Para ilustrar todo esto llega en mi auxilio el otoño, lleno de manjares editoriales que escapan a la disyuntiva. Como Ben Lerner, por ejemplo, con El Instituto Topeka (Literatura Random House). Las dos novelas anteriores de Lerner, Saliendo de la estación de Atocha y 10:04, eran tan portentosas como adictivas. Y lo señalaron como ese autor estadounidense de su generación del que hay que leerlo todo.
Pero no acaba ahí el otoño. También trae en su faltriquera, pásmense, ensayos que se prometen divertidos. Nunca estuvo, al menos, tan a tiro el milagro. Tenemos a Alberto Olmos haciendo apología del terrorismo estético con su Vidas baratas: elogio de lo cutre (Harper Collins Ibérica). Su ingenio desabrido acaricia los circuitos de dopamina igual que un atracón intempestivo de, yo qué sé, Cheetos Pandilla. Están también los dardos inclementes de Esperanza Ruiz con ese Whiskas, Satisfyer y Lexatín (Monóculo), que tiene a las imprentas haciendo turnos extras. Y Cuartango nos trae su ramillete de vidas de espías, si no ejemplares, seguro que fascinantes (Anatomía de la traición, Círculo de Tiza).
Pero no ocultaré que yo esperaba, sobre todas las cosas, el retorno de Franzen con Encrucijadas (Salamandra). Un retorno que amenazó con no producirse aquel día en que el autor se levantó tristón, y comentó que puf, que igual mejor dejarlo, que igual las novelas tampoco daban del todo para vivir. Es curioso, porque muchos creíamos que, si había un tipo de novelista de quien tal afirmación era harto inverosímil, era precisamente él, paradigma de novelista norteamericano de éxito. El nuevo título confirma la intuición, imagino.
Sé que provoca, Franzen, cierto rechazo, aunque me intrigan las razones. No ayuda, supongo, que su narrativa tenga por objeto a esa élite anglo un tanto repelente, con su equipaje de fijaciones pseudoéticas (las del propio Franzen, en gran medida). Lo orgánico-gourmet, la arquitectura autóctona de San Francisco, causas perentorias todas ellas. Sin embargo, cualesquiera defectos alegables quedan redimidos por una virtud definitiva: su compromiso con eso que Thomas Mallon, crítico del New York Times, llama el deber de entretener. Que es tanto como decir su compromiso con la novela clásica.
Como explica Mallon, Franzen no oculta sus ideas. Pero nos exonera de verle construir con ellas sermones soporíferos. Se esfuerza, por el contrario, en alumbrar personajes plausibles que se relacionan con dichas ideas de un modo igualmente plausible. Un empeño que le emparenta con la tradición realista americana, y que tiene la ventaja –aunque esto ya es reflexión mía– de asegurar un mínimo de honestidad intelectual: porque hay ciertos disparates que, mostrados en la práctica, sencillamente no pasan el filtro de verosimilitud. Con bastante mala uva, Mallon contrapone ese compromiso de Franzen con la actitud del pulitzer Richard Powers, “menos interesado en ser un novelista que un santo”.
El entretenimiento en Franzen, claro, procede de una imitación eficaz de la vida y de una cierta riqueza expresiva. Solo en una medida mucho menor de la acción trepidante y el giro argumental inesperado. Es, en este sentido, algo distinto al entretenimiento que puede ofrecernos, por ejemplo, el equipo de guionistas conocido como Carmen Mola (ya hemos llegado, niños).
Carmen Mola es un poco como los camellos (los de tu bloque, no los del desierto). Como un camello que traficase con una sustancia altamente adictiva: la adrenalina. Ya sabemos que del camello cabe esperar ciertas cosas. Adrenalina de calidad, sin cortar mucho, bien pesada. Cierta observancia del código del hampa. Tramas bien trabajadas, documentación rigurosa. Pero, también lo sabemos, hay que pasarle por alto otras cuestiones: un estilo algo escolar, un determinado desaliño. Unos personajes un poco a la remanguillé. Que sea un poco patán. Que no se curre el packaging. Que intente, a veces, acoplarse a la fiesta. Tosquedades, en fin, que a Franzen jamás le pasaríamos.
Y luego está lo de ser tres señores, cuando todo lo que se esperaba de ella es que fuera una fémina. Ni siquiera hacía falta ser una señora concreta, valía una al azar. Aquello estuvo bastante feo. Para mi gusto, eso sí, se ha puesto excesivo acento en el asunto del género, que no deja de ser trivial y cuenta con amplios antecedentes, aunque sea en sentido contrario (aquí dejo un espacio, por si queremos fatigar las referencias otro poquito: Fernán Caballero, los Georges –Eliot y Sand–. Etcétera).
Y tanta atención al género nos ha hecho pasar por alto esa otra carambola del número. Saltar de lo uno a lo múltiple no es algo que pueda hacerse tan alegremente; tiene implicaciones metafísicas. Teológicas, incluso, porque no ha sido a lo múltiple sin más, sino a lo trino, qué casualidad. Y tiene implicaciones, sobre todo, literarias. Algunos podrían acordarse de eso que se dice de los camellos (los del desierto, esta vez): que son caballos, solo que diseñados por una comisión de expertos.
Por supuesto, hace años que nada de esto da para escándalo. Desde las memorables pataletas de Marsé, nadie tiene la ingenuidad de esperar del Premio Planeta caballos, no digamos ya unicornios. 2019, el año de Cercas y Vilas –autores que conjugaban prestigio y ventas– queda como excepción, en una apuesta cada vez más consolidada por lo comercial.
No seré yo quien lo critique: el Planeta es una gigantesca campaña de promoción, y la empresa tiene derecho a escoger las estrategias que le ayuden a sanear sus cuentas. Son unas cuentas saneadas lo que permiten a los grupos seguir publicando a autores de calidad segura y éxito incierto.
No puedo, pese a todo, evitar fantasear con una realidad alternativa: una en que el premio de novela más dotado del mundo no recayese sobre autores bien capaces de vender por sí mismos, sino sobre otros con menor vocación comercial –no necesariamente “poco entretenidos”–. Sería un experimento interesante dedicar la atención, los focos y los recursos a reconocer públicamente valores distintos de la simple y pura adrenalina; a dar a conocer a autores cuyo prestigio discurre por canales cerrados, especializados, siempre aislados del gran público. A hacer famosos a los escritores, en vez de hacer escritores a los famosos. Tengo la irracional creencia de que nos llevaríamos sorpresas.