Fue hace justo un lustro, cuando nos llegó aquella deslumbrante e inolvidable carta de presentación que fue Los fabulosos Frank, la memoria de una familia diferente a todas. No es que fuera singular o directamente excéntrica, que también; es que rozaba lo inaudito. Nos la creemos porque es real. Si nos la cuenta en una ficción cerramos el libro por poco creíble. Merece la pena recordarlo y hacerlo de su mano, tal y como él y sus hermanos lo recitaban cuando tenían que explicar a los extraños ese totum revolutum en el que crecieron:
“Un hermano y una hermana se casaron con un hermano y una hermana.
Como la pareja mayor no tiene hijos, la menor le presta los suyos.
Las dos familias viven a tres manzanas de distancia, en Laurel Canyon.
Y las abuelas viven juntas en un apartamento al pie de la colina”.
Diremos que Michael Frank es el hijo “prestado” al matrimonio sin descendencia y que ese matrimonio lo integran Irving Ravetch y Harriet Frank Jr., una pareja de guionistas que está detrás de algunas de las mejores películas de Martin Ritt, caso de Hud, El largo y cálido verano, Hombre o Cartas a Iris y de otras cintas con otros directores tan extraordinarias como Con él llegó el escándalo de Vincent Minnelli. Una dupla brillante, que resulta irresistible para un crío sensible como era Michael, pero también progresivamente insoportable a medida que va haciéndose adulto y ellos van envejeciendo más mal que bien. Como sus tíos cuando escribían una historia para Hollywood y se aseguraban de tener un buen personaje, el autor sabe que tiene uno que es oro molido para fascinación de sus lectores: el retrato de Harriet Jr., a la que los conocidos llaman Hankie o Hank, es lo mejor de un libro que ella atraviesa de principio a fin.
Manipuladora, arrogante, arrolladora, dominante, egoísta pero también talentosa, enérgica, generosa, creativa, inimitable, Hank es una máquina de consejos impagables y corrosivos, de frases lapidarias, cabreos antológicos y caprichos de estrella. “Sentar la cabeza es limitarte, vivir tu vida entre las sombras. No sientes la cabeza jamás, ¿me oyes? ¡Jamás!”, le recuerda a su sobrino. También le dice más de una vez “yo no creo en el cansancio”, “no me interesa la enfermedad” o “ya habrá tiempo en la tumba para dormir”.
Ella fue la primera y seguramente la más demoledora crítica literaria que tuvo y tendrá Michael Frank. Ella le animó a llenar folios antes que nadie y le destruyó muy poco después hasta paralizarle. Así, le afea escribir sobre emociones que no ha vivido, a resultar falso y trabajar con estereotipos, a crear menos arte que artificio. Huelga decir que no hay artificio alguno en las páginas de Los fabulosos Frank: hay emoción de ley y una dolorosa lucidez. El acoso escolar que padece el propio Michael, sus primeras parejas y viajes a Europa, sus más y sus menos con sus padres, la historia de sus abuelas y hermanos, todo eso y más, incluido su tío Irving, no pueden sino orbitar alrededor de un personaje tan poderoso como la tía Hank.
Autor de cuentos, Michael Frank vuelve a la distancia larga con su primera novela. Lo que falta es la confirmación, por si hiciera falta, de la perspicacia y sutileza con que este extraordinario narrador puede escribir de cualquier vida humana, real o inventada, en un contexto de entorno familiar problemático. Aquí, los protagonistas son tres neoyorquinos: un padre, especialista en medicinar reproductiva, y un hijo, a punto de iniciar sus estudios universitarios, que quedan prendados de una mujer culta y madura durante unas vacaciones en Florencia. Ella es Costanza Ansaldo, una italoestadounidense que atraviesa una etapa emocionalmente complicada tras la muerte de su marido y sus dificultades para ser madre.
Puede que Frank sea demasiado exhaustivo y no se deje en el tintero ni uno de los anhelos y frustraciones –y pruebas médicas de rigor– que acompañan un proceso de fecundación in vitro pero eso no perjudica la fluidez de un relato que mantiene el interés en todo momento y de forma creciente hasta la última página, a la vez que nos hace pensar en el paso del tiempo a la luz de la paternidad, la religión, el arte, el suicidio… y lo complicado que es hacer un buen pesto fuera de Italia.