No cabe juzgar épocas pasadas con los ojos del presente. No lo hacen ni Chuck Klosterman en Los noventa (2023) ni Juan Sanguino en Cómo hemos cambiado (2020). Juzgar no pero sí poner el foco en episodios que unas veces cuentan en qué medida hemos ido a mejor (o a peor) y otras veces nos ayudan a entender algo más nuestra actualidad. Moralmente suele gustarnos reexaminar el pasado con los valores actuales pero lo difícil, como dice Klosterman, es comprender cómo se vivieron las cosas en el momento en que se produjeron. Aun así, es inevitable que quien no estuvo allí se pregunté cómo pudo pasar algo así. Sucede incluso que se lo preguntan, nos lo preguntamos, quienes estuvimos. De eso van estos diez tuits imposibles.
“Lo peor que podías ser era un vendido y no porque venderse quisiera decir que había dinero de por medio. Venderse quería decir que necesitabas ser popular, y cualquier deseo explícito de aprobación bastaba para demostrar que eras lo peor”. Así describe Klosterman un elemento definitorio de la década, especialmente en el campo musical, seguramente como respuesta a lo que fueron los ochenta. No obstante, no es exclusivo de esos años. Ha pasado siempre y seguirá pasando eso de tachar de vendidos a grupos que te gustaban cuando tenían pocos seguidores y te hacían sentir especial. Al hacerse masivos te convierten en uno más y eso se vuelve intolerable. A Mick Jagger le daba igual que te quejaras en los sesenta y así hasta hoy. A Kurt Cobain, no. “Habíamos crecido admirando a las bandas de punk y pensando que todos esos grupos que aparecían en las listas de éxito del pop daban vergüenza… y de repente éramos uno de esos grupos”. Esta frase del líder de Nirvana es de 1993, dos años después del exitazo de Nevermind y un año antes de que se quitara la vida con una escopeta dejando huérfana de mesías a la Generación X. No fueron los únicos que practicaron la autoflagelación sin dejar, al mismo tiempo, de ir tomando las decisiones oportunas para triunfar.
Una locura la de Cobain que habría que tratar de entender a la luz del peso que tenía entonces la autenticidad. Esa es la que cultivó el rapero Tupac Shakur y llevó demasiado lejos: interpretó un papel cuya lógica poco menos que pedía un final violento. Algo similar sucedió con otro gigante del hip-hop con el que estaba públicamente enfrentado, Notorious B.I.G. Cada uno en la costa y la compañía discográfica opuestas. A diferencia de Nirvana, no hacían ascos al éxito pero todos eran almas torturadas que entraron en una dinámica igual de absurda. “Cuesta entender”, escribe Klosterman, “que una abstracta rivalidad geográfica se saldara con el asesinato de las dos mayores estrellas del género, pero eso fue lo que ocurrió. Se habían convencido a sí mismos de ello”.
La serie de televisión que empezó a cambiar nuestra relación con las series de televisión se estrenó en los noventa pero su efecto es posterior. La llegada de Los Soprano no es, para nada, la irrupción de la calidad en televisión que asociamos al cine pero hasta que llegó no se analizaban con la intensidad con que se hizo a partir de entonces. Si te perdías un capítulo de algún culebrón tipo Dallas o Dinastía, te daba rabia pero no era un drama. En cierto modo no pasaba gran cosa porque las series podían ser importantes pero no tenían prestigio, o al menos el prestigio que iban a tener en el nuevo siglo. Dallas dejó de emitirse en el 91 y Los Soprano se estrenó en el 99. Lo que ocurrió entre ambas fechas lo resume así Klosterman: “Lo que cambió fue la validez de implicarse emocionalmente en lo irreal”. En los noventa, la década de Friends y Seinfeld, aún reinaban las inercias y se veía –porque sí, por no buscar el mando– la serie o programa que iba después de la que realmente nos gustaba.
Dieciséis meses seguidos flipando, gracias a la televisión, con todo lo que rodeó el caso O.J. Simpson, la estrella del espectáculo y exjugador de fútbol americano, acusada de haber matado a su mujer y a su amante en 1992. La cuestión del racismo cobró tanta importancia que antes del veredicto (“no culpable”) el 70% de los blancos estadounidenses creían que Simpson era el asesino mientras que el mismo porcentaje de afroamericanos lo consideraba inocente. No tuvo coartada pero sí el cuajo de publicar poco después un libro titulado Si lo hubiera hecho en el que explicaba cómo habría cometido el crimen de haber querido hacerlo. Klosterman: “Es quizá la única persona que ha escrito unas memorias sobre cómo habría matado a unas personas que aseguró una y otras vez no haber matado. Muy pocas cosas podrían hacer parecer a Simpson más culpable de lo que es, salvo llevar a una cámara encima en el momento de la decapitación”.
1992. Un año antes de convertirse en el cuadragésimo segundo presidente de Estados Unidos, siendo entonces Gobernador de Arkansas, Bill Clinton, acudió al programa 60 minutes con su esposa Hillary para admitir públicamente que la había engañado con otras mujeres. La propia Hillary declaró estar a su vera porque lo quería y le respetaba por todo lo que habían pasado juntos. El gesto en cuestión le benefició a él y, ya en el siglo XXI, no fue precisamente algo ventajoso cuando ella intentó el salto a la Casa Blanca en 2008 y 2016. Bill Clinton volvió a caer de pie tras saberse que había tenido una relación inapropiada –nueve encuentros sexuales sin llegar a tener una relación completa– con una becaria de 22 años de nombre Monica Lewinsky a la cual muchos estadounidenses consideraron culpable de lo que había pasado.
Al menos en España, la pasión por el boxeo –más allá de los verdaderos aficionados– no ha vuelto a ser tan popular como lo fue en los años noventa y en décadas anteriores. Seguro que buena parte de los que aguantaban de madrugada para ver cuántos segundos –que no minutos– tardaba Mike Tyson en ganar por KO si son hoy preguntados por algún combate concreto responderán que el del mordisco a Evander Holyfield. Fue en el tercer asalto de una pelea de revancha en 1997 por el título mundial. A Tyson no le estaban saliendo las cosas como quería y en su desesperación optó por mutilar a su oponente con los dientes. Holyfield saltaba de dolor sin dar crédito. La oreja en la lona superó –porque pudimos verlo– al trozo de pene –porque había que imaginarlo– que acabó en una carretera y que un rato antes Lorena Bobbit le había rebanado a su adúltero marido con un cuchillo de trinchar pavo. Fue en el verano del 93. La policía lo encontró en buen estado y un cirujano excelso se aprovechó de que el tajo era limpio para reconstruir el destrozo. De hecho, John Wayne Bobbitt pudo dedicarse un tiempo al porno. Volviendo al boxeo, lo más alucinante de todo es que Tyson intentó alguna dentellada más antes de ser descalificado.
No sabemos si Pedro Almodóvar se arrepiente poco, nada o mucho de la escena pretendidamente divertida de la violación de su película Kika de 1993. Lo que sí parece bastante seguro es que hoy el cineasta no habría rodado esa escena. Al menos de esa manera. Recuerdo que Antonio Muñoz Molina, que estuvo en el estreno, escribió escandalizado una crónica en El País. “La literatura, la pintura, el mejor cine, con frecuencia son crueles, en la Iliada, en la Comedia de Dante y en las tragedias de Shakespeare hay carnicerías feroces, en los cuadros de Goya o de Francis Bacon se muestran en carne viva los límites peores del sufrimiento, en muchas películas imborrables suceden violaciones y crímenes. Pero en todas esas obras no sólo hay crueldad: también hay, al mismo tiempo, horror mudo y sobrecogido ante ella y respeto hacia las víctimas”. Y se despedía con un mensaje: “El mejor comediante es el que sabe que de ciertas cosas nadie tiene derecho a reírse”.
A lo enunciado en el tuit solo se puede añadir lo que escribe Sanguino: “El hecho de que, sin ser una canción que le gusta particularmente a nadie, sus primeros acordes consigan que gente de cualquier país, raza, edad o condición social reaccione embarcándose en una danza colectiva, gozosa y repetida en bucle, la convierte en un fenómeno sin precedentes. Su efecto se parece más al ritual de una tribu que a cualquier otra coreografía del pop (la gente que no había nacido en 1993 se arranca a bailar la Macarena mientras que bailar Saturday Night es un marcapáginas generacional). Y por eso suena más plausible explicar la Macarena mediante un análisis sobrenatural, como la teoría de que las pirámides fueron construidas por extraterrestres, que tratar de analizarla con objetividad”.
Sorpresa sorpresa era un programa de Antena 3 que consistía en eso, en sorprender a alguien en riguroso directo, es decir prácticamente sin su permiso, buscando la emoción del sorprendido con el reencuentro del algún familiar o con la presencia de alguien famoso. En 1999 lo presentaba Concha Velasco y pasó lo que en realidad no pasó pero tuvo a todo un país comentando la jugada. Resumido viene a ser esto: con varias cámaras ocultas, el cantante Ricky Martin se escondió en un armario para darle la correspondiente sorpresa a una fan y la sorpresa se la llevó él al ver cómo la chica al llegar a casa cogía un bote de mermelada, se lo untaba en sus partes íntimas y llamaba a su perro para que merendase. La clave de que aquel rumor, que tenía versiones en otros países, circulase con tanta eficacia la da Juan Sanguino cuando escribe que fue porque ocurrió cuando tenía que ocurrir: “No podía haber ocurrido diez años antes, cuando no habían llegado las cadenas privadas, con su filosofía del ‘todo vale por la audiencia’, y el público todavía consideraba la televisión (es decir, TVE) un espacio seguro, de decencia, valores y prudencia. Tampoco podría haber ocurrido diez años después, cuando internet habría quemado el origen del bulo, su propagación y su desmentido en cuestión de horas”.
Podríamos cerrar la lista con la corrida de toros de 1994 en la que Jesulín de Ubrique toreó exclusivamente para mujeres; o con el éxito, dos años después, del sencillo Toda extraído de su primer disco. O con algunos programas de Telecinco. Pero cuesta más creer, en tiempos de TikTok, que a finales de los noventa inauguramos una revolución en ese momento incompatible con la rapidez y al mismo tiempo tan veloz. Como dice Klosterman, controlábamos la tecnología más de lo que la tecnología nos controlaba a nosotros pero a cambio debíamos tener la paciencia del santo Job. “Es posible imaginar un futuro lejano en el que el único logro que la mayoría de las personas asocien con los noventa sea el auge fundacional de internet. En parte tiene que ver con la velocidad a la que se produjo: mientras que la Revolución industrial se desarrolló a lo largo de cincuenta años, la Revolución de internet necesitó solo diez”. Aunque al principio fuera a pedales.
Los noventa [1]
Chuck Klosterman
Traductor: Ana Camallonga
Editorial Península
496 páginas
21,90 euros
Juan Sanguino
Editorial Península
320 páginas
17,90 euros