Ellos son Los extrañados y lo son porque un día dejaron de encajar en sitio alguno y no les quedó otra que encomendarse a la tarea de convivir con el extraño que habitaba en su interior. Vivieron la experiencia del desarraigo. Llevaron, como nos anuncia Freire en el prólogo, esa “mancha en la frente de quien nunca halla un sustrato firme en que asentarse”. En unos casos, como el de Bergamín, se diría que la mancha se la trabajaron a conciencia durante décadas; en otros, como el de Wodehouse, que sobrevino de una manera más puntual.

Un apestado en Inglaterra

Jorge Freire por Pilar Martín Bravo.

Tan inglés como las cabinas rojas de teléfono, la caza del zorro o el fish and chips, P. G. Wodehouse hizo muy feliz a su público gracias a su talento para la literatura humorística. Y fue así hasta el estallido de la segunda guerra mundial. La expansión del ejército nazi le pilló en Francia y fue trasladado a un centro de internamiento donde descubrieron que no era un prisionero más, que podía prestar servicio a la máquina de propaganda alemana. Quienes le conocieron bien hablaban de un buenazo en toda regla. “El tipo de persona de la que un malvado puede aprovecharse”, como lo definió Ignacio Peyró en su diccionario de la cultura inglesa (Pompa y circunstancia). Y aquí ya sabemos quién que el malvado lucía esvástica.

El autor de El inimitable Jeeves, que no tenía ninguna simpatía por el nazismo, aceptó colaborar con los alemanes, y sus paisanos le hicieron la cruz casi casi hasta el final de sus días. El “peón cobarde” de Goebbels, llegaron a llamarle mientras sus libros salían de las bibliotecas y la BBC prohibía emitir sus obras. “Nunca”, escribe Freire, “pudo probarse que recibiera una sola moneda de los nazis, pero su nombre quedó marcado para siempre”. Acabada la contienda, podía volver a Inglaterra y afrontar la acusación de traición o bien poner rumbo a Estados Unidos como finalmente hizo. El perdón tardaría tres décadas en empezar a llegar, pero menos es nada: llegó y le pilló vivo aunque fuera por poco.

Contradicción andante

Diré que fue tener el libro entre manos y lanzarme de cabeza a la historia de José Bergamín para tratar de saber algo más sobre cómo se las apañaba para resultar a incómodo a tanta gente durante tanto tiempo. Tenía, como reza el título de su parte, “El arte de quedarse solo”. Poeta de la generación del 27 que en sus últimos años simpatizó con la causa abertzale, pero que antes fue secretario de Juan Ramón Jiménez, feroz antimonárquico y católico, fundador y director de la revista Cruz y Raya, partidario de la mano dura en la represión durante la guerra en Madrid, exiliado en varios países durante el franquismo y contrario, cómo no, a los pactos de la Transición (“el consenso de la Transición establece que las aguas deben fluir tranquilas, como un mar en calma. Pero Bergamín solo trae olas bruscas”).

Mosca cojonera venga o no a cuento, ya en democracia descubrió que podía seguir dando la nota y la dio declarando a quien le escuchara que la única resistencia al “franquismo borbónico” estaba en el País Vasco. Como dice Freire, “en su estúpido quijotismo, Bergamín lucha con fuerzas que rebasan su comprensión”. Es, por cierto, uno de los protagonistas de Las armas y las letras. Literatura y guerra civil de Andrés Trapiello, pero nadie lee hoy su poesía ni sus ensayos. Ya lo dice el propio Freire cuando cierra el capítulo recordando que, poco antes de morir, Bergamín había dejado escrito: “cuando me haya ido / olvidadme pronto / con piadoso olvido”. “Y los españoles, obedientes, le tomaron la palabra”.

Héroe popular olvidado

A diferencia de Bergamín, muy seguramente a Vicente Blasco Ibáñez se le lea algo más. Al menos -por la gracia del cine y la televisión- quién no puede citar algún título como La barraca, Cañas y barro, Los cuatro jinetes del Apocalipsis o Sangre y arena. Freire ha contado que su acercamiento al escritor y político valenciano radica en su afán de entender por qué el novelista español más exitoso de la historia tuvo que exiliarse para reencontrarse con su patria. Cuesta creer la precocidad casi adolescente que esta fuerza de la naturaleza gastaba tanto para lo político (“mezcla de idealismo republicano y odio anticlerical que vendrá en llamarse blasquismo”) como lo literario aprendiendo pronto “los rudimentos de la novela popular y la destreza para hacer diálogos funcionales con que llenar páginas en poco tiempo”.

Está claro que se preocupaba más por salir bien parado de un duelo a muerte o incitar con eficacia su última revuelta que por contentar a los críticos más exquisitos (aunque lo intentara a medida que iba cumpliendo libros) o neutralizar las envidias que despertaba entre sus colegas el éxito popular de sus novelas. Hace un siglo en Estados Unidos el libro más vendido después de La cabaña del tío Tom era una ficción –Los cuatro jinetes del Apocalipsis– escrita por el hijo de un comerciante valenciano. Tenía ese don tan deseable que tienen tan pocos escritores: saber lo que el público quiere en cada momento. No le perdonaron el éxito y decidió comprarse una villa en la Riviera Francesa… para convertirla en un espacio cuya decoración (un busto de Cervantes, azulejos traídos de Sevilla…) evocara España de un vistazo y en donde arraiguen los naranjos. “¿De qué sirve ganar el mundo si se pierde el alma? Ha perseguido sin descanso el éxito que soñó de niño y ahora el arcón rebosa de tesoros relucientes que sacian su hambre”.

Exiliada en su propio hogar

Si la de Blasco Ibáñez es la vida más panorámica de las escritas por Freire, leyendo la de Edith Wharton la sensación predominante es que la conoce al dedillo. De hecho, su primer libro, publicado hace diez años, es una biografía de la autora de La edad de la inocencia.

Aquí el bandazo que conduce a la extrañeza lo encontramos en la decisión de Wharton de huir sin marcharse. ¿Es eso posible? ¿Y huyendo de qué? De un marido energúmeno, irascible e infiel, para así poder escribir historias que contengan mujeres emancipadas y autosuficientes con espíritu europeo como el que ella quiso y acabó teniendo. “A diferencia de otras mujeres que habían tenido que abandonar el hogar para hacerse fuertes, ella había hecho de su casa un fortín y una tronera. Donde había una jaula hay ahora un refugio”. Un refugio para ella y una suerte para sus lectores.


Los extrañados | Jorge Freire | Editorial Libros del Asteroide | 224 páginas | 18,95 euros

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