—Lo más visto no significa lo más leído. Igual que tú miras pero no observas —Mendoza, como siempre, tan amable—. Además, es más que legendaria la mediocridad del ser humano y su gusto por la simplicidad, Santi.
—Hombre, pues muchas gracias por llamar mediocres a nuestros lectores; y a mí simple.
—Es una descripción, no un juicio de valor, no te ofendas. No irás a decirme que estás mostrando lo mejor de tu capacidad literaria en estas líneas, ¿verdad? Eso sí que me ofendería a mí —es verdad que vuelco a modo de diario mis recuerdos inmediatos en estos relatos, sin tiempo ni fuerzas para revisarlos como debería, sin preocuparme mucho por cómo contarlo, sino por hacerlo rápido para que ustedes sigan nuestra vida, para entretenerles si es posible; pero la crudeza de mi amigo me atravesaba como quien clava alfileres en la mantequilla—. Son relatos sencillos, sin riqueza de vocabulario, sin recursos literarios más allá de alguna pobre metáfora. Si eso es lo más leído de un diario de arte y cultura…
—Pues será que lo que cuento es interesante en sí mismo, sin importar cómo lo cuento —a ver si halagándole y alimentando su ciclópeo ego le acercaba a mi terreno, vano intento.
—Será que la gente es mediocre. ¿Sabes cuáles son las páginas más vistas de un periódico de información general? Las que dicen culo, tetas, porno y cosas así. Y si metes a un famoso por medio tienes el éxito garantizado. Pon en un titular que Cristiano Ronaldo se opera el culo, y anuncia que tienes las imágenes del antes y el después, y tienes millones de visitas aseguradas.
—No me irás a comparar nuestros relatos con el culo de Ronaldo…
—Hablábamos de las páginas vistas, ¿no?
—Pero mira: la gente nos envía emails y escribe comentarios. Nos han propuesto volver a poner música; me parece buena idea. Y hasta nos han creado una sección en el diario: Misterio por entregas. Me gustaría que lo vieras como las novelas por entregas de Sir Arthur Conan Doyle. ¿Por qué el éxito tiene que ser malo? ¿Si a la gente le gusta es mediocre?
—Eso no es una regla, pero podría serlo, porque la estadística así lo dice. ¿Por qué triunfa la telebasura? Quitando Gran Hermano no hay casi nada decente en la televisión. ¿Siguen poniéndolo? No veo la tele hace tiempo, ¿sabes?
—¿Que te gusta Gran Hermano? —mi lógica sorpresa fue contundentemente cortada.
—Y tú me hablas de Conan Doyle, tu ídolo, tu referencia, tu maestro… Por favor, Santi, tú sabes mejor que yo que él despreciaba a su personaje, que lo mató y ocho años después lo tuvo que resucitar porque sus lectores, más mediocres que él, se entretenían con sus historietas en lugar de disfrutar de sus novelas históricas tan cuidadosamente trabajadas…
—¡No puedes despreciar de esa manera a la gente por no pensar como tú!
—Oh, qué gracioso, Santiago —se encendió el cigarrillo que se había liado mientras se había apagado sobre el cenicero el anterior a medio consumir—. ¿No es eso exactamente lo que hace todo el mundo? ¿No criticas tú a este país por votar lo que vota cuando no te gusta el resultado? ¿No te indignas por que me entretenga con Gran Hermano? ¿No alabas a los que leen a Emmanuel Carrère y desprecias a los que leen a Dan Brown? —aspiró una profunda calada de su cigarrillo y parecía disfrutar de cómo cada molécula de nicotina se expandía por su cuerpo, y lo expiró—. Ese complejo de superioridad intelectual tan común en el ser humano es tan ridículo cuando le acompaña la mediocridad… Ver el funcionamiento de vuestros vulgares y anodinos cerebros es aburrido, y que sintáis admiración por algo dentro de ese universo de mediocridad es… —miró al techo buscando la palabra adecuada— siniestro, diría yo.
Me desarmó y me fui a mi habitación con el rabo entre las piernas, no sin antes percatarme por el olor de que no era tabaco lo que estaba fumando mi amigo. ¿De dónde diablos lo había sacado?
Me quedé pensando sobre estos relatos, de usar y tirar tal vez, con los que comparto con ustedes pedacitos de nuestras vidas . Es cierto que no son pretenciosos, que a menudo ni siquiera los releo y el director de hoyesarte.com [1] se ve obligado a corregir las erratas o cosas peores. Pero si a alguien le entretiene, ¿por qué ha de ser malo? ¿Dónde se ubica la mediocridad? ¿Quién se atreve a juzgarlo? Aquí habrá expertos en arte que sabrán explicarlo, pero yo confieso mi incapacidad. Si algo me gusta, lo disfruto; y si no me gusta o no lo entiendo me da igual que me digan que es excelso. El Ulises de Joyce me parece un soberano coñazo. Hala, ya lo he dicho. Un poco de música para la desescalada de la tensión con mi querido amigo:
Más allá de las reflexiones sobre la calidad del arte y el concepto de mediocridad, nuestra vida (confinada) continúa. Esta semana está siendo bastante movida. Y creo que podré trasladarles, especialmente a aquellos que no conozcan en profundidad a Ernesto Mendoza, cómo trabaja su cerebro. Creo que lo que ha ocurrido en estos días resume bien lo que he llamado ‘El método Mendoza’.
El domingo, apremiado porque había que escribir algo para hoy (jueves) y no tenía nada, y ya que no teníamos en casa ningún niño con el que salir a pasear por la calle, le pedí a mi compañero de piso que me explicara todo lo relacionado con el asesino del tapicero, su forma de desenredar la madeja, sus inteligentes procesos deductivos, el delicado tejido argumental que le llevó de pequeñas pistas insignificantes para cualquier mortal a la conclusión irrevocable de la identidad de un asesino; pero me enfrenté, como casi siempre, con el muro de su soberbia.
—Demasiado fácil, Santi, déjalo.
—Pero no podemos dejarlo así, hay que explicar cómo supiste que el enfermero había asesinado a cuatro mujeres y al tapicero.
—Ya te lo dije. Es que no solo no observas, tampoco escuchas.
—No, lo siento, estoy seguro de que no me has contado cómo lo adivinaste.
—En primer lugar, amigo Santiago, yo no adivino nada. ¿Es acaso adivinanza decir que si tiro este vaso de cristal al suelo se romperá? —tuve que recurrir a mi habitual arqueo de cejas acompañado de un suspiro entre la desesperación y la aceptación de su planteamiento—. Lo que ocurre es que a los ojos del ignorante todo lo desconocido parece magnífico: Omne ignotum pro magnifico. Y en segundo lugar, sí te lo dije: lo escuché todo. Mi sentido del oído funcionó siempre y oí en todo momento al enfermero. Ya te lo dije.
—¿Escuchaste los cinco asesinatos? —protesté—. ¿Acaso los radió?
Y entonces Mendoza se levantó de su sillón de orejas y se fue a su cuarto sin despedirse, sin gesticular. Cerró la puerta sin mirar hacia atrás y me dejó en el salón sin capacidad siquiera de quejarme por su explícito desprecio. Parecía que iniciábamos una nueva forma de concluir nuestras conversaciones.
Al día siguiente, el lunes, cuando desperté, Mendoza no estaba en casa. Había dejado mi cartera abierta, sin tarjetas ni dinero, sobre la mesa del salón, de manera indisimulada. Me lo imaginé paseando por las calles, cruzándose con niños en bicicleta o en patinete que habían surgido 24 horas antes como las setas en otoño. Probablemente sería multado, en el mejor de los casos solo por saltarse el confinamiento y resistirse a la autoridad, que lo haría. No era improbable que le detuvieran. Habría que volver a tirar de contactos para sacarle.
Sobre las diez y media de la noche apareció en casa. Entró totalmente colocado, vestido con una especie de túnica negra, sombrero y la máscara de la peste con forma de pico de pájaro que había llevado en su propio velatorio y que se quitó enseguida para dejar ver sus ojos teñidos de rojo. Yo estaba hablando por videoconferencia con Gala y nos tomábamos un vino “juntos”. Como tenía enfocada la cámara del ordenador hacia la puerta, le vio entrar y a su vez Mendoza vio en la pantalla del ordenador la figura de Gala con la copa de vino en la mano.
—Holaaaaaaaa —canturreó mientras se acercaba con torpeza a la mesa en la que estaba el ordenador—. ¡Hola, Galaaaaaaa! —empezó a saludar efusivamente con su mano derecha a un palmo de la cámara y un perro empezó a ladrar al otro lado.
—Hola, Ernesto, encantada de conocerte —respondió Gala, como si tuviera enfrente a una persona normal.
—Dile a Perry que se calle, no te oigo bien —balbuceó Mendoza, al que yo no había mencionado el nombre del perro en ningún momento—. Deberías dejarte llevar por ese libro, Gala, pero sin analizarlo; es lo mejor de García Márquez, lo único que merece la pena en realidad, pero si lo tratas como un libro de historia no lo vas a disfrutar —le costaba vocalizar, era un borracho de manual—. Y me gustaría escuchar el Canon de Pachebel, pero en la guitarra, eh.
—Pero, ¿cómo sabes…?
—No te acuestes tarde, que mañana hay clase y examen. Buenas noches.
—Santi, tenemos un caso —me lanzó cuando se dirigía a su cuarto—. Mañana te cuento —se metió en su habitación, cerró la puerta y no volví a verle hasta la mañana siguiente. Y como el perro dejó de ladrar, me quedé hablando con Gala, que comprendió por fin muchas de las cosas que le había contado sobre Ernesto Mendoza y nos terminamos la media botella de vino que cada uno se había propuesto beber.
El martes se levantó temprano. A las ocho me desperté y le encontré sentado en el salón escuchando la radio. Se había acostumbrado a escuchar a Alsina cada mañana, porque en la residencia ponían Onda Cero a todas horas. Y se sentía cómodo con el sonido de fondo de la tertulia, con Marisa Cruz, Carmen Morodo, Antonio Casado y Rubén Amón, y antes con la entrevista ese día al secretario general de la OCDE, Ángel Gurría, intentando defender al Gobierno español sin que le entrara la risa floja. Le puse un café a Mendoza y, a su estilo, no me anduve con rodeos:
—Cuéntame todo lo que sabes de Gala.
—¿Todo? —me miró con su indisimulada condescendencia—. No creo que quieras saberlo todo. Si te refieres a nuestra conversación de anoche, creo que lo recuerdo todo, pero no estoy seguro. Me debió de sentar mal algo que comí.
Parecía que mi amigo había desarrollado, al despertar del coma, una nueva habilidad: el sentido del humor.
—Sí, habrá sido el gazpacho de 40 grados—protesté—. ¿Cómo supiste el nombre del perro, lo de García Márquez, lo de la guitarra…?
—¿Pero no recuerdas lo que te dije? Te lo dije, ¿no? Tenemos un caso. Y ya sabes el dicho: El trabajo es el mejor antídoto para las penas, mi querido Santi. ¿Y no tienes curiosidad por saber lo que hice ayer en Barcelona? —¡para una vez que no le pregunto!—. Pues detuvimos a un asesino en serie. Ya ves, los malos no descansan ni en el Estado de Alarma; un asesino en serie de vagabundos en Barcelona, ahora estaba leyendo lo que publican los medios, siempre tan poco rigurosos. Mira —me mostró la información de la Cadena Ser que estaba en su tablet [2]. [2]
—Vale, ahora me lo cuentas, pero dime por favor cómo supiste todo lo de Gala —no pude resistirme a indagar. Honestamente, para el nivel de habilidades sociales de Mendoza, debo reconocer que fue incluso amable con ella, pero sentí la curiosidad que imagino que comparten conmigo—. Dímelo, ella es mi…
—¿…novia? —me ayudó a terminar. Y aunque es probable que cuando lea estas líneas publicadas sea la primera vez que ella escuche (metafóricamente) esta palabra de mis labios, no voy a borrarla—. Bueno, veamos, es tan fácil como casi siempre; ya sabes que lo que más me cuesta es explicarlo. Intenta explicarme tú por qué te abalanzarías sobre mí si me vieras meter un recipiente de metal en el microondas o descríbeme el proceso mental que te lleva a pensar que una mujer muy agraciada y medio desnuda que pasea por la calle con un tipo sucio, feo y viejo en callejuelas cercanas a la Gran Vía es una profesional del sexo; y, sin embargo, lo harías.
Antes de que pudiera replicarle, agachó la cabeza, apoyó el codo derecho sobre sus rodillas y hundió en sus ojos los dedos índice y pulgar masajeando los párpados y tratando de concentrarse para explicar los pasos que había seguido su cerebro en la vídeoconversación con Gala la noche anterior.
—Hay una cosa que tienes que entender. En este momento de la Historia la estupidez se manifiesta de manera sublime, más que en cualquier otro momento. Hoy tenemos las redes sociales, tenemos Google, tenemos la inteligencia artificial… Seguir el perfil de Instagram o de Facebook de Gala es como leer su diario personal. ¿Sabes cuál es su foto de fondo en Facebook? Esta —y me la enseñó.
—¿Sabes quién es?
—No —me sonaba la imagen pero no la relacionaba con ninguno de los perfiles de las redes sociales de Gala. La verdad es que no uso mucho esas cosas.
—Yo tampoco lo sabía, pero es un ornitorrinco. Es una especie de mascota superinteligente de unos chicos de la serie de dibujos animados Phineas y Ferb. Muy divertida, por cierto, he aprovechado para ver unos capítulos.
—¿Y? —¿a dónde quería llegar este hombre?
—Alguien que admira a un personaje de este tipo hasta el punto de usarlo como imagen de apoyo en su perfil público en una red social, ¿no sería factible que usara su nombre para su propia mascota? —ladeé un poco la cabeza, cediendo un poco a su argumento— Y el ornitorrinco se llama…
—Perry —entregué mi bandera blanca, aunque todavía quedaba lo mejor.
—Por cierto, tú has estado mucho tiempo en su casa. ¿También has dejado allí tu cepillo de dientes?
—Sss, sí —balbuceé.
—Claro, cómo si no Perry se habría acostumbrado a tu voz. Cuando yo hablé comenzó a ladrar, pero cada vez que hablabas tú estaba tranquilo. Te conoce lo suficiente para que le resultes familiar y aquí no ha venido el perro, no hay ni un pelo de animal, quitando los que puedan quedar en tu ropa.
Sí, claro, pensé; así de fácil.
—Creo que no terminas de entenderlo —se levantó de repente y caminó apresuradamente hasta la ventana. Acércate —le obedecí y ambos miramos a la calle—. Observa lo que ves durante un minuto.
—¿Es un examen, profe? —bromeé, pero Mendoza ya no respondió; observaba a través del cristal y traté de hacer lo mismo. Intenté retener cada detalle a mi alcance.
—Bien, cuéntame, ¿qué es lo que has visto? —preguntó al cabo de un minuto que se hizo eterno.
—Vale —intenté ordenar los recuerdos que me había esforzado en retener—. Desde aquí se ven unos veinte coches aparcados y dos motos en la acera —mi amigo asentía con una mueca que podría simular incluso ilusión—. He visto pasar a cuatro personas en este minuto. Tres de ellas llevaban mascarilla. De las cuatro, dos eran mujeres y dos hombres. Las mujeres iban paseando a sus perros. Los hombres llevaban bolsas en las manos, imagino que iban a la compra. Ha pasado el camión de la basura. Y en el edificio de enfrente he visto a un tipo salir a fumar un cigarro al balcón —aunque mi entonación ascendente parecía querer decir que seguiría hablando, realmente no tenía nada más que decir, y mi compañero me miraba con cara de póker; sabía que era inevitable que me humillara una vez más.
—Como recopilación de datos, no es exhaustiva, pero todo es correcto —una vez más caí en el error de pensar que ahí podía acabar esa conversación—. Yo habría añadido varios detalles, si me permites. Yo he alcanzado a ver 23 coches aparcados y seis que han circulado. Tal vez no repararas en alguno que se movía por la calle perpendicular y del que solo se podía ver su sombra en nuestra calle. De los 23 que están aparcados, alrededor de un tercio tienen más de 10 años de antigüedad y te podría hablar de los dueños de todos ellos.
—¿Ah, si? ¿De quién es este rojo, por ejemplo? —no me pude resistir, soy tan estúpido.
—De Carlos y Ana, un matrimonio joven con tres niños. La madre de Ana tiene alzheimer y a Carlos le despidieron hace poco, lo cual es una verdadera faena con un bebé tan pequeño en casa —me fijé en la silla de bebé que había en el asiento del copiloto, ¿pero qué ocurría con todo lo demás?—. De las cuatro personas que has visto, la mujer que paseaba el Westy es vecina de Carlos y Ana y tiene muy mal humor. Es viuda pero no le salen las cuentas; sus seres queridos, probablemente sus hermanos, le han sugerido que se mude de casa, pero ella no quiere, ella quiere estar en su casa, aunque eso le obligue a usar ropa vieja y gastada.
—Solo una cosa —le interrumpí, a sabiendas de que debía elegir bien mis bazas, porque Mendoza no me iba a explicar cada detalle de sus descubrimientos—. ¿Por qué sabes que le han recomendado mudarse y ella no quiere?
—Santi, a veces me impresiona que sea precisamente en lo más simple en donde encuentres el mayor misterio —abandonamos la ventana y volvimos a sentarnos en el salón—. Doña Carmen se ha detenido un segundo frente al escaparate de la inmobiliaria, como si quisiera ver los anuncios de las casas en venta o en alquiler; enseguida ha reanudado la marcha, pero ha dudado y ha hecho el ademán de volver, porque estaba pensando en que debía hacerlo, debía volver atrás y ver los anuncios; y sin embargo no lo ha hecho. Luego alguien, no ella, entiende que es mejor que se cambie de casa; y es alguien que le importa porque si no fuera así rechazaría la idea sin dudarlo. Dado que finalmente no ha hecho lo que debía es porque no está de acuerdo con esa recomendación: ella quiere quedarse en su casa —le miré con admiración—. Dime ahora, Santi, ¿seguimos hablando de la calle o de Gala? No me pidas todo porque perdemos aquí toda la mañana.
—De Gala, de Gala —estaban claras mis prioridades—. ¿Cómo supiste…?
—Veamos —me cortó y volvió a masajearse los párpados en la postura de El Pensador—. Por lo que vi anoche, Gala tiene un piano de cola en su casa, nada menos que un piano de cola, no lo tiene cualquiera. ¿No me digas que no te has fijado en eso? —me sonreí—. Además, tenía las teclas al descubierto; alguien lo ha tocado recientemente. Y como estamos confinados ha de ser alguien que viva en la casa. Sus hijos son muy pequeños y más bien brutos, sus clases de Solfeo no van por buen camino, te lo advierto, Santi. Así pues, ella toca el piano. Y sobre el piano se veía un libro de partituras de Pachebel, partituras para piano. Sin embargo, sus dedos…
—¿Qué les pasa?
—Cuando me saludó con la mano tan cerca de la cámara, vi que los dedos de pianista de su mano izquierda tenían incipientes callos, casi heridas, en las yemas de los dedos índice, anular y corazón; eso es propio de quien se inicia en la guitarra. Al pisar las cuerdas se debe formar el callo, dicen que duele mucho. Ella está empezando a tocar la guitarra o retomándolo después de muchos años. Y si está practicando en el piano las piezas de Pachebel, sin duda lo hará también con la guitarra. Lo del Canon es más que evidente. ¿Quién no lo conoce? Eso sí, te recomiendo esta versión con guitarra eléctrica —me mostró su móvil un vídeo de youtube—. Brutal —dijo al darle al play.
—Vale —ya me tenía donde siempre, humillado; y, después de ver y escuchar un poco de música, esperaba el golpe de gracia—. Dime lo de García Márquez…
—¿De verdad hace falta? —se cebaba sobre la presa herida—. Santi, ¿y todo lo que te había enseñado? ¿Has dejado completamente de observar? ¿No viste las hojas que tenía sobre su mesa con algunos garabatos manuscritos? —negué, entregado—. Solo pude leer una parte donde decía “17 Aurelianos”, que habría sido suficiente, pero además estaban Fernando del Carpio y Renata Argote a los que unía una línea. Solo puede ser el árbol genealógico de Cien años de soledad, lo único bueno de García Márquez, en mi opinión, aunque no desprecio a quienes disfruten de otras de sus obras, por cierto. Alguien que lee Cien años de soledad tratando de hacer un mapa de sus personajes lo está diseccionando pero no lo puede disfrutar igual. Supongo que estaría preparando algo para el examen de hoy, pero aun así…
—De acuerdo, Ernesto. Ya está, una vez más. Ahora dime lo que me querías contar.
—Bueno, aleluya —se levantó de la silla de un brinco, volvió hacia atrás para coger un cigarrillo de mi paquete de Marlboro en lugar de liarse uno de los suyos y se lo encendió—. Tenemos un caso. De momento, lo llamaré el caso imposible del charco de agua y el supuesto ahorcado.
—Hombre, como título te diría que tenemos que trabajarlo —aquí me sentía yo más fuerte que Mendoza.
—Bueno, luego para tus lectores lo llamas como te salga de los huevos, pero déjame que te lo cuente, es muy interesante.
Y entonces me planteó el caso en el que nos vamos a meter a partir de ahora. Se lo cuento la próxima semana, a ver si para entonces hemos avanzado algo ya. Anoche, mientras el país trataba de entender lo de las cuatro fases de la vuelta a la nueva normalidad que había presentado Pedro Sánchez, Mendoza me adelantó varias de sus hipótesis y no sé cuál de ellas me parece más esperpéntica. No entiendo por qué, pero me ha pedido que con mucha urgencia pida cita en una peluquería del centro y ha insistido en que debe solucionar este asunto antes del 11 de mayo, porque ese día se irá a la terraza de un bar y le van a tener que echar de ahí los antidisturbios.
Hasta la semana que viene.
Escritor de ustedes. Para ustedes. Con ustedes.