Un pudor, por otro lado, que tampoco me acabo de explicar. Porque sí, puede que esta sea una columna sobre el libro y sus aledaños; pero anda que no hay excusas para ensanchar esos aledaños, y hacer hueco –sin perder nunca el tono elevado, el look and feel cultureta– al culo y la torerita que hacen las delicias de la nación.
Lo que les va a librar es la certeza de que, en algún rincón de este gran país, ya hay unas precarias manitas tecleando un texto que se pondrá a la venta bajo el título Chanel: mi historia. Quizás sean las mismas manitas que están tecleando Alcaraz: mi vida. Esas manitas trabajan para acercar el día en que pueda hablarles de Chanel en esta columna sin traicionar mi conciencia. Mientras tanto, ocupémonos de la Feria.
La Feria del Libro de Madrid es una cita de eso tan amplio llamado “agenda cultural”, el santoral de sustitución que ritualiza la vida moderna. Y está bien que aún haya cosas que nos ritualicen, siquiera un mínimo. Sant Jordi anuncia la Feria, la Feria anuncia el verano: nos van cortando la existencia en trocitos masticables, que no se haga bola. El ser humano quizás pueda vivir sin creencias ni advocaciones, pero no sin la señalética, el balizado.
Así que la Feria va de esto. Pero la excusa –siempre hace falta una excusa– nos la ofrece el libro, el encuentro con los autores y, sobre todo, las novedades. Es la ocasión para informarnos de qué títulos triunfarán y para enterarnos de qué otros llevan meses haciéndolo. No vayamos a quedarnos en blanco en nuestra búsqueda de lecturas playeras.
Y, entre las novedades que reclamarán los focos este año, está La señora March (Lumen, 2022). Novela debut de Virginia Feito escrita originalmente en inglés; lo que, siendo Virginia Feito del mismo Madrid, algunos han considerado un rasgo de exotismo; y otros, de visión comercial. Sin descartar, tampoco, motivos literarios: es sabido que Conrad prefería el inglés a su polaco materno porque la limitación que le imponía le alejaba de barroquismos. A Feito, seguramente, le aleje del concurso de acreedores; algo que, para un escritor novel, no es poco logro. Y que yo no me siento inclinado a criticar, aunque no me apetezca mucho que marque tendencia.
La faja advierte que su autora es la nueva Patricia Highsmith, pero qué va a decir la faja. Nosotros vemos un planteamiento interesante, una prosa de fácil pasar, un resultado un tanto enlatado. Están rodando ya la peli.
Son las baldas de ensayo las que concitan, esta vez, mi interés. Ya he hincado el diente a España fea (Debate, 2022), de Andrés Rubio (periodista de amplia trayectoria en los suplementos de viajes y cultura de El País).
En su libro, Rubio aborda una cuestión que siempre me ha parecido tan alarmante como poco atendida: la vertiginosa degradación de nuestro patrimonio estético. Un patrimonio que incluye paisajes naturales, pero también urbanos.
Me gusta resaltar esto segundo. Porque se habla, y con razón, de la codicia del constructor que amenaza la riqueza ecológica; pero no tanto de la ocurrencia del alcalde, del narcisismo del arquitecto, del súbito espíritu de ahorro del edil, que desbaratan, poco a poco, la atmósfera de nuestros centros históricos, depositarios de la identidad y memoria de nuestras ciudades. Y sepultan su ajardinamiento, que nos los hacen habitables durante la canícula.
Esta España fea es una digna sucesora de la España vacía. Incluso puede que, de manera análoga a esta, evolucione en la noción España afeada. Que, en su sutil señalamiento del complemento agente, se hace más animada, porque crea ese ambientillo de cadalso erigiéndose que tanto nos gusta.
Resulta, con todo, un concepto inocuo, al no ser –al contrario que el de España vacía– fácilmente politizable. No en vano, los moradores de la España fea están obligados, para poder sacar cualquier rédito a su agravio, reconocerlo primero. Esto es: declarar fehacientemente, ante el país y el mundo, que su patria chica es fea de cojones.
Lo cual es imposible que suceda en el país de la rivalidad local, del derbi inacabable. “Teruel existe” o “Soria ¡Ya!” son nombres de partidos concebibles. Pero “Albacete hiede” o “Coslada, ¡vaya full!” no lo acabo de ver. Seguramente, porque a la fealdad familiar nos volvamos irremediablemente ciegos; o, acaso, porque la belleza no sea, en proporción no desdeñable, otra cosa que costumbre.
Pero la mención al lanzamiento más esperado pertenece, sin duda, a Hazte quien eres (Deusto, 2022), del filósofo Jorge Freire. El lector desavisado que se imagine, tras este título, un indulgente texto de autoayuda, se llevará una sorpresa, –quién sabe si un sobresalto– al toparse con un autor en las antípodas de tal género.
Porque, como demostrara en su anterior ensayo –el aclamado Agitación (Páginas de espuma, 2020)– Freire es un experto en suscitar preguntas, y zaherir al que se duerme en los laureles del lugar común. Con una erudición que deslumbra, y una sorna que llega al desternille, Agitación nos conminaba a examinar nuestras actitudes y, en suma, nuestra existencia. De Hazte quien eres no esperamos menos.
Con la firma de Freire, precisamente, leí hará unas semanas un artículo que –se me ocurre ahora– nos sirve como oportuna profilaxis ante la Feria y su carrusel de novedades. Se nos advierte, en él, contra la obsesión por estar al día. Y se nos sugiere que, quizás, prefiramos llegar tarde. A ciertos sitios. En ciertas ocasiones. Dejar que sea el tiempo, más fiable que nuestro propio apresurado juicio o intuición, el que decante, de entre todo lo nuevo, aquello que es atemporal, universal y –por ello– valioso.
No me parece un mal consejo; yo procuro seguirlo. Eso sí: nunca sobra un refresquito; una pizca de color. Un aderezo, si se quiere, de culos y toreritas.