No hablamos de un libro secreto sin apenas distribución o un conjunto de pinturas que no trascendieron la galería más modesta. El rock de los sesenta, el de la Velvet Underground, estaba en las tiendas y podía escucharse en directo en locales de una ciudad como Nueva York. Pero es que el combo que formaron Lou Reed, John Cale, Sterling Morrison y Moe Tucker, incluso con la publicidad extra de estar apadrinados por Andy Warhol, era puro exceso: demasiado retador y oscuro para la época, demasiado avanzado en su música y sus letras, anticipaba demasiadas cosas en su primer disco para ser objeto de consumo masivo. Fueron, como el subtítulo del libro que ha publicado sobre ellos este año Rafa Cervera (Valencia, 1963), nada más y nada menos que “el grupo que pervirtió la música rock”.
Lo escribe el propio Cervera, que ya dedicó un libro a Reed en los noventa: la Velvet nació para ser estudiada como se estudia a los cineastas, pintores o escritores más rompedores, sin que eso suponga arruinarles el encanto. Son hoy tan disfrutables y vigentes hoy como hace veinte o cuarenta años. De hecho, ¿quién tuviera de nuevo dieciséis años en 2023 para pinchar el primer tema del disco del plátano warholiano y escuchar eso de “Sunday morning brings the dawning” sin sospechar que lo que viene después de tanta dulzura te va a volar la cabeza como pocas obras, musicales o no, del siglo XX?
Entrar en el universo de la Velvet es adentrarse en la primera aventura conjunta de dos talentos superdotados como Lou Reed y John Cale. Si te gusta su obra en solitario tienes que conocer cómo y dónde empezó todo. Y el punto de partida no puede ser más fascinante: el paisaje neoyorquino de la segunda mitad de los sesenta y, sobre todo, un paisanaje por el que desfilan personajes impares empezando por el propio Warhol y su corte, el poeta dipsómano Delmore Schwartz, que marcó para siempre la escritura loureediana, o ese enigma andante que fue Christa Päffgen, más conocida como Nico, que añadió su nombre al título del primer vinilo en el que cantó algunos de los temas más pop del grupo como I’ll be your mirror, Femme Fatale o All Tomorrow’s Parties.
Sobre la Velvet y sus integrantes hay muchos menos libros escritos en español o traducidos de los que debería, pero hay algunos que son fantásticos. Es obligatorio, y además es el primero, el que firmaron a medias Víctor Bockris y Gerard Malanga. Del propio Bockris recuerdo la lectura emocionada de Las transformaciones de Lou Reed. Bastantes años después, a mediados de la década pasada, nos llegaron sobre Reed sendos textos de dos grandes connoisseurs del poeta como Ignacio Julià (Catálogo irracional) y Manuel Vilas (Lou Reed era español).
Lo primero que uno pensó cuando se dio de bruces con The Velvet Underground, etc. es que ya estaba aquí el libro que nos debía Cervera sobre la banda. Que teníamos entre manos la visión más personal del fenómeno de alguien que conoció a todos los miembros y se sabe al dedillo sus vidas y obras (es uno de esos elegidos que puede presumir con la familia y las amistades de haber pasado miedo entrevistando a Reed). Sin embargo, ha preferido, por ahora, dar cuenta de ese impacto emocional en pasajes de su novela Porque ya no queda tiempo y dar sentido al etc. que figura en la cubierta tras el nombre del grupo. Nos propone un viaje a la capital del mundo para, como él mismo señala, “hablar de personajes, situaciones, épocas y lugares fundamentales para entender el grupo”.
Y lo hace con conocimiento profundo y agradecible claridad pese a la cantidad de información manejada; sin perder nunca de vista las claves detrás de cada una de las canciones que grabaron y, por supuesto, a los protagonistas del relato, especialmente a Cale y Reed, esos “dos creadores feroces, ególatras y controladores que al unirse inventarán una nueva modalidad de música pop”.
Reed aportó su facilidad para pervertir la melodía con sus letras realistas sobre el sexo o las drogas. Cale se trajo la viola de su Gales natal para inyectarle electricidad y crear un sonido inaudito hasta entonces en el rock, que amplió de golpe sus límites como pocas veces ha pasado. En sus canciones había camellos y tipos que se buscaban la vena, había masoquismo y felaciones, y todo con fondo sonoro que, por increíble que parezca, no desentonaba nunca con la temática. Desarrollaron un cancionero alérgico al lugar común del amor o la felicidad que, por otra parte, tanto predominaban entonces en las listas de éxitos.
Al menos durante un par de años los dos líderes parecían llevar tatuado en la frente el aforismo de Cage: “No entiendo por qué a la gente le asustan las ideas nuevas, a mí me asustan las viejas”. Sumemos a eso y a las influencias atípicas (el jazz arriesgado de Cecil Taylor, el afán experimentador de La Monte Young…) una fotogenia que no caduca y que va de la frialdad rubia de Nico a la androginia de Moe Tucker y entre medias ellos con el negro negrísimo de sus prendas, gafas y peinados. A buen seguro que ese look con que aterrizaron en la escena fue lo que sedujo a Warhol para sumarlos a un séquito igual de inclasificable. Con el artista de la peluca blanca aprendieron el valor de la libertad a la hora de crear.
El libro no se detiene en los setenta cuando, desaparecida la banda, David Bowie, Brian Eno y otros alumnos igual de aplicados empiezan a reivindicarles como merecen. Explica su ascendencia en el punk (“ser punk implica dar la espalda a las modas y hacer como si las corrientes mayoritarias no existieran”), analiza ese disco tan singular que firmaron a medias Reed y Cale para homenajear a Warhol, Songs for Drella (1990), y la reunión del grupo en el 93, por un ratito y ya como leyendas, para reclamar los aplausos pendientes. Pocas bandas pueden presumir de ser tan hipnóticos o de generar, a partir de su debut, tantas vocaciones nuevas. Con ellos llegó otra idea de la belleza al rock. Y llegó para quedarse.