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Jesús de Nazaret en la literatura narrativa (II)

La literatura española del Siglo de Oro se sostiene sobre dos pilares fundamentales: el legado clásico grecorromano y el bíblico. Sin duda, la Biblia, en general, y la vida de Jesús, tal y como aparece en los cuatro evangelios, en particular, contribuyeron decisivamente a la identidad cultural de Occidente, proporcionando un considerable sustrato de motivos, imágenes, personajes e historias literarias. La presencia vetero y neotestamentaria, a través de intertextos, metáforas, comparaciones, personajes, etc. es constante tanto en la poesía como en la prosa, en textos con carácter religioso o profano. La presencia bíblica resulta abrumadora en escritores con clara intencionalidad político-religiosa como Baltasar Gracián y Diego de Saavedra, pero, como señala el profesor Antonio Piñero, incluso dos obras tan aparentemente ajenas a la Biblia, como el Lazarillo de Tormes o La Celestina, no pueden entenderse sin ella.

Sin duda, uno de los hechos más significativos del siglo XVI fue la traducción completa de la Biblia hebrea al castellano realizada por Casiodoro de Reina, en la que se ponen de manifiesto los altos vuelos literarios de su autor, un monje jerónimo de Sevilla convertido al protestantismo. La conocida como Biblia del Oso fue publicada por primera vez en Basilea en 1569 y es para no pocos estudiosos y críticos literarios uno de los mayores tesoros de la literatura en lengua española, aunque durante siglos quedó excluida de nuestra tradición literaria por razones puramente ideológicas y religiosas.

Parece un hecho probado que la moderna literatura europea nació en el Renacimiento a partir del impulso decisivo de las traducciones de la Biblia a las lenguas vernáculas. Así sucedió con Martin Lutero en Alemania, con William Tyndale en Inglaterra y con Giovanni Diodati en Italia, que siguieron el ejemplo de Erasmo de Roterdam, que había publicado su propia edición del Nuevo Testamento griego, desviándose de la traducción latina de la Vulgata de san Jerónimo; en cambio, en el caso de España, el nombre de Casiodoro de Reina fue raído de nuestra memoria colectiva hasta bastante tiempo después de la desaparición del Tribunal de la Inquisición (1834).

La precisión a la hora de traducir del hebreo al castellano de Casiodoro de Reina roza a veces el lirismo, como pone de manifiesto el comienzo del libro del Génesis: “En el principio creo Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desadornada y vacía y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo y el espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas” (Gn 1, 1-2). No dice desordenada o confusa, o que la tierra era caos, sino que estaba “desadornada”, es decir, falta de adorno o compostura, que todavía no tenía aquello que se pone para la hermosura o mejor parecer. Y otro tanto puede decirse de su traducción del griego del Nuevo Testamento, como se puede observar en los dos acontecimientos clave de la vida de Jesús. En cuanto al nacimiento, hemos extraído el siguiente texto del Evangelio de Mateo (Mt: 2, 1-2): “Y como fue nacido Jesús en Belén de Judea en días del rey Herodes, he aquí que magos vinieron de Oriente a Jerusalén diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en Oriente y venimos a adorarlo”; en cuanto a la muerte en el Gólgota, hemos sacado este párrafo del Evangelio de Juan (Jn 19, 28-30): “… sabiendo Jesús que todas las cosas eran ya cumplidas, para que la Escritura se cumpliese, dijo: Tengo sed (…). Entonces, ellos hinchieron una esponja de vinagre y revuelta con hisopo llegáronsela a la boca. Y como Jesús tomó el vinagre, dijo: Consumado es. Y, abajada la cabeza, dio el espíritu”. Asimismo, es realmente difícil sustraerse a los primeros versículos del cuarto Evangelio: “En el principio ya era la Palabra: y la Palabra era acerca de Dios; y Dios era la Palabra. Esta era en el principio acerca de Dios. Todas las cosas por esta fueron hechas, y sin ella nada de lo que es hecho fue hecho. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1, 1-5).

No deja de ser llamativa la coincidencia en la manera de abordar la muerte (“dio el espíritu”) del reformista sevillano y de la fórmula utilizada por Miguel de Cervantes al hablar del tránsito de su caballero andante: “el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”. No es la única alusión ni formulación evangélica que podemos encontrar en El Quijote (1605-1615). Ya desde la propia portada, el lema Spero lucem post tenebras (“espero la luz tras las tinieblas”), todo un canto de esperanza, tiene detrás de ella numerosas referencias a los libros sapienciales y al propio Evangelio de Juan.

Detrás de las palabras del capítulo II algunos estudiosos han querido ver la referencia al pasaje evangélico contenido en Mt 16, 13-16. El texto cervantino dice así “… y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía? ¿Qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asunto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca?”, mientras que el relato del Evangelio de Mateo plantea: “Y viniendo Jesús en las partes de Cesarea de Filipo preguntó a sus discípulos diciendo: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos dijeron: unos Juan el Bautista; otros, Elías y otros, jeremías o alguno de los profetas. Díceles: Y vosotros, ¿quién decís que soy?”. En el capítulo siguiente, el momento en que don Quijote es armado caballero: “Para poder como se debe ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en pro de los menesterosos» parece remitir al final del Evangelio de Marcos: “Y díjoles, id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”, es decir, para hacer el bien a todos.

El texto en el que el labrador socorre al maltrecho caballero andante: “Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vió sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecerle caballería más sosegada” es un ejemplo de la misericordia para con el prójimo y recuerda la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 33-34): “Y un samaritano, que iba de camino, viniendo cerca de él y viéndolo, fue movido a misericordia; llegándose, vendóle las heridas echándole olio y vino y poniéndolo sobre su cabalgadura llevólo al mesón y curóle”.

En el capítulo X, en el diálogo que mantiene el hidalgo con su criado: «Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos señor mío -replicó Sancho- que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la conciencia” parece recordar a lo contenido en el Evangelio de Mateo (Mt 5, 34-37): “Yo, pues, os digo: no juréis en ninguna manera, ni por el cielo porque es el trono de Dios, ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies, ni por Jerusalén, que es ciudad del Gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer un cabello blanco o negro”.

En fin, en el capítulo XI, que narra el encuentro con los cabreros, vuelven a dialogar don Quijote y Sancho: “Así que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme, por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho; que estas, aunque las doy por bien recibidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo. Con todo eso, te has de sentar, porque a quien se humilla Dios le ensalza y asiéndole por el brazo, le forzó a que junto a él se sentase», palabras similares a las de Lucas (Lc 14, 11 y Lc 18,14): «Porque cualquiera que se ensalce, será humillado y el que se humille, será ensalzado»; también contenido con esta otra formulación en Mateo (Mt 18, 4): “Ansí que cualquiera que se abajare, como en este niño, este es muy grande en el Reino de los Cielos”.

Asimismo, detrás de algunas expresiones de Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), obra publicada después de la muerte de su autor y en la que Cervantes acumuló toda su experiencia vital,se vislumbran notas sacadas del Nuevo Testamento, mostrándose Mateo como su evangelista preferido. Como ejemplo, la parábola del grano de mostaza (Mt 13, 31-32) que alimenta el siguiente comentario cervantino: “Y por lo que debes a tu buen entendimiento, te ruego que de aquí adelante me mires, no con mejores ojos, pues no los puede haber en el mundo tales como los tuyos, sino con voluntad más llana y menos puntosa, no levantando algún descuido mío, más pequeño que un grano de mostaza, a ser monte que llegue a los cielos…”.

Pastores de Belén (1612) es una novela pastoril “a lo divino”, de la cual dice su autor, Félix Lope de Vega, que la escribió “a la traza de la Arcadia”. Un narrador cuenta la historia del nacimiento de Jesús a unos pastores, que las escuchan y comentan entre ellos entrecortándolas con otros relatos, poesías, coplas, bailes y juegos, como el de adivinar enigmas, el inventar epigramas o proponer acertijos.

La presencia de textos bíblicos es casi constante en la obra de Francisco de Quevedo en cualquiera de los géneros literarios que aborda. Aparte de sus numerosas alusiones al Antiguo Testamento (principalmente a los personajes de Job y Jeremías y a los libros sapienciales), el autor madrileño comenta con frecuencia tanto los Evangelios (destaca los “capítulos de los que por Mateo habla Cristo”, el sermón de la propia sabiduría y pasajes de la pasión) como los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas de Pablo y se vale de ellos para argumentar sus propósitos moralistas, enmarcados en el humanismo cristiano de su época. Para Quevedo, Cristo supone el ideal de conducta humana para todo cristiano, especialmente para los gobernantes, como deja explícito en su compleja Política de Dios, Gobierno de Cristo y Tiranía de Satanás (1626), y representa el “vencedor de la muerte”.

Entre la larga serie de “Vidas de Jesús” a que dio lugar el movimiento racionalista por caminos más transitables para el público general que el de la teología, destaca por su estilo y calidad literaria la escrita por el pensador francés Ernest Renan, que desató una viva polémica en su época. Partiendo de la tesis de que la biografía de Jesús debe escribirse como la de cualquier otro personaje histórico y de que los evangelios deben ser sometidos a un examen crítico con las herramientas de la investigación histórica, Ernest Renan en su ensayo biográfico de la Vida de Jesús (1863), niega la divinidad del galileo, pero acepta su historicidad y exalta su ejemplaridad humana (“un hombre incomparable”), de la que dice está por encima de la que muestra la figura de El Nazareno dada por los evangelistas, subrayando que lo que distingue a Jesús es su “perfecto idealismo”, ya que  “quiere aniquilar la riqueza y el poder, no apoderarse de ellos”. En los 28 capítulos en los que está dividida la obra, Renan reconstruye la vida pública de Jesús de Nazaret mediante una versión depurada de los textos canónicos por sus investigaciones como “historiador racionalista”, como él mismo se define en la versión definitiva de la obra (1867). Para entonces, el escritor británico Charles Dickens había escrito ya su Cuento de Navidad (1843) e inmediatamente después (1846-1849) su Vida de Jesucristo con el único propósito de transmitir a sus hijos las enseñanzas del Maestro, pero con la intención de mantener en el ámbito familiar y no publicar este pequeño tesoro literario. Sus descendientes lo mantuvieron guardado hasta 1934, fecha de su primera edición.

A diferencia de Ernest Renan y Paul Claudel, el premio Nobel François Mauriac escribió su Vida de Jesús (1936) desde su profesión de fe católica y para quienes consideran a Jesús en su doble condición humana y divina. En el prólogo de su libro el autor advierte al lector: “Si no hubiese conocido a Cristo, “Dios” hubiera sido para mí una palabra desprovista de sentido (…). El Dios de los filósofos y de los sabios no hubiera tenido cabida alguna en mi vida moral. Era preciso que Dios se sumergiera en la humanidad y que en un preciso momento de la historia, en un punto determinado del globo, un ser humano, hecho de carne y sangre, hubiese pronunciado ciertas frases, ejecutado ciertos ademanes para que yo me hincara de rodillas”.  Sin embargo, aunque sostiene que la razón que le ha movido a escribir esta “Vida” es la de necesidad de encontrar al “Hombre viviente y que sufre”, afirma que trata de enlazar su preferencia del rostro de “Cristo Rey”, el mesías triunfador, con “la humilde figura del hombre en el que en el albergue de Emaús los peregrinos de Rembrandt reconocían, al partir el pan, como nuestro hermano cubierto de heridas, nuestro Dios”.

En 1855, León Tolstoi anunciaba en su Diario la idea de fundar una nueva religión acorde con el desarrollo de la humanidad: “la religión de Cristo, pero despojada de la fe y de los misterios, una religión práctica que no prometa la felicidad futura, sino que dé a los hombres la felicidad en la tierra». En 1876, una crisis espiritual le empuja a estudiar el cristianismo, el judaísmo, el islam, el budismo, la filosofía griega. De ello saca “unas constantes éticas y morales universales”, que constituyen, según él, la verdad más allá de credos y dogmas, y que son el camino para hallar el ansiado sentido de la vida y dar la felicidad a los hombres. A partir de ahí, toma forma un sistema de pensamiento y unas formas de vida (pobreza voluntaria, trabajo manual, ascetismo, alabanza de la sencillez, sentido pleno del presente), que le llevaría a ceder sus posesiones y que se plasmarían en muchas de las obras que siguieron a Mi confesión (1879), hasta llegar a la más impactante de todas: Resurrección (1898), paradigma del llamado “realismo ideal”. Muy importante es la exégesis que hace de los textos evangélicos, no como historiador sino como depurador de los textos primitivos. En 1881, vio la luz El Evangelio abreviado, que se publicó en inglés en 1885 y en francés cinco años después. La reescritura de Tolstoi, cargada de tanta subjetividad como de sed de verdad, se centra en dos cuestiones: revelar el contenido ético del mensaje evangélico y negar la naturaleza divina de Jesús. La enseñanza de Jesús la resume en cinco mandamientos basados en el Sermón de la Montaña: “No te encolerices, no cometas adulterio, no jures, no seas enemigo de nadie y no te resistas al mal con la violencia”. Para Tolstoi, uno no se debe preocupar por el futuro ni por el pasado, sino vivir el día presente: “Si un labrador mira hacia atrás, no puede labrar. Tiene que olvidarse de todo, excepto del surco que se está abriendo; sólo así se podrá labrar. Si tú piensas en lo que obtendrás de tu vida carnal, significa que no has entendido la verdadera vida y que no puedes vivir según ella”. En 1894, vería la luz en Alemania, tras ser censurado en su país de origen, El Reino de Dios está en vosotros con el que culmina su pensamiento acerca del cristianismo: “En ningún lugar podemos encontrar, excepto en la afirmación de la Iglesia, que Dios o Cristo desearan fundar nada parecido a lo que los eclesiásticos entienden por Iglesia”. La “compasión tolstoiana” contó con el rechazo de Fredéric Nietzsche, aunque en los escritos del filósofo alemán pueden encontrarse frases que muestran una cierta simpatía hacia el espíritu libre del escritor ruso, con quien compartía su aversión por la figura de Pablo de Tarso, del que considera que su predicación “enturbia” el mensaje de Jesús.

Fiódor Dostoyevski resume en el príncipe Mishkin, protagonista de El idiota (1869), una buena parte del ideal cristiano. La ingenuidad del personaje principal es considerada como estupidez por otros personajes de la novela, pero, en realidad solo es un enfermo de epilepsia, que descubre que la verdadera inteligencia abarca también lo emocional y que, en los momentos previos a los ataques propios de la enfermedad, siente cómo su conciencia se ilumina con una luz insólita. Mishkin encarna el sentido cristiano de bondad, el hecho de “hacerse como un niño para entrar en el reino de los cielos” y representa la virtud de la compasión, “la principal, y acaso única, ley de la condición humana”. Como Jesús, el príncipe consagra ciegamente su vida al ideal que ha encarnado.

En Los hermanos Karamazov (1880), Dostoyevski incluyó un famoso relato corto (El gran inquisidor), en el que imagina a Cristo apareciendo discretamente en Sevilla durante los tiempos de la Inquisición española. El gran inquisidor lo apresa, pero, antes de condenarlo a la hoguera, mantiene con él una larga conversación (en realidad, es prácticamente un monólogo suyo), en la que lo critica duramente por traer el libre albedrío al mundo. El relato acaba del siguiente modo: “El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: – ¡Vete y no vuelvas nunca…, nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad. El preso se aleja”.

Ese mismo año de 1880 el escritor estadounidense Lewis Wallace publicó por primera vez su novela Ben-Hur: una historia de Cristo. Relata la historia de un príncipe judío ficticio, Judá Ben-Hur y sus peripecias en la época de Jesucristo, en medio de un mundo en el que se gestaba una nueva fe. Se considera que Ben-Hur es uno de los libros más influyentes en el ámbito cristiano durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras décadas del XX. Se han hecho versiones teatrales y cinematográficas de la novela, siendo las dos películas más importantes las dirigidas por Fred Niblo en 1925, y William Wyler en 1959.

Influido por las lecturas de Tostoi y de los místicos españoles, pero también por El Quijote y los textos bíblicos, Benito Pérez Galdós escribió en 1895 Nazarín, cuyo protagonista es Nazario Naharín, un cura de origen manchego que recorre los arrabales y bajos fondos de Madrid como un misionero errante, acompañado de dos mujeres que recuerdan a las figuras evangélicas de Marta y María.  Nazarín no es un Jesús redivivo, pero habla y actúa según los principios del galileo, fundamentados en los mandamientos del Sermón de la Montaña y de la reivindicación de la vida en pobreza frente al engañoso ideal del progresismo decimonónico, apareciendo a los ojos de los demás como un ser extraño, a mitad de camino entre la locura y la santidad. Nazarín tendría su continuidad en Halma (1895), cuyo personaje central, Catalina de Artal, aparece como impulsora y responsable de una comunidad cristiana, “una ínsula” de carácter agrario, cuyo objetivo es ofrecer una alternativa a la sociedad burguesa fundamentada en la caridad cristiana. Aún habría una tercera novela galdosiana donde afloran intensamente los principios cristianos: Misericordia (1897), retrato de la sociedad madrileña, de la que dice el propio autor: “… me propuse descender a las capas ínfimas de la sociedad matritense, describiendo y presentando los tipos más humildes, la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa, la miseria, dolorosa casi siempre, en algunos casos picaresca o criminal y merecedora de corrección”. Las tres novelas citadas pertenecen al llamado “ciclo espiritual” del autor, que se había iniciado con Ángel Guerra (1891). En 1959, Luis Buñuel haría una adaptación cinematográfica de Nazarín, con el mismo título de la novela, y dos años después, una versión de Halma, bajo el título de Viridiana, que recibió la Palma de Oro del festival de cine de Cannes.

Por su parte, Leopoldo Alas, Clarín, mantuvo una posición fuertemente crítica con la Iglesia católica, pero no fue ajeno a la búsqueda de valores espirituales, también en las enseñanzas de Jesús, cuya voz considera “algo único en la historia”. En una carta a Emilia Pardo Bazán afirma que “Jesús no puede ser Dios, porque eso es una atrocidad”, pero añade: “mi gusto sería tener bastante dinero para poder dedicar mi vida a escribir un libro demostrando que Jesús será el eterno consuelo espiritual de los buenos corazones: una imagen virtual en la historia de los espejos ideales del porvenir” (Carmen Bravo-Villasante). El escritor realista se pone a soñar con el nacimiento de Jesús en Nochebuena en Madrid (1879): “¡Todo era silencio! (…) Se celebraba un misterio inefable (…). San José no decía nada, la mula y el buey se miraban, orgullosos de su huésped. Jesús nació como nace el hijo del hombre”. El autor de La Regenta denuncia que “el ruido vino después, cuando filósofos, teólogos, historiadores (…) quisieron discutir lo indiscutible, hubo alborotos en los Concilios (…) y el estrépito de las batallas en los campos que se cubrieron de sangre”, para concluir que “la infernal gritería no ha cesado”. Además, Clarín subraya que Jesús, al decir que su reino no es de este mundo, abandona la coacción y el poder político y va a la conquista de la sociedad por el camino más seguro: “la perfección de las almas”.