Tiempo antes, en 1993, Olga Merino (Barcelona, 1965) tampoco se veía en condiciones de responder a quien le preguntara qué se le había perdido en la ciudad del Kremlin. Con 27 años aceptó la oferta de El Periódico de Cataluña para informar desde allí de cuanto pasaba tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, la época de las privatizaciones y el inicio de un presidencialismo cada vez más zarista que hizo posible Boris Yeltsin y perfeccionó luego Vladimir Putin.
Merino dio cuenta de todo aquello durante cinco años. En ese tiempo, no todo fueron noticias y reportajes sobre el terreno; volcó sus ansiedades, descubrimientos, deseos y pensamientos en cuadernos con la idea inicial de no ser nunca publicados. Aquel dietario acumuló polvo durante casi tres décadas, hasta el momento en que su autora decidió que sería la materia base de su último libro, Cinco inviernos, el doble testimonio de algo que empieza –la búsqueda y el nacimiento de una voz nueva para la literatura española– y de algo que acababa con el derrumbe del estado federal de repúblicas socialistas.
El resultado respira la gracia de las obras que son al mismo tiempo una cosa y la contraria. Es confesional y pudorosa a la vez. Es descarnada pero evita los ajustes de cuentas. Se muestra vulnerable, inocente e insegura pero asimismo poderosamente libre. Es un texto hecho del caos de la vida diaria de una periodista, que un día busca un nuevo profesor de ruso, al otro se va a cubrir la guerra de Chechenia y poco después tiene problemas para pagar el alquiler de su apartamento. Es formidable el contraste entre la espontaneidad de las cosas escritas en aquel presente de la corresponsal veinteañera con la mirada serena de la novelista actual, que sabe darle al libro esa estructura adecuada que anime a leer más añadiendo además pocos pero atinados comentarios, evocadores y sabios, fundamentales para saber qué paso tiempo después con muchos de los personajes que formaron parte de su vida. Y luego tiene todo lo que nos gusta de los diarios, alternancia de entradas largas y breves, muchas lecturas, momentos de bajón y de euforia, pequeñas miserias e hitos laborales y esas dudas de escritor que suelen ser lo más parecido a entrar en la trastienda de un creador, en este caso incipiente.
Como quiera que a Merino le obsesionaba consolidar una vocación que le excita y le quema a la vez, cita a muchos autores que reflexionaron sobre el tema, como Borges, Virginia Woolf, Truman Capote, Primo Levi o Katherine Mansfield. Como quiera también que Merino disfrutó (y agotó) su pasión por el periodismo en la primera mitad de los noventa, asistimos a una forma de hacer que ahora, en tiempos de internet, wifi y redes sociales, parece mucho más lejana de lo que realmente es.
Aparte de la vida personal y el amor, la vida profesional y la escritura no periodística, y la vida del corresponsal que además es mujer, hay en estos diarios espacio para entender un poco mejor eso que se ha dado en llamar el alma rusa. Disfrutamos con los descubrimientos que va haciendo Merino: del modo en que los rusos saben reírse de sí mismos para sobrellevar tanto fracaso político y social; del autostop monetizado para cubrir la ausencia de taxis; de por qué la cucaracha –y no el oso– debería ser el símbolo nacional; del carácter sagrado de las cocinas en casa y del carácter supersticioso de sus habitantes (“tienen supersticiones como para completar la enciclopedia Espasa”; quizá por eso se les va a muchos la mano con el vodka: “no se puede dejar una botella a medias. Si se descorchó, hay que terminarla”); de cómo doblan las películas extranjeras (“una voz monocorde que lee todos los papeles, desde la abuela hasta el galán”), etc.
El libro se publicó un mes antes de que Rusia invadiera Ucrania. Merino apenas hace alguna referencia a Putin pero sí recuerda que el apoyo que tiene es porque buena parte de la población le hace responsable de que se viva un poco mejor que antes de su llegada al poder y de haber recuperado una cierta proyección de potencial internacional.
Fueron los mejores años de su vida y no es spoiler avisar que encontró allí su vocación y la confianza necesaria y que aún no las ha extraviado.