El 12 de abril de 1961, la URSS logró una hazaña sin precedentes al lanzar en la nave Vostok 3KA-3 a Yuri Gagarin, quien se convertiría en el primer hombre en viajar al espacio y orbitar alrededor de la Tierra. La gesta del cosmonauta soviético despertó las alarmas entre la comunidad científica estadounidense y azuzó la carrera espacial. Unos meses antes de que John Glenn se convirtiera en el primer estadounidense en realizar un vuelo orbital, un cómic narraba la historia de cuatro jóvenes que trataron de igualar la hazaña soviética. En 1961, el científico Reed Richards, los hermanos Sue y Johnny Storm y el piloto Ben Grimm se aventuraron al espacio y sufrieron un terrible accidente, por no contar su nave con un blindaje capaz de resistir el impacto de los rayos cósmicos. Al colisionar con la superficie terrestre descubrieron que los rayos les habían alterado molecularmente: Reed estiraba su cuerpo a su antojo, Sue podía hacerse invisible, Johnny era capaz de estallar en llamas y Ben se había transformado en un monstruoso amasijo anaranjado. El grupo se convertiría en Los 4 Fantásticos, una familia de superhéroes destinada a cambiar el rumbo del noveno arte. Como reconocería el novelista Walter Mosley: «El número uno de The Fantastic Four cristalizó una forma artística que ha tenido en nuestra cultura un impacto que rivaliza con el jazz, el rock’n’roll y el hip hop. No solo conectó con los jóvenes de mi época y posteriores, sino que también contribuyó a formarlos, a liberar presiones y tensiones que las generaciones anteriores ni siquiera sabían que existían».
En 1961 los cómics de superhéroes no estaban de moda. El boom del género se había producido a finales de los años 30, con la creación de Superman y sus múltiples imitadores, y había muerto tras la fiebre patriotera de la Segunda Guerra Mundial, dejando unos pocos supervivientes, como Batman, Wonder Woman o el propio Superman. Pese a un tímido resurgir en los cincuenta (la llamada Silver Age) los comic books se habían encauzado al público infantil y tenían, en su mayor parte, guiones repetitivos y poco imaginativos. El número uno de The Fantastic Four supuso una revolución. En palabras del célebre guionista Alan Moore, «lo que resultaba especial era la caracterización, la forma en que los personajes hablaban, pensaban y se comportaban». Por primera vez, los protagonistas eran superhéroes por accidente, que detestaban en lo que se habían convertido y se peleaban entre ellos. El nuevo estilo sería la marca de la casa de la editorial Timely: héroes neuróticos, que sufren y tienen problemas para pagar el alquiler. Héroes, al fin y al cabo, con los que era mucho más fácil identificarse que con un invencible extraterrestre o un millonario de recursos ilimitados.
Tras la creación de estos personajes (y los que estaban por venir) había un ambicioso judío llamado Stanley Lieber, que entró a trabajar en la editorial Timely por enchufe a los 17 años (era sobrino del mandamás, Martin Goodman), empezando como chico de los recados de Joe Simon y Jack Kirby, la pareja que había creado en 1941 al Capitán América. Precisamente en el tercer número de esa cabecera, Stanley tendría su primera oportunidad como escritor, con un relato de relleno: «El Capitán América frustra la venganza del traidor». Stanley, reinventado como Stan Lee, pasaría las siguientes dos décadas escribiendo guiones para la editorial: historietas de animalitos, wésterns, cómics románticos, bélicos, de terror o ciencia ficción… lo que estuviera de moda en aquel momento. En 1961 llegó su gran oportunidad, al recibir el encargo de Goodman de escribir un cómic sobre un grupo de superhéroes. Junto al genial dibujante Jack Kirby creó a Los 4 Fantásticos, cuyo éxito impulsó nuevos cómics y personajes: Hulk, Iron Man, Thor, Spiderman, Pantera Negra e, incluso, el regreso del Capitán América.
La editorial Timely cambió su nombre por el de Marvel y desarrolló el concepto de un universo compartido por todos esos personajes, una estrategia comercial que animaba al lector a comprar todos los cómics de la editorial. Vistos hoy en día, aquellos primeros tebeos, pese a su innegable valor artístico, resultan arcaicos, tanto por sus consignas, propias de la era de la Guerra Fría, como por su pobre representación de las superheroínas (es significativo que los poderes de las primeras mujeres de Marvel fueran empequeñecerse y hacerse invisible). Pero en aquella época Marvel fue un revulsivo para la tradicional industria del cómic, con el que se identificó la juventud contestataria de los años sesenta que se negaba a luchar en Vietnam y promulgaba el amor libre. A finales de la década, Hulk aparecía en la portada de la revista Rolling Stone y The Amazing Spider-man era la revista más leída en los campus universitarios. Tal era la influencia de Marvel entre los jóvenes que el Departamento de Salud de Estados Unidos pidió a Stan Lee que escribiese un cómic que alertase sobre los peligros del consumo de drogas. Desafiando al férreo Comics Code, Lee escribió una historia de Spiderman, donde Harry Osborn, el mejor amigo de Peter Parker, se enganchaba al LSD. Aquel cómic contribuiría a acabar con la censura en los cómics.
Stan Lee era el mejor publicista de sí mismo. Solía autodenominarse «el Homero del siglo XX». Pese a ser un hombre de mediana edad, daba la impresión de «estar en la onda» y, con su bigote, su bisoñé y sus gafas ahumadas, parecía algo así como el Hugh Heffner del noveno arte. Más ejecutivo que creador, tenía un don natural para la promoción y un hambre insaciable de fama y dinero, y en sus entrevistas y apariciones en público no dudó en utilizar su verborrea para eclipsar la importancia de sus colaboradores en la creación de los personajes de Marvel, en especial Steve Ditko (dibujante de Spiderman y el Dr. Extraño) y Jack Kirby (quien aportó su arte al resto de cabeceras).
Lee utilizaba un tipo de escritura que llamaba «el método Marvel», consistente en dar al dibujante una idea o argumento general, que este se encargaba de llevar a viñetas, ocupándose él finalmente de escribir los diálogos en los bocadillos. Solo por esto, dibujantes como Kirby merecerían tanto crédito como Lee en la creación de personajes. Además, los testimonios de los artistas indican que las aportaciones de Lee eran mucho más modestas de lo que le gustaba alardear. Así lo expresaría el gran Wally Wood: «Disfruté trabajando con Stan en Daredevil salvo por un detalle: tenía que inventarme toda la historia. Le pagaban por escribir y a mí por dibujar, pero Stan no tenía ideas. Sentí que estaba escribiendo la serie, pero sin que me pagaran por ello».
Jack Kirby, quien acabaría yendo a juicio para que se reconociera la autoría de su obra y le devolvieran sus originales, declararía décadas después: «Nadie me escribió jamás una historia. Creaba mis personajes, es lo que hacía siempre. En eso precisamente consistía hacer cómics para mí». El innegable aporte de Kirby al legado de Marvel no fue reconocido en su día. De hecho, los cómics iban precedidos de la leyenda «Stan Lee presenta». Tampoco el reparto de beneficios era equitativo; Stan disfrutaba de su vida de nuevo rico en una mansión, mientras los dibujantes apenas podían pagar el alquiler de sus apartamentos.
En los años setenta, Stan Lee asumió el papel de editor, escribiendo cada vez menos guiones. Convertido en una figura pública que protagonizaba anuncios en prensa y televisión, acabó adueñándose de la editorial y sacrificando a Goodman, su antiguo patrón, sin saber que pronto iba a ser inmolado en el volcán empresarial estadounidense, que no se alimenta de vírgenes, sino de ejecutivos ambiciosos.
Stan se convertiría en el relaciones públicas de Marvel. A excepción de su mítica colaboración con Moebius en un tebeo de Estela Plateada, sus incursiones en los cómics desde mediados de los setenta fueron sonoros fracasos, y la mayor parte de sus ideas eran rechazadas, por ser consideradas anticuadas y carentes de imaginación. Mientras tanto, su viejo compañero de armas, Jack Kirby, seguía creando personajes y conceptos revolucionarios en la competidora DC o en su triunfal regreso a Marvel.
Pese a que acabaría dando conferencias en universidades gracias a su labor como guionista, Stan consideraba que el cómic era literatura de segunda categoría y ansiaba ser reconocido en otros campos: «Nunca sentí una compulsión particular por escribir cómics. Era una forma de ganarme la vida». Intentó por todos los medios que sus personajes dieran el salto al cine, contactando con directores como Federico Fellini (fan confeso de Marvel), Alan Resnais, James Cameron o Roger Corman. Lo único que logró fueron proyectos frustrados y películas de serie B, tan malas que iban directas al videoclub. En los años ochenta se mudaría a Los Ángeles, tratando de encajar en la comunidad hollywoodense, donde era un desconocido. Los únicos éxitos que tuvo en esa época fueron series de dibujos animados como Dragones y mazmorras, Los pequeñecos, Mi pequeño Pony o Transformers, que luego tendrían sus respectivas adaptaciones al cómic. Con razón Kirby se refería al Marvel de los ochenta cómo «cómics de anuncios de juguetes». En ese momento nadie parecía interesado en llevar los superhéroes a la gran pantalla.
Paradójicamente, cuando las películas de Marvel se pusieron de moda, hacía tiempo que la editorial, convertida en conglomerado empresarial, se había deshecho de su viejo mascarón de proa. Los cameos en aquellas producciones otorgaron a Stan sus últimos minutos de fama. Entre tanto, ya desvinculado de Marvel, se asoció con Peter Paul, un vendedor de humo que había estado en prisión por estafar al Gobierno cubano y por posesión de cocaína. Juntos fundaron Stan Lee Media, una millonaria empresa fantasma dedicada a generar contenidos para internet. Sus últimos años de vida estuvieron marcados por demandas judiciales, empresas fallidas y acusaciones de estafa. Los únicos fieles a su legado eran los lectores de cómics, pero la respuesta que recibían a su fidelidad era tener que pagar hasta 100 dólares por autógrafo.
El tiempo ha puesto en su sitio la figura de Stan Lee, un hombre clave para entender la evolución del noveno arte, que contribuyó a modelar la cultura audiovisual de nuestros días, y sin el cual, posiblemente, la mitología superheroica no habría sobrevivido al cambio de siglo. Su aporte a los cómics es indiscutible, pues supo transmitir un nuevo lenguaje a aquellos personajes acartonados. Pero también es cierto que quiso adueñarse de las ideas de otros, negando durante décadas el aporte de los dibujantes en sus creaciones conjuntas, y que siempre se posicionó del lado de una fría editorial que negaba a los creadores sus derechos de autor.
En la primera aparición de Spiderman, Stan Lee recicló un proverbio cuya antigüedad se remonta al siglo I a.C.: «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad». El aforismo se convertiría en su lema. En palabras del guionista Brian Michael Bendis: «Es una moraleja de una simplicidad tan perfecta que podrías montar una religión basada en ella». Stan logró armar su propia religión, pero con el tiempo acabó resultando un Dios con los pies de barro.
NOTA: Las declaraciones de este artículo han sido tomadas del libro Verdadero creyente: Auge y caída de Stan Lee, de Abraham Riesman.