El relato navideño tiene evidentes lagunas históricas, seguramente motivado por el empeño de enmarcar el mensaje evangélico en la historia general. En cualquier caso, la Navidad sigue siendo un tiempo de celebración, al margen de la parafernalia consumista, en esta época de narcisismo creciente.
Para los creyentes, las razones son obvias; para los no creyentes, porque se trata de un periodo de exaltación de la vida, de “dar (a) luz”, de apuesta por la paz, tendiendo manos que ayuden a abrir puertas entre el corazón propio y el ajeno, de la aceptación del otro, de lo otro, un tiempo donde “el Yo es Otro”, “el Yo eres Tú”.
Así es como lo debieron entender los soldados británicos y alemanes de la primera línea del frente de batalla que protagonizaron la emotiva “Tregua de Navidad” del año 1914, durante la Primera Guerra Mundial, a pesar de la oposición de los mandarines de la guerra.
Si la vida de Jesús ha suscitado durante más de dos milenios largos y apasionantes debates entre teólogos e historiadores, el día de su nacimiento resulta un verdadero enigma. Ya en el siglo II de nuestra era, Clemente de Alejandría se mostraba desorientado acerca del “cumpleaños de Dios” por las contradicciones que encontraba entre los eruditos, a los cuales recriminaba su actitud: “No se contentan con saber en qué año ha nacido el Señor, sino que con su curiosidad demasiado atrevida van a buscar también el día”.
Casi dos mil años después, Giuseppe Ricciotti, uno de los cristólogos más prestigiosos del siglo XX, concluye: “No sabemos con certeza absoluta el día ni el año del nacimiento de Jesús, ni cuando inició su actividad pública, ni cuanto duró ésta, ni el día ni el año de su muerte” (Vida de Jesucristo).
En este estado de cosas, no es de extrañar que hasta el propio Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) tratara hace pocos años de “entrar en diálogo” con los textos de Mateo y Lucas para poner en relación el pasado con el presente y con el futuro, aunque él mismo advierte que “este coloquio nunca podrá darse por concluido”.
Sin embargo, La infancia de Jesús (2012) arroja más luz teológica que histórica a los textos evangélicos, seguramente porque ese es su propósito. No obstante, la investigación continúa porque, como señalaba el papa León Magno hace más de quince siglos: “Nadie está más cercano del conocimiento de la verdad, en tratándose de cosas divinas, que quien comprende que a pesar de haber avanzado mucho, aún le queda más por investigar”.
Los textos
Los elementos biográficos de la vida de Jesús los suministran casi en su totalidad los evangelios, aunque los hechos relativos al nacimiento y la infancia únicamente son recogidos por dos evangelistas: Mateo, quien se nutre de sus propia relación directa con Jesús y construye una narración no exenta de belleza literaria, que “no solo contiene palabras, sino hechos del Señor”, y Lucas, médico de profesión, amigo y discípulo de Pablo de Tarso, cuyo propósito es demostrar que la tradición oral, de la que se alimenta junto a diversas fuentes escritas, es segura y fiable.
Los evangelios no contienen una biografía de Jesús en el sentido moderno del término. Ninguno de los evangelistas tuvo el propósito de dejar escrita una narración erudita e histórica, sino transmitir una idea religiosa: el mensaje de Cristo.
Sin embargo, los autores evangélicos dotan muchas veces al relato de argumentos fundamentados en hechos, bien de los que han sido testigos o bien de lo que han escuchado a los apóstoles en sus primeras predicaciones, por lo que, junto a los teológicos, la narración neotestamentaria contiene aspectos históricos de interés. Según Joseph Ratzinger se trata de “historia ciertamente interpretada y comprendida sobre la base de la Palabra de Dios”.
De la infancia de Jesús también se ocupan los llamados evangelios apócrifos (s. I-IV), utilizados en un principio como textos canónicos por diversas comunidades cristianas. Los apócrifos transmiten con mayor o menor acierto, con más o menos imaginación, según los casos, la idea que las comunidades cristianas de aquel tiempo se habían hecho de Jesús y, en ocasiones, reflejan acontecimientos transmitidos por la tradición oral como reales. Determinadas creencias y un cierto número de celebraciones religiosas actuales proceden de los mismos. Por otra parte, los apócrifos han sido a lo largo de la historia fuente de inspiración para los artistas que han tratado de reflejar en sus obras pasajes relativos al ciclo navideño.
Las fuentes no evangélicas que hacen mención de Jesús de Nazaret son escasas, apenas recogen datos de interés acerca de su vida pública e ignoran completamente su infancia y juventud. No obstante, permiten enmarcar la “historia evangélica” en la historia general.
Entre los pocos testimonios llegados hasta nosotros, unos son judíos, como los escritos de Flavio Josefo; otros son de origen grecorromano, como los decretos de los emperadores Claudio, Trajano y Adriano, así como los textos de Tácito, Plinio el Joven y Suetonio; otros, en fin, son de origen cristiano, como las epístolas de Pablo de Tarso (fechadas entre los años 51-52 y 66-67) y los escritos de los primitivos Padres de la Iglesia.
Son estas últimas fuentes las que hacen alguna referencia al nacimiento y a la infancia de Jesús, aunque la mayoría de las veces de una forma vaga e imprecisa; en ocasiones, lo que tratan de refrendar son aspectos ya conocidos, como ocurre en el caso de las epístolas de Pablo a los romanos (Rom 1, 3): “…nacido de la descendencia de David, según la carne”, o en la dirigida a los gálatas (Gal 4, 4): “…nacido de mujer, nacido bajo la ley”.
En cualquier caso, Jesús nació en un tiempo determinado y en un entorno geográfico bastante preciso: el reinado de Herodes el Grande, como vasallo de César Augusto, y el territorio de lo que tradicionalmente se ha conocido como Palestina.
Las regiones que reunía el reino de Herodes eran Idumea, su lugar de origen, Judea, Samaria, Perea y Galilea, y, anexionadas en el año 23 a. C., las zonas de Auranítide, Traconítide y Batanea. Esta monarquía de tipo “clientelar” se presentaba como un notable aliado de Roma, con una importancia capital en el mantenimiento de la paz y la prosperidad en el Oriente Próximo. La colaboración y amistad de Herodes con Roma y la gestión de su administración le otorgó un gran prestigio como gobernante ante Augusto.
El tiempo
Históricamente, la fecha del nacimiento de Cristo fue establecida en el siglo VI por un monje escita, Dionisio el Exiguo, canonista y escritor eclesiástico. A partir de una serie de cálculos, tan complejos como imprecisos, Dionisio estableció que Jesús vino al mundo exactamente el día 25 de diciembre del año 753 de Roma, nueve meses después de su encarnación.
A pesar de las intenciones de su autor, esta fecha no mejoraba el rigor de las establecidas por Ireneo (s. II) y Tertuliano (s. II-III): año 41 de Augusto o 751 de la fundación de Roma; tampoco la de la señalada por Clemente de Alejandría (s. II-III), Julio Africano (s. II-III), Eusebio de Cesarea (s. III-IV), Epifanio de Salamina (s. IV) y Paulo Orosio (s. IV-V): año 752 de Roma.
La fecha de Dionisio partía de su propuesta de establecer el inicio de la era actual ab incarnatione Domini, es decir, “(el día) de la encarnación del Señor”, a contar desde el 25 de marzo del año 753 de la fundación de Roma. Por tanto, el nacimiento se habría producido nueve meses después, el 25 de diciembre, cálculo que ya se venía realizando desde los tiempos de Julio Africano.
La fecha del 25 de marzo se utilizó por razones prácticas como inicio de la llamada “era cristiana”, si bien en muchos lugares, en vez de la fecha de la encarnación, se adoptó la propia del nacimiento, el 25 de diciembre y, luego, el inicio del calendario se trasladaría al 1 de enero, tal y como se conoce actualmente.
Esta relación entre encarnación y nacimiento, así como la existente entre nacimiento y pasión, es una idea que está en consonancia con la mentalidad antigua y medieval, que planteaba el universo como un todo y consideraba que las grandes intervenciones divinas estaban vinculadas entre sí de alguna manera.
La era cristiana acabó por imponerse universalmente como medida cronológica a partir del siglo XV, sobre todo después de las modificaciones realizadas en el calendario por Gregorio XIII a finales del siglo XVI. No obstante, la primera alusión concreta a la fecha del 25 de diciembre se atribuye a Hipólito de Roma a principios del siglo III, aunque hubo que esperar hasta el siglo siguiente para conseguir una referencia histórica acerca de la misma en la Depositio Martyrum (336), una especie de primer calendario litúrgico que comienza señalando que “VIII días de las calendas de enero, es decir, 25 de diciembre, nació Cristo en Belén de Judea”, aunque lo que seguramente hace es recoger lo que ya había establecido el Concilio de Nicea (año 325), en el que se proclamó la naturaleza divina de Jesús y se condenó de forma expresa las doctrinas que negaban que Dios se hubiera hecho hombre naciendo en Belén. También hay referencia a ello en el Calendario de Folícalo, o Cronógrafo del año 354, un almanaque ilustrado realizado por encargo de un cristiano adinerado. Otros planteamientos a lo largo de la historia han recurrido a la astronomía y a la geografía, combinando ambas con algunos datos históricos o evangélicos, pero todos ellos carecen de una investigación sólida y rigurosa.
Por tanto, para realizar, aunque solo sea de forma aproximada, una “biografía de la infancia” de Jesús de Nazaret, es necesario recurrir a los evangelios de Mateo y Lucas y, apoyados en datos facilitados por otras fuentes históricas, tratar de recomponer los acontecimientos a partir de un hecho absolutamente cierto: Jesús nació durante el reinado de Herodes el Grande, poco antes de la muerte del rey, que, según datan las fuentes históricas, acaeció al comienzo de la primavera del año 750 de Roma.
A partir de este dato y teniendo en consideración el relato de Mateo acerca de la supuesta “matanza de los inocentes” ordenada por Herodes (Mt 2, 16: “…mandó matar a todos los niños que había en Belén y en sus términos de dos años para abajo”), algunos autores flexibilizan la posible fecha del nacimiento de Jesús y consideran lo más verosímil que el alumbramiento se produjera entre los años 748 y 750 de la fundación de Roma, es decir, 6-4 años antes de la era cristiana, lo que también parece encajar en la afirmación de Lucas (Lc 3, 1; 3, 23), de que “Jesús, al empezar, tenía unos 30 años” y se correspondía con “el año decimoquinto de Tiberio César, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato” (año 27-28 de la era cristiana). Esta cronología es la que más consenso suscita entre los expertos en la actualidad.
En cuanto al día concreto del nacimiento, se ha planteado que Jesús podría haber nacido a principios del otoño, lo que estaría más en consonancia con el dato de que, en el momento del alumbramiento, los pastores estuvieran en el campo guardando el ganado, incluso durante la noche, según lo relatado en Lc 2, 8: “Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre su rebaño”. Parece que era costumbre en Palestina que los rebaños de ovejas se quedaran al aire libre entre el comienzo de la primavera y mediados de otoño, y que pasaran el invierno resguardados en majadas. De ser así, la Anunciación debería haberse producido aproximadamente tres meses antes de la establecida tradicionalmente.
También hay quien sitúa el nacimiento, y no la encarnación, al principio de la primavera. Lo que sí parece cierto es que Jesús habría venido al mundo poco tiempo después de Juan el Bautista, según se deduce del hecho que en el momento de la encarnación de Jesús por María, Isabel, la madre de Juan, estaba ya en el sexto mes de su embarazo (Lc 1, 36).
El lugar
La fijación del lugar de nacimiento en el establo-cueva de Belén quedó definitivamente asimilado por el cristianismo cuando, en el siglo IV, el emperador Constantino, a instancias de su madre, Helena, mandó levantar un templo en el lugar donde supuestamente se había producido el alumbramiento de Jesús, una gruta citada por Justino (s. II) y Orígenes (s. III). De acuerdo con Lc 2, 6-7: “Estando allí se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en la posada”. En Mt 2, 1, se puede leer: “Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes”. Y apostilla el autor evangélico que, preguntados por Herodes acerca del lugar dónde había de nacer el Mesías, los príncipes de los sacerdotes y los escribas del pueblo respondieron que en Belén de Judá, pues así estaba escrito por el profeta Miqueas: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres la menor entre los clanes de Judá, pues de ti saldrá quien señoreará en Israel” (Miq 5, 2/1). La expansión del cristianismo por el Imperio Romano, primero como religión permitida (edicto de Milán, Constantino, año 313) y después como religión oficial del Estado (Edicto de Tesalónica, Teodosio, año 380), popularizó la imagen del “portal de Belén”.
Mateo y Lucas narraron el nacimiento de Jesús y lo situaron en Belén con una clara intención teológica, si bien cada uno lo hace de manera diferente, según sus propios conocimientos y fuentes, hoy prácticamente imposibles de reconstruir. Mateo recurre al hecho que su familia vivía allí y Lucas lo hace aprovechando un azar histórico. Para ambos, probablemente primaba más bien el fin teológico, que trataba de correlacionar los escritos bíblicos con los acontecimientos que se habían producido (el Mesías debía ser “de la estirpe de David”, que había nacido en Belén), que los hechos verdaderamente reales. No obstante, como el relato del nacimiento en Belén resultaba verosímil, se difundió ampliamente durante los primeros siglos de cristianismo, pues ya se sabe que no es tanto de la verdad como de la verosimilitud de donde nace la persuasión, según reza el dicho platónico.
Hay autores que argumentan que el lugar de nacimiento de Jesús no sería Belén, sino Nazaret. A favor de tal argumento estaría el hecho de que a los judíos se les designaba o por el nombre del padre o por el del lugar del nacimiento, y la denominación de “Jesús de Belén” no aparece en ningún texto evangélico. En cambio, la de Jesús de Nazaret o Jesús Nazareno sí lo hace a menudo. Sobre todo, los evangelios de Marcos y de Juan parecen darlo por sobreentendido, aducen los partidarios de situar el nacimiento de Jesús en la pequeña población galilea.
También las palabras del propio Jesús, que se refiere a Nazaret como su patria y su casa, aunque ante la pregunta directa de Pilato: “¿De dónde eres tú?”, Jesús no da respuesta alguna (Jn 19, 8-9). Por su parte, Pablo de Tarso guarda silencio en relación al lugar de origen de Jesús. A todo ello se añadirían las casi insalvables diferencias existentes entre los relatos de Mateo y Lucas, tal y como señala Raymond E. Brown (El nacimiento del Mesías). No obstante, hay estudiosos bíblicos que sostienen que la hipótesis de que María diera a luz en Nazaret no es más concluyente que la del alumbramiento en Belén.
Por otra parte, también hay investigadores que ponen en cuestión la circunstancia apuntada por Lucas y obviada por Mateo: “Aconteció en los días aquellos que se promulgó un edicto de Augusto César, para que se empadronase todo el mundo. Este primer censo se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. E iban todos para empadronarse, cada uno en su ciudad. José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto él era de la casa y de la familia de David, para ser empadronado con María, su esposa, que estaba encinta” (Lc 2, 1-5).
Según el historiador Flavio Josefo (Antigüedades judías), el censo tuvo lugar ciertamente bajo el gobierno de Cirino, pero en el año 6 d. C., una vez que Judea entró a formar parte de la provincia romana de Siria, tras la destitución de Arquelao (el hijo de Herodes el Grande que había heredado de su padre los territorios de Judea, Samaria e Idumea, mientras que su hermano Herodes Antipas había heredado los territorios correspondientes a Galilea y Perea). Como el empadronamiento tenía en última instancia un objetivo recaudatorio provocó gran malestar entre los judíos, aspecto que se recoge tanto en los textos de Flavio Josefo como en Los Hechos de los Apóstoles, cuya autoría se atribuye a Lucas: “Después se levantó Judas el Galileo, en los días del empadronamiento, y arrastró al pueblo en pos de sí; mas pereciendo él también, cuantos le seguían se dispersaron” (Hch 5, 37).
Aun así, hay expertos en la obra de Lucas, como Alois Stöger, que sostienen que el empadronamiento era un proceso largo y complejo y se podría haber llevado a cabo en dos etapas: la primera pudo haber ocurrido por el tiempo del nacimiento de Jesús y durante la misma se habría procedido a registrar los nombres de la familia y las propiedades de tierras y casas, lo que exigiría la personación en el lugar de las mismas; durante la segunda etapa se habrían determinado los impuestos a pagar, lo que habría suscitado la insurrección.
En esta misma línea, otros autores han hecho todo lo posible por armonizar los relatos de Lucas y Flavio Josefo, partiendo del origen betlemita de José. Pero también hay otros destacados especialistas del Nuevo Testamento, como Joseph A. Fitzmyer, que opinan que, tras el aparente aspecto histórico de la prosa del autor lucano, queda claro que “la cuestión del censo es un recurso puramente literario para relacionar a José y María, residentes en Nazaret, con Belén”. Otra dificultad estriba en lo irreconciliable que resulta la afirmación de Lucas de que la familia se volvió pacíficamente a Nazaret, “cumplidas todas las cosas según la Ley del Señor” (Lc 2, 21-39), con la explicación dada por Mateo de que la familia permaneció un tiempo en Belén y luego tuvo que huir precipitadamente a Egipto por la revelación de un ángel a José de que “Herodes va a buscar al niño para matarlo” (Mt 2, 13). Finalmente, de haberse llevado a cabo el censo cuando lo señala Lucas, se habría producido cuando Herodes el Grande todavía era rey de Judea y esta región no formaba parte de la provincia romana de Siria, lo que haría poco justificable la intervención de Cirino. Tampoco parece probable que se hubiese realizado durante el invierno, sino en una estación del año más propicia para los desplazamientos de la gente, lo que nos lleva otra vez a la cuestión del nacimiento de Jesús el 25 de diciembre. En lo que no parece haber grandes dudas es que Jesús se crio en Nazaret, donde, según Lc 2, 40, “crecía y se fortalecía lleno de sabiduría”.
La llamada “matanza de los inocentes” que cuenta el Evangelio de Mateo (Mt 2, 13-18) no parece ser histórica y, en caso de que hubiera sucedido, lo más probable es que se redujera a un número limitado de niños, por lo que no tuvo una repercusión suficiente como para ser recogida por los historiadores que, como Flavio Josefo, se encargaron de relatar el reinado de Herodes. Seguramente el relato prendió entre los cristianos porque encajaba con las atrocidades cometidas por el tirano, incluido el asesinato de varios de sus propios hijos; además, enlazaba muy bien con la historia de Moisés.
El viaje de los Reyes Magos, guiados por la “estrella de Belén”, lo dejaremos para otro artículo.
Celebración
En cuanto a la celebración de la Navidad, no parece que existiera como fiesta en los primeros siglos del cristianismo, sino que sería a partir de la fijación en el calendario litúrgico de la fecha del 25 de diciembre como día de la Natividad cuando comenzó a festejarse, lo que ocurrió durante el papado de Julio I (s. IV). Luego, sería ratificada por León Magno (s. V), el papa tan reconocido por su magisterio eclesiástico como por sus dotes diplomáticas, y sancionada oficialmente como festividad por el emperador Justiniano (s. VI).
Determinadas hipótesis señalan el origen de la fiesta navideña en la sustitución de alguna fiesta pagana preexistente, como la del nacimiento del “Sol invicto” (día de la victoria de la luz sobre la noche más larga del año), instaurada por Aureliano en el año 274, que, a su vez, habría reemplazado a las fiestas saturnales que se celebraban en Roma durante una semana a partir del 17 de diciembre. Estas fechas de celebración estaban próximas al día que se había establecido como el del nacimiento de Cristo, aunque faltan pruebas fehacientes de tal sustitución; además, es posible que no como gran fiesta, pero sí como una celebración más modesta, se viniera realizando algún tipo de conmemoración antes de la creación del día del “Sol invicto”.
En cualquier caso, tal y como señalaba el teólogo José Mª González Ruiz, las autoridades eclesiásticas, deseosas de conmemorar el nacimiento de Cristo, encontraron algún motivo para poder convertir en religiosa alguna de las numerosas fiestas paganas que se celebraban al comienzo del solsticio de invierno. Mucho antes, el escritor G.K. Chesterton había adelantado en El espíritu de la Navidad que precisamente la mayor fortuna de la tradición cristiana consistía en haber incorporado tantas tradiciones paganas.
Una vez incorporada al calendario litúrgico, la nueva festividad se propagó progresivamente por todo el mundo cristiano, a pesar de las reticencias iniciales de las Iglesias orientales a reemplazar la antigua fiesta del 6 de enero, fecha que se consagró en Occidente a la Epifanía de Jesús con los Reyes Magos.
A lo largo de la Edad Media, la iglesia continuó asimilando costumbres y leyendas que fueron añadiendo motivos distintos y variados hasta hacer de la Navidad una fiesta de enorme relevancia no solo desde el punto de vista religioso, sino también social y cultural. La escena que representa a Cristo en el pesebre se fue completando con el paso del tiempo desde el inicio de su representación artística (s. IV). En Europa, la tradición de los belenes se popularizó a partir del siglo XIII con San Francisco de Asís y sus “pesebres vivientes”, costumbre arraigada en Oriente desde mucho tiempo atrás. La presencia de los entrañables personajes de la mula y el buey, dando calor con su aliento al recién nacido, fue aceptada por la Iglesia a partir de un relato del Pseudo Mateo, uno de los evangelios apócrifos.
De acuerdo con Joseph Ratzinger, el trasfondo de ello se encuentra en un pasaje del Libro de Isaías: “Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento” (Is 1, 3). A partir del siglo XV, la tradición belenística representa el refugio como un establo o portal, en cuyo interior se muestra a la Sagrada Familia acompañada de los animales. El arte de los belenes adquirió su pleno desarrollo en Nápoles durante el Renacimiento y el Barroco, adquiriendo gran fama los llamados “belenes napolitanos”, hasta el punto que, en el siglo XVIII, el rey Carlos III ordenó que se facilitase la llegada de los mismos a todas las partes del reino.
La costumbre navideña de instalar en las casas particulares los típicos belenes comenzó a principios del siglo XIX con la producción en serie de las figuras de barro con los personajes del Nacimiento. Para entonces, los villancicos, que tienen su origen en canciones populares reelaboradas a partir de composiciones amorosas medievales, se habían incorporado ya a la algarabía y al jaleo de las reuniones familiares en torno al belén. Así puede verse, con todo su realismo gozoso en El belén, la soberbia pintura de Joaquín Sorolla, que parece corroborar las palabras de Chesterton: “Y es extraordinario observar hasta qué punto este sentido de la paradoja del pesebre (algo tan aparentemente pequeño convertido en el centro del universo) lo pierden los brillantes e ingeniosos teólogos y lo ganan los villancicos”.