiguar si el páncreas era necesario para la vida y realizaron la pancreatectomía de un perro; tras la operación observaron que el perro mostraba todos los síntomas de una severa diabetes, con poliuria, sed insaciable e hiperfagia, y comprobaron la existencia de hiperglucemia y glucosuria; la diabetes experimental provocada hizo deducir a los investigadores que el páncreas realizaba dos funciones, una externa (la producción del jugo pancreático para la digestión de los alimentos) y otra interna, que producía una sustancia reguladora de la glucemia, lo que estimuló a los investigadores a tratar de aislar del páncreas un principio activo como posible tratamiento de la enfermedad.
En 1893, el histólogo francés Gustave-Edouard Laguesse sugirió que los «Islotes de Langerhans» constituían, en realidad, la parte del páncreas responsable de la secreción de dicha sustancia reguladora. Sus ideas fueron continuadas por el belga Jean de Meyer, quien denominó «insulina» a la sustancia procedente de dichos islotes (del latín, «insulia»), a la que se le atribuyó una hipotética actividad hipoglucemiante. Así pues, desde finales del siglo XIX, la etiopatogenia de la diabetes estuvo dominada por la idea de una falta o deficiencia de insulina…, pero aún quedaba por delante el trabajo de aislarla.
Uno de los primeros investigadores en obtener resultados esperanzadores fue el fisiólogo francés Eugene Glay. De manera insólita no publicó sus hallazgos, sino que los guardó en un sobre sellado en los archivos de la Sociedad de Biología de París en febrero de 1905, al parecer por carecer de recursos materiales para seguir con su investigación; en su comunicación había descrito de una manera clara el método de preparación de un extracto pancreático previamente reducido a su parte endocrina, al que llamó “harmozone pancreatica”.
Por su parte, el alemán Georg Zuelger, después de varios años de experimentaciones, logró producir en 1908 una serie de extractos pancreáticos que eran capaces de controlar tanto la glucemia como la glucosuria de los perros a los que previamente se les había extirpado el páncreas; posteriormente decidió emplear el extracto en ocho pacientes diabéticos. Zuelger publicó sus resultados e incluso llegó a patentar su extracto, aunque la presentación de efectos tóxicos, las dificultades para conseguir una mejor purificación del preparado y el estallido de la Primera Guerra Mundial interrumpieron el trabajo que había sido planificado para obtener un principio muy activo a gran escala (mantuvo contactos primero con la compañía farmacéutica Hoechst y después con Hoffmann La Roche), descartándose su aplicación como herramienta terapéutica en los seres humanos.
La Gran Guerra también fue el motivo por el que el médico rumano Nicolae Constatine Paulescu hubo de suspender las investigaciones que le habían llevado a preparar un extracto pancreático que era capaz de disminuir rápidamente tanto la hiperglucemia como la glucosuria de perros a los cuales se les había provocado previamente una diabetes experimental. Paulescu solo pudo reanudar sus estudios sobre el extracto pancreático, al que denominó “pancreína”, en 1919, pero sus resultados no fueron publicados hasta 1921; de acuerdo con sus conclusiones: “El efecto del extracto pancreático sobre la glucemia y sobre la glucosuria varía con el lapso transcurrido desde la inyección. Comienza inmediatamente después de la misma, alcanza el máximo al cabo de dos horas y se prolonga durante doce horas”.
Paulescu intentó su aplicación en la diabetes humana de una manera similar a la que había ensayado con éxito en animales, perfeccionó el método de purificación y logró la obtención de la “pancreína” en forma de polvo soluble para su inyección subcutánea. Con objeto de preparar su producción a escala industrial, obtuvo del Ministerio de Industria y Comercio de Rumania la patente de invención, pero sus esfuerzos no pudieron alcanzar finalmente las expectativas creadas.
En lo que a España se refiere es preciso comentar la tarea emprendida en 1922 por el doctor Rossend Carrasco para la obtención de insulina a partir del páncreas de los cerdos sacrificados en el matadero municipal de Barcelona. Con ella consiguió tratar a Francisco Pons, un joven de 20 años, que, al parecer, fue la primera persona diabética en nuestro país tratada con insulina.
Finalmente, la gloria del aislamiento de la insulina fue para el canadiense Frederick G. Banting y su ayudante Charles H. Best, quienes lo llevaron a cabo, en agosto de 1921, en el Instituto Fisiológico de Toronto. En enero del año siguiente, Banting y Best experimentaron en sus propios cuerpos la tolerancia a la sustancia. Posteriormente, Banting buscó el apoyo de John J.R. Macleod, jefe de Fisiología de la misma universidad, y del bioquímico James B. Collip, quien consiguió aislar ciertas cantidades de insulina purificada.
El extracto de Collip se administró por primera vez al joven Leonard Thompson el 23 de enero de 1922, siendo la mejoría clínica inmediata. En el mes de febrero, seis pacientes siguieron el mismo protocolo que Leonard Thompson, todos con resultados satisfactorios, aunque pronto se detectaron algunas reacciones tóxicas que obligaron a Collip a mejorar su purificación. El 30 de mayo de 1922 se firmó un acuerdo de colaboración entre la Universidad de Toronto y Laboratorios Eli Lilly, mediante el cual la empresa farmacéutica se comprometía a invertir en la producción de insulina, para lo cual adquirió los derechos exclusivos en Estados Unidos, Centroamérica y Suramérica.
Lilly aceptó que la palabra “insulin” quedara asignada al producto genérico y adoptó el nombre de Iletin para referirse a su producto específico. Poco tiempo después, George Walden, químico investigador de la compañía, desarrollaría un método de purificación mediante fraccionamiento isoeléctrico que permitió la fabricación de insulina a gran escala, aumentando extraordinariamente su estabilidad y pureza. Por otra parte, en noviembre de ese mismo año, el premio Nobel danés August Krogh y su esposa y colega Marie, que padecía de diabetes, visitaron a Macleod en Toronto y regresaron pocos días después a Dinamarca con la concesión de la producción exclusiva de insulina en Escandinavia. En 1923, August Krogh fundó la compañía Nordisk Insulinlaboratorium (hoy, Novo Nordisk) con el doctor Hans Christian Hagedorn, quien había desarrollado un método muy preciso para medir el azúcar en sangre junto con el farmacéutico Norman Jensen, y con la financiación proporcionada por el farmacéutico August Kongsted, propietario de la compañía farmacéutica Leo Pharmaceutical Products.
Un Premio Nobel polémico
En octubre de 1923, los miembros del jurado del Instituto Karolinska de Estocolmo decidieron la concesión del Premio Nobel de Fisiología y Medicina a Frederick G. Banting y John J. R. Macleod por el descubrimiento de la insulina, publicado en 1922. Sin embargo, la decisión no estuvo exenta de polémicas. Tanto el alemán Georg L. Zuelzer como los estadounidenses Ernest L. Scott y John R. Murlin, que también habían investigado los efectos que distintos extractos pancreáticos producían sobre la glucosuria, presentaron reclamaciones; algún tiempo después, también lo haría Charles H. Best. Sin embargo, Banting decidió compartir la remuneración económica del Nobel con Best, mientras que Macleod hizo lo mismo con Collip.
Quizás el caso más singular fue el del rumano Nicolae Constatin Paulescu, quien seguramente mereció un reconocimiento al menos tan alto como el que obtuvieron los galardonados. Los trabajos de Paulescu fueron rescatados del olvido a principios de los años 70 del pasado siglo por Ian Murray, un diabetólogo escocés, que demostró documentalmente las observaciones experimentales realizadas por Paulescu en 1916, así como sus publicaciones, anteriores a las de Banting y Best, concluyendo que Paulescu había mostrado de forma rigurosa y convincente el aislamiento de la hormona antidiabética del páncreas: “… cuando el equipo de Toronto estaba iniciando su investigación, ya había extraído exitosamente del páncreas la hormona antidiabética y había probado su eficacia en reducir la hiperglucemia en perros diabéticos”. Seguramente, las ideas políticas extremas de Paulescu, claramente antisemitas y antimasónicas, así como la influencia del profesor Krogh en la nominación de Banting y Macleod y en la decisión del comité Nobel fueron fundamentales.