Más allá del fenómeno editorial que ha supuesto (cientos de millones de personas en todo el mundo lo tienen por su libro de cabecera o hacen de él una lectura asidua), la mayoría de los estudiosos coincide en que el Nuevo Testamento (y la Biblia en su conjunto) es el libro que más ha influido en la historia de Occidente, incluso por delante de títulos tan significativos como La Odisea, La Divina Comedia, Hamlet, El Quijote, Fausto, En busca del tiempo perdido o La metamorfosis.
Entre los escritores que han abordado de una u otra manera la figura de Jesús de Nazaret con hondura variable los hay mediatizados por su doctrina y quienes abordaron su trabajo literario como un mero ejercicio de prosa narrativa; existen autores que, con mayor o menor intencionalidad, han tratado de adentrarse en el terreno de la fe y, en cambio, otros han dejado huellas de un considerable escepticismo; hay textos que subrayan en mayor o menor medida el compromiso político y social del Nazareno y los hay que son puras expresiones de admiración hacia sus hechos y decires.
A lo largo del tiempo, a Jesús se le ha visto como un profeta o como el mesías esperado, como un sabio (maestro) o un simple predicador, como paradigma del hombre ejemplar o como un iluso reformador moral, como un revolucionario social, un malogrado líder político o simplemente como un indignado que contrapuso la solidaridad y la misericordia frente al orden social establecido.
Revolución moral
Johann Wolfgang von Goethe sostenía que el cristianismo fue una revolución moral a partir de una revolución política fracasada, mientras que Friedrich Nietzsche afirmaba: “En el fondo solo ha habido un cristiano, y ése murió en la cruz”, haciendo el siguiente retrato idílico de Jesús de Nazaret: “Él no opone resistencia, ni con palabras ni en el corazón, a quien es malvado con él… No se encoleriza con nadie, ni menosprecia a nadie. No se deja ver en los tribunales, ni se deja citar ante ellos (…), no hace responsable a nadie”.
El polifacético Jorge Luis Borges planteaba la buenaventura de quienes son capaces de guardar en la memoria palabras de Cristo (también de Virgilio), porque “darán luz”. Por su parte, Augusto Monterroso, maestro del cuento breve, subraya de manera irónica y desde una postura radicalmente anticlerical que, sin escribir una sola palabra, “las ideas que Cristo nos legó son tan buenas que hubo necesidad de crear toda la organización de la Iglesia para combatirlas”. En fin, el novelista y premio Nobel Albert Camus, uno de los grandes referentes del existencialismo, confesaba que le amaba porque “lo mataron por amar”.
En el terreno de la novela y del cuento, y también en el de la poesía, algunos escritores se han propuesto como objetivo principal crear un relato humanizado del personaje trazado en los textos bíblicos, mientras que otros se han planteado nuevas interpretaciones ficcionales o han tratado de explorar otras alternativas literarias. Por otra parte, hasta ahora, no se ha podido escribir una verdadera biografía de Jesús y lo más probable es que no se pueda escribir nunca, dada la dificultad de encontrar documentación histórica y la inexistencia de escritos del propio Jesús, herramientas imprescindibles para la construcción biográfica.
Riqueza literaria
Tampoco la naturaleza de los evangelios y del resto de textos del Nuevo Testamento permite la reconstrucción de una biografía en el sentido moderno, aunque los libros evangélicos sí puedan proporcionar al lector la posibilidad de captar las grandes líneas de su mensaje y de su actuación. No obstante, el Nuevo Testamento, como también el Antiguo, han sido y siguen siendo fuente de inspiración y un filón narrativo para muchos creadores, incluso para la construcción de distintos tipos de “ficciografías”.
El Nuevo Testamento es un conjunto de 27 libros, dispares entre sí, aunque mantienen una unidad de fondo. Esta diversidad hace imposible una lectura única al tiempo que proporciona una gran riqueza literaria. Seguramente fueron escritos entre el año 51 y el año 135 de nuestra era y constituyen el testimonio más antiguo de la llamada “literatura cristiana primitiva”. 21 de los 27 escritos son Cartas, de las cuales 14 (siete de ellas con fundamento) son atribuidas al legado de Pablo de Tarso, que fue el primero en hablar por escrito acerca de Jesús. El resto pertenecen a los cuatro Evangelios (los tres sinópticos y el de Juan), al libro de Hechos de los Apóstoles (considerado como una segunda parte del Evangelio de Lucas) y al Apocalipsis.
Hay estudiosos que consideran que la interpretación de los textos bíblicos no debe estar sometida a condiciones distintas de comprensión que las de la literatura en general, existiendo entre ellos quienes estiman más clarificador estructurar el Nuevo Testamento de acuerdo con los planteamientos históricos y de crítica literaria. Esta nueva mirada presenta un sentido diferente y puede resultar más interesante si cabe, como pone de manifiesto Antonio Piñero en su reciente obra Los libros del Nuevo Testamento. En cuanto a la cuestión de los géneros literarios, tenida por algunos como un mero afán de encasillamiento por parte de los académicos, se considera que la mayoría de los escritos del Nuevo Testamento son, por su propia naturaleza, géneros en sí mismos: Evangelio, Hechos, Epístolas y Apocalipsis.
Transmitir el mensaje
Las Cartas o Epístolas eran una forma de escritura habitual en la literatura griega clásica que los primeros cristianos asumieron como propia a la hora de comunicar y transmitir el mensaje de Jesús. La principal característica del género epistolar neotestamentario reside en su estructura literaria, que sigue el esquema: saludo inicial, en el que se especifica a modo de encabezamiento el remitente y el destinatario (una persona o una comunidad) antes de pasar al saludo formal, expresado en forma de deseo o de fórmula de fe; apartado de acción de gracias; contenido de la carta o cuerpo, de extensión variable, según el asunto a tratar, pero fundamentalmente dirigido a la doctrina y a la exhortación de su cumplimiento, y despedida, incluyendo saludos al destinatario y personas próximas, así como una bendición final y/o alabanza a Dios.
No obstante, los textos incluyen diferentes modismos literarios, como sentencias, enseñanzas, discusiones breves, diatribas, oraciones, himnos y cánticos; hay veces que contienen pasajes de gran lirismo y, en muchos de ellos, se recurre a la metáfora, al proverbio, a la pregunta retórica o a la paradoja. El primero que utilizó la carta como género literario en la literatura cristiana primitiva fue Pablo de Tarso, cuya primera carta a los Tesalonicenses es, en realidad, el primer escrito del Nuevo Testamento (hacia el año 51). A la vista del éxito de su escrito, Pablo puso en marcha la elaboración de nuevas cartas a otras comunidades y llevó a otros discípulos, como Pedro, Santiago, Judas y Juan, a imitar la fórmula epistolar. Se considera la Carta a los Romanos como la obra maestra de los textos paulinos. Para George Steiner, las epístolas de Pablo “siguen siendo una obra maestra de la retórica, de alegoría empleada con fines estratégicos, de paradoja y de juicio mordaz”.
Novedosa creación
El libro de Hechos de los Apóstoles, o quizás sería más adecuado llamarlo Hechos de Apóstoles, se centra más en la difusión del mensaje cristiano y en dar cuenta de la experiencia, los acontecimientos vividos y la expansión de las comunidades cristianas primitivas, siendo la finalidad última plantear un modelo de conducta a la luz de la doctrina evangélica.
Si bien es verdad que el libro es considerado en la actualidad como continuación del evangelio atribuido a Lucas, es necesario reconocer su diferencia con respecto al resto de los escritos del Nuevo Testamento y subrayar que se trata de una novedosa creación literaria, que tiene continuidad en algunos textos apócrifos posteriores.
El libro de los Hechos muestra cómo, a la muerte de Jesús, sus seguidores se concentraban en dos grandes grupos: el de Galilea, del que probablemente surgió la Fuente Q, y el de Jerusalén, más numeroso que el anterior, en el que participaban tanto los judíos autóctonos como los de fuera, que ya tenían como lengua materna el griego en lugar del arameo; antes del año 40 el movimiento se había extendido a Damasco y Antioquía y hacia el año 50 había llegado a Roma, donde se sabe existía ya una importante y creciente comunidad en la etapa final del mandato de Claudio.
Literatura apocalíptica
El libro del Apocalipsis refleja la revelación dada por Jesucristo a Juan (identificado tradicionalmente con el apóstol y evangelista Juan, desterrado en la isla de Patmos), en forma de misivas dirigidas a las iglesias primitivas del Asia Menor para fortalecer a sus miembros en la fe de Cristo, hacerlos perseverar en la esperanza de la parusía y consolarlos en los duros momentos de su persecución, haciéndoles ver que nada tienen que temer del diablo, vencido ya por Cristo.
La literatura apocalíptica tiene sus raíces en el Antiguo Testamento (entre otros textos, se pueden encontrar sus huellas en los libros de Daniel, Zacarías y también en pasajes de los de Isaías, Ezequiel y Joel) y, de alguna manera, puede decirse que nace de la profecía. La obra de Juan parece haber sido escrita a finales del siglo I, pero la corriente literaria apocalíptica se extendió hasta el siglo III.
El libro del Apocalipsis es uno de los textos bíblicos que ha suscitado más controversia a lo largo de la historia y alguno de sus apartados, como el que dio origen a la ideología milenarista (Ap 20, 3), ha tenido un impacto considerable en la cultura occidental. Aun cuando la materia que trata es a un tiempo histórica y escatológica, el punto de vista de la obra es trascendente: la lucha del bien contra el mal. Sin embargo, lecturas realizadas de una manera literal, superficial o interesada de sus narraciones han dado lugar a interpretaciones ajenas a la intención de su creador, a ser tratado desde claves distintas a las que fue escrito o a falsear su mensaje, aunque quizás en ello haya tenido que ver el hecho de que el autor del libro habla en visiones, utiliza símbolos de significación diversa, plantea lo contemplado o escuchado a través de imágenes, alegorías o metáforas y escribe discursos de sentido figurado, jugando con el lenguaje y con los números.
El Jesús terrenal
Aunque los distintos escritos neotestamentarios a los que hemos aludido anteriormente han proporcionado episodios, figuras, personajes y una fuente de referencias metaliterarias a la literatura universal, la verdad es que añaden poco al Jesús terrenal, que es el tema central que tratamos de abordar en estos artículos. De ahí, que en las páginas que siguen nos ocupemos fundamentalmente de los cuatro Evangelios canónicos, si bien es verdad que algunos de los Evangelios apócrifos, que muestran aspectos ocultos de su vida, también han alimentado una apreciable literatura a lo largo de la historia.
Evangelio quiere decir “buena noticia”. Su redacción y elaboración literaria tiene como finalidad transmitir que la vida y el mensaje de Jesús es un acontecimiento mesiánico y de salvación. Los evangelistas tratan no de hablar ellos, sino de hacer hablar a Jesús a través de sus escritos y, aunque intercalan datos narrativos de carácter histórico, social, religioso y cultural, sus obras no se pueden considerar como «vidas» de Jesús en el sentido clásico, pero tampoco como meras colecciones de historias y dichos al modo y manera de los memoriales.
Por esta razón, no son pocos los investigadores que consideran que los Evangelios canónicos pertenecen y configuran el “géneroevangelio”, aunque dentro de cada uno de ellos se pueden encontrar distintas formas literarias, como discursos, dichos, parábolas, diálogos, alegorías, acontecimientos históricos, relatos milagrosos y la historia de la Pasión, que podría ser considerada, por sí sola, una forma literaria distinta.
Sin embargo, hay otros muchos autores que son contrarios a considerar los Evangelios canónicos como un género literario distinto dentro de la literatura griega antigua y contemplan el “géneroevangelio” simplemente como una variante de la antigua biografía de época helenística, “el de los hechos y dichos de un personaje notorio, aunque con dos características propias: el contexto semítico y la singularidad del personaje, divino o casi divino” (José Montserrat).
Griego y judío
En efecto, tanto los evangelios como el resto de los textos del Nuevo Testamento, cuyos manuscritos originales se han perdido irremisiblemente, están íntegramente escritos en griego común (koiné), por lo que forman parte de la historia de la literatura griega antigua, aunque no se puede negar que también están impregnados de la literatura judía del siglo I, en especial las parábolas de Jesús, aun cuando hayan sido retocadas por los evangelistas.
Por tanto, a pesar de que tradicionalmente se haya caracterizado a los evangelios como un género literario en sí mismo, cada día son más los investigadores que hablan de ellos como un cruce entre las biografías populares de tipo helenístico (bioi, vidas) y las biografías históricas (historiai, historias), más cercanas a la historiografía helenística y judía. Sin embargo, a diferencia de las biografías de entonces, los evangelios se ocupan más de ensalzar al personaje, su representatividad y su función que de describir su vida o detallar aspectos personales, como su aspecto físico, su carácter, su formación o sus virtudes. Quizás podría decirse que se trata de “biografías con rasgos propios”. Sea como fuere, de lo que no cabe duda es que constituyen uno de los grandes jalones de la literatura universal.
En el último siglo existe un consenso prácticamente unánime en que Marcos fue el iniciador del género literario de los evangelios y que, detrás de él, llegaron de manera sucesiva los escritos de Mateo, que incorpora dichos de la Fuente Q, de Lucas, cuyo texto es el más completo y literario, y de Juan, el “Evangelio del Verbo”, el más enigmático y simbólico, el de mayor carga teológica a la hora de describir la vida, pasión y muerte de Jesús.
José Ortega y Gasset ya se expresaba en estos términos en los años veinte del siglo pasado: “Hoy es general la opinión de que San Mateo y San Lucas proceden de San Marcos, si bien ambos usan, además, otra fuente perdida para nosotros, compuesta de ‘dichos’ y ‘sentencias’ de Jesús. Colecciones de este género debió de haber muchas antes de los Evangelios. La predicación obligaba a formar estas antologías de frases divinas, de narraciones de milagros, de escenas ejemplares espumadas de la vida del Señor. El trabajo que hoy ocupa a los historiadores del Evangelio se desprende claramente de esta situación. Retrotraídos los demás sinópticos al libro de San Marcos, y reconociendo en éste una redacción de conjunto hecha sobre las primeras colecciones de ‘dichos’ y ‘hechos’, la cuestión está en separar la redacción de lo redactado”.
Objetivo: persuasión
Los evangelistas podían haber elegido otras formas literarias para comunicar su mensaje, como fue el caso de Pablo de Tarso (cartas) o del filósofo griego Platón (diálogos), o bien, algún otro registro. Sin embargo, cada uno a su modo, eligió la narración centrada en el personaje de Jesús, en la relación de éste con sus discípulos y seguidores, en su predicación acerca de la inminencia del Reino de Dios, que desembocará en su muerte y, según la creencia de sus seguidores, en su posterior resurrección. No hay que olvidar que el objetivo principal de los autores de los evangelios es la persuasión de sus lectores en el mensaje de salvación de Jesús, por lo que los acontecimientos de la vida del Nazareno y su enseñanza no pueden ser tratados de una forma meramente biográfica e histórica.
En cualquier caso, la trama narrativa en los evangelios es de carácter episódico y de naturaleza fragmentada. Es verdad que la enseñanza y los discursos de Jesús reciben tanto espacio como los eventos narrativos, pero la historia general es el marco dentro del cual la predicación del maestro tiene lugar. Aunque el ordenamiento del material es parcialmente temático, la organización es más o menos cronológica, y los cuatro evangelistas combinan con mayor o menor intensidad, dependiendo de cada uno de ellos, tres ingredientes principales: la enseñanza y predicación de Jesús (lo que dijo y enseñó); las acciones de Jesús (lo que hizo) y la respuesta de la gente y de las autoridades judías y romanas a Jesús (lo que otros hicieron). No obstante, dedican la mayor parte de sus textos a los días finales de la vida de Jesús: celebración de la Pascua judía, prendimiento, juicio, crucifixión, muerte y resurrección.
Hay que tener en cuenta que durante la segunda mitad del siglo I y la primera mitad del siglo II debieron circular por Oriente Próximo y el mundo grecolatino varias decenas de evangelios diferentes, de los cuales se seleccionaron los cuatro mencionados por considerarse los más fidedignos, aunque esta consideración sea un juicio de valor. El término “apócrifo” no equivale a inauténtico o falso, sino a todo escrito que debe mantenerse oculto de cara a su lectura pública, mientras que el carácter de “canónico” es una categoría que la Iglesia Católica concede a los escritos que juzga como “inspirados por Dios” y que, por tanto, son más adecuados para explicar y difundir su doctrina. No obstante, los evangelios no canónicos también han sido fuente de continua inspiración para la tradición oral y la literatura escrita.
Finalmente, no se debe olvidar que los cuatro evangelios son posteriores a las cartas de san Pablo, que es, si no el fundador, sí el estructurador del cristianismo en torno a su mensaje de fe profunda: Jesucristo es el hijo de Dios, que ha muerto en la cruz y ha resucitado. De alguna manera, los cuatro evangelios llegados hasta nosotros se ven influenciados por la teología de la cruz y de la resurrección paulina.
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