Si la lectura de los libros de caballería llevó al hidalgo Alonso Quijano a convertirse en el caballero andante don Quijote de La Mancha en busca de aventuras, la lectura de las principales obras de la literatura árabe, como Las mil y una noches, y de los más importantes libros acerca del predominio de la cultura islámica en España, impresionaron hondamente la cálida imaginación de Álvarez de Sotomayor hasta el punto de transfigurarse, mediante una vívida y vivida ensoñación, en el sultán Ozmín el Jaráx, dueño y señor del califato del mismo nombre que hizo levantar en su finca del paraje de Calguerín.
Allí, en ese “imperio feliz de mis amores”, trató de vivir más en los espacios de la ilusión y el espíritu románticos que en la realidad dura y descarnada del día a día, buscando, eso sí, una relación casi fraternal, utópica en aquellos días (y, seguramente, siempre), entre propietarios y labradores.
Sus momentos de gloria literaria los vivió en Madrid: la lectura de su poemario Rudezas en el Ateneo (marzo de 1921) y la representación por parte del famoso actor Enrique Borrás de su obra dramática La Seca en el Teatro Español (abril de 1923).
Además de la escritura, su otra gran afición fue la música, que le acompañó hasta el final de sus días y en la que demostró una gran habilidad, sobre todo en el arte del laúd.
Mis memorias, obra inédita del poeta y dramaturgo cuevense, ha visto la luz, tras permanecer oculta durante más de 70 años, gracias al impagable trabajo de Pedro Perales Larios, el principal estudioso de su obra, y a la generosidad de Julia Llera Martínez, bisnieta del poeta, que ha puesto a disposición los escritos en el convencimiento de que no podían quedar en el olvido por más tiempo.
La publicación ha corrido a cargo de Arráez Editores SL, coincidiendo con el 25 aniversario de su nacimiento, una auténtica proeza en el medio rural español conseguida gracias al tesón y al entusiasmo del historiador Juan Grima Cervantes.
Se trata de un documento imprescindible para conocer a uno de los autores más importantes del llamado “costumbrismo regional”, la corriente o género literario que, hincando sus raíces en el romanticismo, se fue desarrollando a la par que los nuevos movimientos literarios durante la última parte del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, dejando claras reminiscencias en los paisajistas de la generación del 98, aunque también alimentándose de ellos, la novela realista y la literatura de viajes.
El mérito principal del costumbrismo consistió no solo en “la gracia del estilo”, tal y como reclamaba Mariano José de Larra, sino también en la recuperación de auténticos tesoros etnográficos, como los usos, costumbres y folclores tradicionales, y una rica y variada lexicografía que estaba perdiéndose como consecuencia de la Revolución Industrial y el éxodo de las gentes del campo a la ciudad.
El costumbrismo tuvo sus más destacados escritores en Ramón de Mesonero Romanos (Madrid), Joan Maragall (Cataluña), Eduardo Pondal (Galicia), Marcos del Torniello (Asturias), José María Gabriel y Galán (Extremadura), Vicente Medina (Murcia) o Serafín Estébanez Calderón y el propio José María Martínez Álvarez de Sotomayor (Andalucía), autor clave a la hora de extraer toda la jarosita lingüística, literaria y cultural de esa “Andalucía murciana” que constituye el territorio del Levante almeriense.
Introducción y estudio preliminar
Junto al texto de quien dice sentirse “apegado al terruño como árbol que no puede vivir arrancadas sus raíces del suelo” y confiesa que “mis libros han seguido su trayectoria sin salir de la ruta marcada en el primero, de exaltado amor a mi tierra”, el libro contiene un imprescindible y valioso estudio preliminar de Perales Larios fundamentado en su amplísimo y profundo conocimiento del autor. No en vano, Perales, que es doctor en Filología Románica y catedrático jubilado de Lengua y Literaturas españolas, ha dedicado una parte importante de sus días y muchas horas arrebatadas a su sueño a recuperar y dar valor a la obra de Sotomayor, destacando entre sus numerosos trabajos el impulso de la edición en 1997 de las Obras Completas del escritor de Cuevas del Almanzora.
Perales Larios conoce mejor que nadie quién es Sotomayor, el hombre y el poeta, su compleja y extravagante personalidad, sus debilidades humanas y sus virtudes, la niebla de su vida con sus penas y alegrías embozadas, pero también el qué, el por qué y el cómo de sus escritos poéticos y dramáticos, sus aciertos y desaciertos, así como los sabores y sinsabores provocados por la crítica literaria.
Con este equipaje se adentra con competencia no solo en el análisis del texto memorístico y con referencias extraordinariamente útiles a la obra general del Poeta Sotomayor, sino también en la época y en las circunstancias históricas, sobre todo las relativas al entorno regional de la Axarquía almeriense, en la que vivió y gestó el escritor su apreciable producción literaria, dentro de la cual ocupan un lugar principal la colección de poesías regionales Rudezas y el drama en verso La Seca.
Los apuntes y apreciaciones del investigador resultan una interpretación solvente para guiar al lector de Mis memorias, completando así la memoria y el olvido (no existe la una sin el otro) de Sotomayor y ofreciendo un texto de excepcional calidad literaria, por momentos incluso superior a la de su paisano.
Sus notas y consideraciones señalan la importancia del relato, que va mucho más allá de lo que dice el poeta (“es un relato que me hago a mí mismo, algo así como un desahogo del espíritu”), su valor en el contexto de la obra general de Sotomayor y la emoción que a él mismo le produce. Perales sabe, como Cicerón y Quintiliano, que lo que caracteriza fundamentalmente la teoría de la narración son tres cualidades: la brevedad, la claridad y la verosimilitud, y en ellas pone todo su empeño con verdadera precisión.
Memorias o Autobiografía
1880 y 1947. Esas dos fechas delimitan la vida del escritor. Nadie ignora que incluyen acontecimientos históricos cruciales: las dos guerras europeas, la revolución rusa, la pérdida de Cuba y Filipinas y la guerra incivil española. Pero también incluyen el auge y decadencia no solo de Cuevas del Almanzora, sino de todo el Levante almeriense, en consonancia con la explotación y declive de las minas de plomo argentífero de Sierra Almagrera. Sin duda, todos estos acontecimientos, junto con la situación patrimonial y el ambiente familiar, caracterizado por la tradición militar, por una parte, y la artística, por otra, influyeron notablemente en la vida y en la obra de Sotomayor.
Quizás el mejor retrato que podamos encontrar de él antes de la profunda herida de la guerra española sea el que realiza Diego San José en el prólogo de Alma campesina, publicada al comienzo de los años 30: “José María Martínez Álvarez de Sotomayor es un hidalgo andaluz de los de rancio abolengo que vive apartado de la vorágine del mundo en su rincón solariego de Cuevas del Almanzora, en tierra de Almería; no tiene más afanes que el amor de los suyos, el cuidado de su hacienda y la devoción fanática al suelo en que se meció su cuna. Es regionalista por temperamento, por convicción de su espíritu y por la fuerza de la sangre, pero sin el desprecio ni el rencor hacia la patria grande de que hacen cínico alarde otros regionalistas, sórdidos con el pequeño tesoro de su feudillo y de cuya política antiespañola más vale no acordarse. El terruño en que vive y se desplaza don José Martínez Álvarez de Sotomayor era rico en tiempo no muy lejano; ahora es pobre, tan pobre que se muere de hambre y de sed, sin que el cielo quiera darle un poco de agua. Y cuando todos huyen de la miseria y de la desolación, emigrando a otros lugares allende el mar, Sotomayor como un buen hijo se queda abrazado a la madre para llorar con ella, para consolarla con sus cantares y mentirle la esperanza que él no abriga en su pecho, de que volverán los días prósperos y felices, llenos de abundancia y alegría. Pero él a solas no deja de llorar como irremediable el bien perdido; se recoge en su huerto, y sobre los bancales secos y los tallos marchitos exprime, por decirlo así, la poesía que tiene el campo, las pesadumbres, las alegrías y las angustias de la gente campesina, y las cuaja en estrofas admirables; bravías como el suelo que las inspira y ardientes como el sol que las abrasa”.
La Guerra de 1936 supuso un punto de inflexión en la vida y en la obra de Sotomayor, que ya no fue el mismo: “He de decir con harto sentimiento de mi alma que ni en el delirio de una pesadilla pude soñar que fuese España capaz de tanto crimen y de tanto horror”.
Pepe Soto podría haber hecho suya la frase con la que el maestro Chaves Nogales abre el extraordinario prólogo de A sangre y fuego: “Yo era eso que los sociólogos llaman un «pequeño burgués liberal», ciudadano de una república democrática y parlamentaria”. Aunque su talante seguramente fuera más conservador que el del gran periodista sevillano y algunas de sus ideas podían resultar verdaderamente anacrónicas, Pepe Soto se había mostrado como un antifascista y un antirrevolucionario, tanto por temperamento como por convicción, pero “la mala fe y el encono de mis desafectos y malquerientes” entre los hunos y los hotros rompió su hogar, le hizo vivir las experiencias más duras y desagradables y puso su propia vida al borde de la catástrofe.
Los mismos textos de sus libros fueron motivos para ser maltratado por ambos bandos. Resulta bastante simbólico que el final de la guerra le pillara en el cementerio, visitando la tumba de su esposa Isabel, la fuente de sus cantares, muerta poco tiempo antes: “Hasta allí llegaba el rumor del pueblo que moría al pie de las cruces que señalaban los enterramientos. Y pasaron las horas de alegría del pueblo que acrecentaron en mi alma el dolor de la falta de ella y, cuando poco antes del oscurecer fui a retirarme a mi casa, me encontré con que el sepulturero se había marchado dejando cerrada la verja del cementerio”.
En cuanto a la obra literaria, Sotomayor no es fácil de encuadrar en alguna de las corrientes o generaciones de la primera mitad del siglo XX. El periodo anterior a la guerra española y, por tanto, el más largo de su vida, se inicia con un tono romántico, pronto virado al modernismo neorromántico, inspirado en el mundo árabe y en la realidad paralela que intentó construir en el Califato de Calguerín (Mi Terrera), y sigue con el costumbrismo realista, como consecuencia de una progresiva toma de conciencia del estado de injusticia y desigualdad del campesinado, a pesar de su condición de propietario agrícola (Rudezas, La Seca y Alma Campesina).
En este sentido hay quien considera que la visión con la que Sotomayor nos presenta el paisaje y el paisanaje de su tierra está más cercana a la del campesino como guardián de los valores intrahistóricos unamunianos que a ninguna otra. A partir de la contienda bélica, ese camino cambia de rumbo y toma la senda de la poesía castellana, de corte academicista, atendiendo a los motivos más variados (Isabel, Místicas), aunque en Los Caballeros del Campo vuelva a dar la voz a los labradores y, al mismo tiempo, tratar de reivindicarse como el amo que todo campesino desearía tener. Su último libro, Romancero del Almanzora, resulta algo más trivial.
El valor de la obra de Sotomayor va más allá de su estética y calidad literaria, alcanzando los campos filológico y etnográfico, como bien señala la investigadora Joan Pierson Berenguer.
Uno de sus méritos es el hecho de recoger y de transmitir a la posteridad el habla de los campesinos de la cuenca baja del Almanzora, esa insólita variante lingüística en la que se describían y comentaban los hechos cotidianos, los modos de vida y, en definitiva, la cultura de una comarca singular, caracterizada por unas tierras tan ahítas de sol como faltas de agua. Gracias a su labor, muchos vocablos han podido salvarse de caer en el olvido. Valgan, como ejemplo, estos versos de La Seca:
“Denda que tuvemos aquella derrota,/ dos años van secos, pero arremataos:/ sinque escurra el cielo maldecía la gota,/ sin que naza guierba ni pa los ganaos./¡Que más que en los hondos ni la grama brota!// Sin pial siquiera van los gorriones,/esesperaícos, faltos de comía,/ en bandás pa’l pueblo como exhalaciones,/ y al irse nus dejan el alma encogía/ y se ponen tristes nuestros corazones.// Los soles y el viento m’han desquebrajao/ astiles y trillos: to lo qu’es maera./ Crujen los postigos: s’agrieta el arao,/ y zurren a cañas d’una rastrojera/ los palos de olivo del viejo chambao.// Y el probe que pierde la esperanza y peca,/ ¡ni pa que tampoco presine su frente,/ si a Dios s’ha golvío, tie agua en la cieca!/ Y si va a la fuente, no hay agua en la fuente,/ y si va a la cimbra, la cimbra está seca….”.
Mis memorias es una obra peculiar, tanto por la forma como por el fondo. Se compone de dos tomos: el primero es el más extenso y fue redactado entre el verano de 1943 y finales de 1945, sigue en lo posible un orden cronológico y está dividido en 29 capítulos, que van desde la infancia hasta dos años antes de la muerte del autor y en cuya última etapa recoge su segundo casamiento, el desencanto con las nuevas autoridades políticas surgidas tras “la liberación”, incluido el desasosiego por la sentencia a muerte de un hermano, y la amargura que le produjo su autodestierro a la cercana ciudad de Vera ante el desafecto mostrado por sus paisanos, “sin el consuelo de una voz siquiera que me dijese no te vayas”; el segundo tiene como objetivo principal hacer una pequeña ampliación para solucionar “la grave falta de haber dejado en el tintero anécdotas que he recordado después de acabados los capítulos donde deberían quedar encajados”.
Aunque la obra presenta algunos altibajos y decae en algún momento, hay páginas de gran belleza, como muestra esta breve descripción del campo: “El campo no tiene noche; es un día eterno que entorna sus párpados entre dos crepúsculos y en su aparente inercia tiene también el movimiento infinito del mar.// En el campo se ama como se aman los pájaros, por mandato imperioso del Creador. De ahí que sus casas sean nidos desparramados bajo la sombra de los árboles, y sean sus decires ráfagas de fuego que expresan su amor en cánticos de silencio que solo oyen sus propios corazones”.
En fin, Mis memorias resulta un libro imprescindible para los estudiosos de la obra del Poeta Sotomayor, necesario para los interesados en el costumbrismo regional y los movimientos literarios de las primeras décadas del siglo XX y placentero no solo para quien ya conozca o se acerque este verano a la Axarquía almeriense, sino también para el lector general.
Obra de Sotomayor
Poesía: Rudezas, poesías regionales (1921); Alma Campesina, poesías regionales (1930); Isabel, poesías de corte amoroso (1944); Los Caballeros del Campo, poesías regionales (1944); Místicas, poesías religiosas (1946).
Teatro: La Seca, drama rural en un prólogo y tres actos en verso (1923); Los Lobos del Lugar, drama político-social en tres actos en verso (1924); La Enlutaíca, tragedia rústica original en tres actos en verso (1925); Entre Parrales (1935); Pan de Sierra, episodio dramático en tres actos en verso (1928).
Obras Completas (1997).
Más información. Museo José María Martínez Álvarez de Sotomayor