Mucho se ha dicho en los últimos meses de Paz, esa figura todopoderosa en la memoria de México, una figura cuya redondez e imponencia proyectó la fresca sombra bajo la cual se reunieron tantos jóvenes escritores del momento. Menos espacio se le ha dedicado a la memoria de José Revueltas (Santiago Papasquiaro, Durango, 20 de noviembre de 1914-Ciudad de México, 14 de abril de 1976), cuya escritura incendiaria se convirtió durante mucho tiempo en una incómoda espina clavada en las conciencias de los que se obstinaban en mantener la ceguera política, de uno u otro bando.
Como una vez señaló José Carreño Carlón, director del Fondo de Cultura Económica, la obra de Revueltas estuvo por una largo periodo “sometida al ninguneo, el ocultamiento y el silenciamiento” de los abanderados del canon. La ferocidad de su escritura, su militancia y sus múltiples encarcelamientos por motivos políticos, y, en fin, su disconformidad sin concesiones, le hicieron particularmente inasible por el purismo literario, relegándolo al contenedor de la indiferencia o el descuido en el que se arroja lo diferente. Se cumplen cien años de su nacimiento y dentro de poco llegarán a cuarenta los años transcurridos desde su muerte, y sin embargo sus textos siguen teniendo a día de hoy una impactante fuerza expresiva.
Militante y crítico
Hay familias tocadas por el genio del arte, como si éste marcara el ADN con un diseño especial o fuera una ‘enfermedad genética’; Revueltas fue el noveno de doce hermanos entre los que destacó Fermín R. como pintor, Silvestre R. como músico y Rosaura R. como actriz.
Según sus propias palabras, Revueltas escribe desde niño, y también desde muy joven comienza a dar muestra de un radical inconformismo que le cuesta su primer encarcelamiento, con tan sólo 17 años, en las Islas Marías. Tiempo después volverá a ser encerrado en la misma prisión isleña, y es a causa de esta estancia carcelaria que escribe y da título a su primera novela, Los muros de agua (1941), cuya acidez crítica y solidez ideológica se reformula definitivamente dos años después en El luto humano (1943), ganadora del Premio Nacional de Literatura y merecedora del primer lugar en el Concurso Internacional de Novela Latinoamericana.
Revueltas afirmó que la novela “estaba muy cargada de contenido ideológico, o político, pero porque tuvo cierto éxito me fue perdonada por los del partido”. El Partido Comunista al que, con regusto amargo, hace alusión Revueltas, fue un espacio en el que la ilusión y la voluntad de cambio se sustituyeron por la decepción al querer practicar Revueltas lo que en la política tradicional se considera prácticamente un oxímoron: ser militante al tiempo que crítico con respecto a tu propio partido.
En todos los frentes
Revueltas, que luchó en todos los frentes y dedicó más páginas a escritos y ensayos teórico-políticos que a su obra de ficción, fue acusado innumerables veces por su concepción crítica sobre la teoría leninista del partido, juzgado de “liberal pequeño burgués” por sus ideas acerca de la libertad del escritor para publicar sobre temas referentes a la política internacional, y en fin, señalado por unos y otros por resultar su inteligencia de una excesiva y sospechosa riqueza de matices.
Durante el movimiento estudiantil del 68, que desembocaría en la matanza del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, uno de los capítulos más negros de la historia reciente mexicana (plasmado en su ensayo México 68: juventud y revolución) Revueltas fue acusado de ser el “autor intelectual” del movimiento y sentenciado a 16 años de prisión en la cárcel de Lecumberri, un clásico arquitectónico de la época del porfiriato, conocido como el “Palacio negro” por las condiciones miserables en las que vivían los presos.
El aire irrespirable del apando
De tanta entrada y salida en la cárcel, Revueltas debió llegar a Lecumberri con la resignación del castigo rutinario. Podría hasta decirse que el escritor aprovechaba los encarcelamientos para descansar de sus correrías políticas y practicar el tipo de activismo que acabaría sobreviviéndole: la literatura. “La literatura es la más pública y a la vez la más secreta de las artes”, aseguraba el autor que escribió desde dentro de una prisión queriendo apuntar a todas las prisiones invisibles que densamente poblaban el exterior.
De su encierro en Lecumberri tras las acusaciones del 68 germinaría una novela corta que conmocionó a sus lectores inmediatos y que es probablemente uno de los textos más crudos que haya concebido la literatura mexicana de todos los tiempos: El apando.
El apando es la parte de la prisión destinada al castigo de los presos: un lugar en el que el aire respirable se encoge, en el que el instinto de supervivencia y la resistencia humana quedan, decía el verso de Alberti, como “una navaja de afeitar abandonada al borde de un precipicio”. La prosa que Revueltas coloca en el precipicio para describir el apando es, podemos imaginárnoslo, de un lenguaje extremo, violento, cuya concentración y concreción se sitúa al borde sangrante del paroxismo pero sin irradiar sin embargo la afectación ingenua, límite, pretendidamente realista -y no obstante acartonadamente heroica- que caracterizó a la novela de la revolución.
La escritura de Revueltas posee la obscenidad de quien no soporta la corrección política, una crudeza sin pudor que atrapa a personajes repulsivos, como El Carajo, apodado así “ya que valía un reverendo carajo para todo”, y que era “famoso en toda la Preventiva por la costumbre que tenía de cortarse las venas cada vez que estaba en el apando, los antebrazos cubiertos de cicatrices escalonadas una tras de otra igual que en el diapasón de una guitarra”, o escenas inolvidables, como la danza del vientre ejecutada por el Albino, cuyo vientre está tatuado con la imagen de un coito que cobra vida cada vez que el personaje genera el particular movimiento.
La prisión en pantalla
De la impresionante prosa de El apando consiguió extraerse, cosa rara, una estupenda obra cinematográfica a manos del director Felipe Cazals, que comentaba hace poco “la gran satisfacción de que casi cuarenta años después la película siga igual de fresca e inmediata para las jóvenes generaciones mexicanas. Eso, desde luego, está en la obra de Revueltas”.
Al igual que la escritura carcelaria, que ha tenido un recorrido más bien prolífico en la literatura hispánica (pensemos en nuestro Miguel Hernández o en los numerosos cubanos, como Carpentier, Montenegro o Reinaldo Arenas), la representación cinematográfica de la prisión, en la que la película de El apando fue pionera en 1975, ha sido una temática recurrente en los últimos años, sobre todo en la producción española (ahí tenemos la aclamada Celda 211, a la que siguieron Las trece rosas o El patio de mi cárcel); todas ellas tratando de dar cuenta de ese instinto de supervivencia del preso que ha dejado de tener referencias del mundo exterior, todas narrando, como lo hiciera Revueltas, desde dentro, desde la claustrofobia del encierro.
La narrativa de Revueltas, y en particular la de su novela El apando, no sólo denuncia, como lo haría el teórico francés Foucault, los mecanismos que el poder utiliza para la castración y el castigo de las voces disidentes, no sólo apunta a los opresores que fijan las rejas de hierro del mundo, sino que lo hace a través de una prosa que reafirma la capacidad de la palabra para abrir y cerrar las celdas de la mente humana. La palabra que, aunque dé cuenta de un encierro, siempre es palabra en libertad.