En memoria de Santiago Palomero, historiador, arqueólogo, gestor cultural y ‘amigo’ de Ernesto Mendoza.
Aquellos que no me conozcan o me hayan olvidado después de casi ocho años de silencio y desidia por mi parte pueden recuperar las historias que compartimos en aquel pasado tan lejano ya, como El Campo de las brujas [1] o Las aventuras de Ernesto Mendoza [2].
Lo último que supieron de mí fue en 2012 (El final de las aventuras de Ernesto Mendoza [3]): mi querido amigo Mendoza entró en coma y quedó desahuciado. Desenchufado de cualquier asistente vital, excepto la alimentación por sonda, ha mantenido todo este tiempo los reflejos, la respuesta al dolor y la resistencia pasiva a la movilización, por lo que siempre he tenido la esperanza de su recuperación.
Tuve que trasladarle a una residencia de ancianos porque en el hospital ya no podían hacerse cargo de él y le he visitado cada semana sin faltar ninguna durante estos largos ocho años. Les confieso que he malvivido en este tiempo, sin rumbo, sin ganas. Intenté volver a mi profesión, la Medicina, pero hasta hace un mes nadie nos aplaudía, y mi vocación había desaparecido mucho tiempo atrás.
Como mi situación económica es desahogada y no tengo necesidad de trabajar, me quedé en casa. Igual que Mendoza, yo también he estado aletargado todo este tiempo, en una especie de hibernación, manteniendo -como él- algunos reflejos, la respuesta al dolor y la resistencia pasiva a la movilización. Tan solo me mantiene algo de ilusión por la vida la relación con Gala, una profesora de Literatura de bachillerato que no sé por qué acto de caridad comparte conmigo su tiempo y de vez en cuando mi cama.
El 19 de marzo sonó mi móvil y en la pantalla apareció el número de la residencia en la que estaba Mendoza. Empezado ya el confinamiento, me preguntaba si tendría dificultades para mantener mis visitas semanales a la residencia. Y la respuesta llegó rápido. Dos pacientes habían dado positivo en coronavirus y estaban ofreciendo a los familiares de los residentes que se los llevaran a casa para protegerles. La idea que me transmitieron fue muy clara: si no puede hacerse cargo de él, no se preocupe.
-Quedarse aquí significará su final con certeza y tal vez es lo mejor para él, me dijo la directora-, pero sepa que ya no podrá venir a despedirse.
Al día siguiente preparé su habitación y fui a recogerle. En los quince días que iba a durar el confinamiento -qué ilusos éramos- no podría comprar una buena cama de hospital para atenderle mejor y probablemente me costaría encontrar enfermera y fisioterapeuta que cuidaran de él, pero dos semanas pasan rápido y pronto volveríamos a una nueva normalidad, en la que me planteaba que Mendoza ya se quedara conmigo para siempre.
En los últimos meses había alcanzado un 9 en la escala de Glasgow, e incluso había habido algún episodio de respuesta ocular espontánea, lo que me hacía mantener la esperanza de que algún día despertara. Por eso he seguido dedicando gran parte de su fortuna a mantener la estimulación física (sesión de fisioterapia todos los días) y verbal (pago a una mujer para que le lea a diario durante dos horas el periódico, novelas y algunos ensayos). Pero como médico nunca he visto un despertar tras tantos años en coma.
Una vez junto a su cama en la residencia caí en la cuenta: ¿cómo se traslada a una persona en su estado? En una situación normal, todos los protocolos son claros. La camilla, la ambulancia, enfermeros, médicos y auxiliares colaboran en el traslado. Pero como todos ustedes observan desde hace unas semanas, no estamos en una situación de normalidad. No hay ambulancias disponibles… ninguna persona podía acompañarme y obviamente él no puede moverse por sí mismo.
Todo lo que pude conseguir fue una silla de ruedas, un paquete de pañales de adulto, una bolsa con medicamentos y módulos nutricionales para la alimentación enteral por sonda nasogástrica y una pequeña caja con gasas, desinfectante, guantes y mascarillas. Hice dos hatillos con todo y los colgué de ambos reposabrazos de la silla de ruedas. Y me acerqué a mi amigo sin saber cómo abordarle, cómo incorporarle para sentarle en la silla de ruedas y respetar su dignidad.
La situación era tan compleja como divertida. Le levanté la cabeza con suavidad y metí mi brazo por debajo del cuello, recorriendo la columna hasta la mitad de la espalda e hice palanca hacia arriba. Al levantar su tronco, la cabeza se venció rápidamente hacia delante, como un muñeco, y al tratar de enderezarla solté su espalda y volvió todo él con violencia hasta el colchón, rebotando como si saltara en una cama elástica. Abrió los ojos, lo juro. Pero volvió a quedar inmóvil. Lo intenté de nuevo con más cuidado y conseguí llegar a sentarle al borde de la cama y entonces me di cuenta de que había dejado la silla de ruedas demasiado lejos.
-Eres imbécil -me dije en voz alta.
-Desde luego que lo eres -simulé, con otra voz, que me escupía Mendoza; incluso cogí una de sus manos y la moví como hace un ventrílocuo.
-¿Ya estamos? -le pregunté a mi imitación.
-Deja de quejarte y date una ducha, que llevas una semana sin pasar por el agua, cabrón -me dijo mi muñeco Mendoza.
-¿Y cómo lo has sabido? -le pregunté con voz socarrona- ¿Lo has deducido por el botón de mi camisa y las marcas que hay en mi reloj?, ¿mi forma de caminar?, ¿el barro de mis zapatos?
-No, hombre, no. ¡Por el olor a choto! -y yo solo empecé a carcajearme porque sabía que aquella conversación podría haber sido real.
Casi media hora después entre unas cosas y otras conseguí que Mendoza quedara sentado en la silla de ruedas y pude pensar ya en el traslado a casa. Y entonces busqué el teléfono de teletaxi. Nadie cogió el teléfono. Pensé en Cabify, pero parecía imposible disponer de cualquier sistema de transporte especial. Me quedé petrificado. ¿Qué podía hacer? Estuve otra media hora o más sentado mirando a mi amigo allí enfrente, con la cabeza sujeta por unas gomas al respaldo de la silla. De pura desesperación empecé a moverme por la habitación, a abrir los armarios, a trastear en los cajones… Y me encontré su agenda; su preciada agenda. Qué recuerdos me traía.
Mendoza había ayudado a tanta gente que tenía una agenda con todas las personas que estarían dispuestas a hacer cualquier cosa por él. Las tenía ordenadas por profesión, oficio o habilidades con las que podía contar. Y ahí encontré a Josemi, el conductor. «Traslado de cualquier animal, cosa o persona, viva o muerta» era la referencia. Y su teléfono ahí al lado. Era mi esperanza, mi oportunidad. Le llamé. Le expliqué quién era, que estaba con Ernesto Mendoza y no hizo falta decir nada más. 45 minutos después, Josemi nos llevaba a casa en una furgoneta. Me ayudó a subirle, a meterle en la cama y se fue pidiéndome que no dudara ni un instante en llamarle cuando hiciera falta.
Ya estábamos en casa, como en los viejos tiempos. Ahora yo ponía la música que me apetecía y no tenía que aguantarle. Pero le echaba de menos. Aunque su cuerpo estaba en la habitación de al lado, no era mi amigo el que estaba ahí, aunque abriera los ojos de vez en cuando. Eso pensaba.
En unos días pude acostumbrarme a esa nueva vida, aunque rápidamente comprendí que el confinamiento no iba a durar solo quince días. Busqué en su agenda un fisioterapeuta y elegí uno de los tres que encontré. Como Josemi, Diego dejó todo para atender a Mendoza y comenzó a venir cada día a atenderle.
El 25 de marzo, al poco de dejar a Diego con Mendoza en su habitación, me llamó. Al entrar, me pidió un termómetro.
-Tiene fiebre -me dijo-. Creo que ha cogido el puto virus.
Hipocondríaco como soy, inmediatamente noté que me faltaba el aire, me picaba la garganta y me subía la temperatura. Esto era algo más que previsible y sin embargo me cogió por sorpresa. Las cifras de muertos por COVID-19 se estaban desbocando y todos habíamos comprendido ya que esto no era como una gripe.
-¡Eh!, ¿lo has visto? -me gritó Diego de repente- ¡Ha abierto los ojos!
-Ah, sí, lo hace a menudo -le respondí quitándole cualquier atisbo de alegría.
-Pero eso es bueno, ¿no?
-No es malo, pero no avanza más. El hijoputa se está echando la siesta de su vida -traté de bromear.
En ese momento, al llamarle hijoputa, Mendoza emitió un sonido gutural, un ruido cavernoso como de queja. Y movió los ojos de un lado a otro. Me sobresalté. Eso sí era un cambio importante. Y seguí probando.
-¿Qué pasa, hijoputa? -le pregunté mirándole a esos ojos que se movían como los de Marujita Díaz.
Y Mendoza volvió a emitir un ruido similar. Es difícil explicar lo que pasó a continuación. Desde luego, no se puso a conversar con nosotros con normalidad, pero sí establecimos un diálogo y vimos que respondía con claridad a los estímulos verbales. Tres días después le pude entender su primera frase. Para cualquiera eran solo ruidos, pero yo sé lo que balbuceó: “el hijoputa eres tú”. Y entonces supe que Ernesto Mendoza estaba de vuelta.
Todas las mejoras en el despertar del coma parecían directamente proporcionales a su empeoramiento por el coronavirus; su estado de salud era frágil. Llevaba siete días con fiebre y tos y en algunos momentos le costaba respirar. Pero cada vez estaba más lúcido y podía mover sus manos con renovada agilidad. Mendoza había abandonado la sonda nasogástrica al poco de llegar a casa y tomaba alimentos sólidos sin problema; en los primeros días de fiebre empezó a salir de la cama por sí mismo e ir en la silla hasta el cuarto de baño o moverse un poco por la casa. Su movilidad todavía era torpe, pero cada día mejoraba.
Diego seguía viniendo cada mañana para su sesión de fisioterapia, aunque ya le habían puesto dos multas por no poder justificar adecuadamente sus salidas de casa. El Gobierno anunció la hibernación de la economía y los llamados trabajadores no esenciales se debían quedar en casa. No me podía permitir prescindir de Diego en esos momentos. Busqué en la agenda de Mendoza y localicé a varios policías. El primer número de teléfono ya no existía, pero el segundo me cogió el teléfono. Es un comisario de Madrid. Dos minutos de conversación bastaron, y aquella misma tarde un coche patrulla nos trajo un salvoconducto para Diego y otro para mí.
Sin embargo, yo había comenzado con los síntomas y estaba empeorando. Me pesaba todo el cuerpo y llegar hasta el cuarto de baño empezaba a ser una odisea. La tos era cada vez más pesada y notaba que me faltaba el aire. Cada noche sudaba la fiebre y terminaba con el pijama completamente empapado. En la agenda localicé también a varios médicos y uno de ellos se encargó de todo. Vino cada noche durante todos los días, nos mandó un par de enfermeras que hacían turnos. Trajo primero pulsioxímetros y algunos medicamentos. Luego nos hizo el test y ambos dimos positivos en Covid-19. También llegó el oxígeno. Ahí empecé a preocuparme de verdad. Y lo peor fue el día que sentí que mejoraba, porque horas después volvió la fiebre con más intensidad y el nivel de saturación de oxígeno no subía de 90. Sabía lo que eso significaba, pero el Dr. Mínguez me lo dejó claro:
-Si no logramos subirlo pronto tendremos que ingresarte en un hospital y meterte en la UCI.
Los días se hacían eternos y no podía moverme de la cama. Ya ni siquiera podía preguntar por Mendoza. Bebía agua cada cinco minutos, de manera compulsiva, pero quitarme la máscara de oxígeno para beber suponía un esfuerzo que tuve que dejar de hacer y tuve la sensación de secarme por dentro y por fuera, de necesitar un líquido que no llegaba y pensé que moriría deshidratado.
Un día la saturación llegaba a 92 y al día siguiente bajaba a 89. Suerte que el Dr. Mínguez no estaba allí cuando las enfermeras vieron aquello, porque me habría llevado al hospital. Comencé a pensar que ni mi compañero de piso ni yo lo superaríamos. Y reconozco que me gusta el pensamiento dramático y macabro y me fascinaba pensar que podríamos morir juntos y el mismo día. Yo había cometido el error de instalar en su cuarto un altavoz inteligente y Mendoza se pasaba el día utilizando las fuerzas que le quedaban para pedir al dispositivo que pusiera una canción, le informara del tiempo o le diera las noticias.
Nunca había oído tantas veces una palabra en un solo día como oí por entonces el nombre de Alexa. Diego se portó muy bien durante todo ese tiempo y las enfermeras eran ángeles de la guarda. Ahora me dejo las manos cada tarde aplaudiéndoles a ellos.
De repente comencé a mejorar. El primer día sin fiebre coincidió con el Domingo de Resurrección y recobré algo de fe. Eran muchos los medicamentos que nos inyectaba el Dr. Mínguez y parece que empezaban a hacer efecto. La tos empezó también a ceder y me atreví a acercarme, a pasitos cortos y con el gotero a cuestas, a visitar a Mendoza en su habitación. Tenía un aspecto envidiable, mejor incluso que antes de entrar en coma. Pero el Dr. Mínguez me había dicho la noche anterior que tenía que llevárselo a un hospital y él se negaba.
-Santi, te has echado 20 años encima -me balbuceó Mendoza desde su cama con un esfuerzo notable pero una sonrisa malévola. Me confirmó que no quería ir al hospital, quería estar en su casa, morir en su casa si llegaba el momento. Me hizo jurarle que así sería y me pidió que comprara un ataúd. Por supuesto, no quería continuar con esa conversación pero, como siempre, logró su objetivo. Encargué ese mismo día un ataúd sencillo, de madera de chopo que por lo que vi son de los más comunes para las incineraciones. Y también me pidió que fuera preparándome para hacer un velatorio online. Quería que cuando llegara el momento todo el mundo se enterara de que había muerto. -Hazlo por Youtube, Facebook Live, un directo de Instagram o como quieras. Pero hazlo.
Hubo un minuto de silencio, en el que yo cogí fuerzas para soportar la tensión de esa conversación y él tomó aire con dificultad para seguir hablando.
-Dime una cosa, Santi, ¿en este tiempo por fin has leído Rayuela? -soltó de repente con voz cavernosa.
-No, di ese libro por imposible hace mucho tiempo, si recuerdas…
-Sí, sí, es verdad. ¿Y qué tal te va con la profesora? Gala, ¿verdad? -me preguntó.
-Pero, eh… -me dejó sin palabras, como era habitual.
-Rubia, alta, inteligente… Sí que has hecho progresos en este tiempo, Santi -sonrió de forma burlona.
-Bien, es una mujer muy interesante -recobré la compostura suficiente para fingir que no me impresionaba.
-Lo único que te pido es que no traigas aquí a sus hijos. No puedo soportar a los niños -aspiraba el aire como si no quedara casi oxígeno en la habitación-. Había una hija de puta en la residencia que iba a visitar a su madre y dejaba a sus dos hijos en mi habitación mientras Lola me leía una novela-. Me hacía gestos para retirarle la máscara de oxígeno y volvérsela a colocar.- Y no sabes cómo daban por culo los críos. Era demasiada información para procesar al mismo tiempo.
¿Cómo sabía lo de Gala? ¿Y su nombre, su profesión y que tenía hijos? Pero al margen de todo eso, ¿Mendoza era consciente de todo lo que pasaba a su alrededor durante el coma? Me resistí a preguntarle cómo había averiguado lo de Gala; no quería darle el gusto de alimentar su soberbia, a pesar de su estado.
-¿Has escuchado todo durante estos ocho años? -fue lo único que pregunté en ese momento.
-Sí, querido amigo, mis sentidos han funcionado todo este tiempo. Me ha sido muy útil todo lo que me leía Lola. -necesitó el oxígeno durante casi dos minutos para poder seguir-. Mis sentidos han funcionado estos años y he oído muchas horas de radio, de conversaciones de gente de la residencia, de televisión…
-Ah, ¿por eso conoces lo de las stories de Instagram? -caí en la cuenta y Mendoza hizo una mueca de asentimiento.
Volví a mi habitación un poco desolado, pero con una extraña sensación agridulce. Veía a mi amigo apagarse y pedir un ataúd, pero estaba hablando con él cuando hace ocho años le había dado ya por muerto. Daba la sensación de que el virus que le estaba matando era el que le había sacado del coma. ¿Y cómo sabía todo lo de Gala?
Ahora, miro el féretro con su cuerpo en mitad del salón y pienso en la cantidad de cosas que me quedan por contar sobre Ernesto Mendoza, muchas historias, como la del asesino del tapicero. Si lo que mi amigo me ha contado es cierto, y no tengo por qué dudarlo, se trataría del primer caso en la historia de la investigación criminal de un asesino descubierto por alguien que está en coma.
Se lo cuento a partir de este jueves.
Escritor de ustedes. Para ustedes. Con ustedes.