Pintor, escultor, ceramista, poeta, cuentista, novelista, folclorista y conversador de trago largo…, Pedro Soler Valero representa un ejemplar único de la especie Homo sapiens sapiens en su variedad Leonardo, el hombre de espíritu universal que apareció hace unos cinco siglos en nuestro planeta y hoy se encuentra al borde de la extinción.
Pedro Soler Valero nació un día de finales de 1942, uno de los años más duros de la postguerra cainita española, un tiempo amargo como la tuera, en el que faltaba pan y sobraba moral, la absurda moral de un nacionalcatolicismo que trataba de abarcarlo todo. Las cartillas de racionamiento apenas permitían aliviar la hambruna y las cartillas de razonamiento solo conseguían desertizar las mentes. La miseria se palpaba, se veía y hasta se olía por las calles de la mayoría de los pueblos y las ciudades de Andalucía, sumidas en el continuo trajinar de mujeres enlutadas, el ir y venir de jornaleros de rostro desmayado, las correrías de niños churretosos y la quietud de mendigos de ojos carcomidos por el tracoma. Una España en la que “los ricos se curaban la tuberculosis con jamón y los pobres se la curaban con misas y cementerio” (Francisco Umbral). A este sórdido ambiente se unió en los años siguientes, durante los que transcurrió la primera infancia del artista, el aislamiento internacional decretado por los aliados antifascistas de la Segunda Guerra Mundial y la pertinaz sequía que, en el caso de Almería, alcanzó niveles dramáticos, pues no cayó ni maldecía la gota de agua sobre unas tierras que se mostraban cada vez más arrematás. Si Madrid era la apretada colmena de vidas y gentes tratando de sobrevivir a la miseria que retrató Camilo José Cela, Almería era un desparramado hormiguero en el desierto, sin nada que guardar para el invierno venidero.
Cada uno de nosotros somos el resultado de la casualidad. Para que una persona nazca y vaya haciendo su ser, se requiere una casi interminable sucesión de coincidencias asombrosas en el viaje milenario iniciado con la primera semilla que imaginó su nombre. Según Ángel González, uno de los poetas favoritos del artista almeriense, son necesarios “un ancho espacio” y “un largo tiempo” en un azar encadenado: “hombres de todo mar y toda tierra/ fértiles vientres de mujer, y cuerpos/ y más cuerpos, fundiéndose incesantes/ en otro cuerpo nuevo”. En el caso de Pedro Soler Valero, el espacio viene determinado por Sorbas, esa roca de yeso y cal, cristalizada en un sueño de cerámica, que emerge como una isla atalaya entre los meandros del irónico río Aguas, allá donde las ramblas del Cucaor y la de Góchar se juntan para ofrecerle su abrazo y regalarle un afa sobre el que abrir ventanas llenas de cielo y horizonte desde las que se puede divisar sus aljezares, contemplar la hermosa sencillez de los narcisos, romerillos y matamarillas que los alfombran e intuir el misterioso inframundo de estrellas de cristales que se esconde bajo sus yesos. No hay un yo sin un paisaje de referencia y un diálogo vital con la tierra y las gentes que forman parte de ella y el de Pedro se fue haciendo con el “saber ver” (ver con atención, con entusiasmo, bajo cierta perspectiva de inspiración o alucinación) el paisaje y el paisanaje sorbeño (no hay paisaje sin paisanaje) y, por extensión, la geografía desnuda y verdadera de toda la Axarquía almeriense, territorio de una luz cegadora tantas veces escrita, pero tan pocas veces descrita, porque resulta imposible describirla.
El largo tiempo de Pedro viene marcado por el árbol genealógico de dos familias, procedentes una de Baleares (los Soler) y otra de Aragón (los Valero), que arraigaron en el Levante almeriense después de que anduvieran por sus tierras argáricos, íberos, fenicios, romanos, visigodos y árabes. Para que él pudiera ser fueron necesarias las vidas de muchos antepasados y el enamoramiento de sus padres, Isabel y Antonio, como prólogo apasionado de una relación de pareja que no supo encontrar la deseada felicidad. De toda esa gente anterior, de la que apenas sabe nada, ha persistido en Pedro la mirada penetrante y el porte distinguido, habiendo añadido él a su código epigenético un escuchar atento y amigable. En cambio, no quiso heredar la bandera de su padre y la obsesión por el orden de su madre.
De niño, Pedro disfrutaba acechando ranas y culebras entre los cañaverales y los carrizos de las ramblas, recorriendo las cuevas a la busca de un tesoro soñado que sabía era suyo mientras no lo encontrara, robando frutas en las huertas o, simplemente, jugando en la “plaza de los poyatos” al marro, la pídola o la truena. Todas estas actividades le resultaban bastante más gozosas que asistir a la escuela y sentirse vigilado por las permanentes miradas inquisitivas que le dirigían Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera desde sus retratos colocados a uno y otro lado de un Cristo con la cabeza abajada. No obstante, supo apreciar las enseñanzas de un par de buenos maestros que le tocaron en suerte tras el parvulario, maestros buenos que no se impacientaron con sus travesuras ni con su falta de atención y que le ayudaron de forma generosa a alimentar su entusiasmo creativo.
Según él mismo cuenta, otra circunstancia casual que marcaría su futuro vino a darse cuando aquel niño de corta edad, sentado en el zaguán de su casa, “tuvo la osadía de dibujar al aguador del pueblo y vio con asombro que Juan, su mulo y los cántaros ajustados a las aguaderas de esparto quedaron reflejados en su libreta cuadriculada”. Desde entonces utilizó más el lapicero para dibujar las formas de las cosas o las figuras humanas que en escribir las letras y o los números: “A partir de aquel momento, los ejercicios con el lápiz se convirtieron en la inclinación principal y, a veces, obsesiva, llenando libretas, los márgenes de los libros de texto y cualquier superficie que se prestara a ello”. Apostado en esquinas y portales, Pedro dibujaba todo aquello que despertaba su curiosidad: caballerías, mujeres barriendo la calle, balcones llenos de geranios o el misterioso juego de los tejados. Y también hubo ocasiones en las que utilizó ese lápiz de yeso que es la tiza para dibujar sobre la pizarra de la escuela alguna imagen de su imaginación. Aquel chaborro inquieto y un poco extravagante demostraba tener, además, buenas habilidades para jugar a la pelota y para competir en las más diversas pruebas de atletismo, por lo que comenzó a despertar la curiosidad de sus paisanos.
Pero los niños desaparecen misteriosamente. Cuando menos se espera, el niño que uno ha sido se ha ido y no vuelve más (salvo en los sueños, en los cuentos y en el desconchado recuerdo de los mayores) y, así, un buen día de principios de los años cincuenta, por el tiempo en el que el trigo inaugura los campos, se vio subido al Alsina camino de Almería y dejando en Sorbas al niño abandonado por el adolescente. Tenía la terca intención de que su vida transcurriese por el camino que había descubierto aquella mañana de su primer dibujo, aunque para ello tuviera que dar alguna vuelta al atajo, como la de aquel colegio religioso en el que lo internaron sus padres y en el que cursó el bachillerato elemental.
Cuando entonces, Almería era una ciudad provinciana, a la que solo aliviaban del páramo cultural en la que vivía los poemas de Celia Viñas, el saber científico de José María Artero y el arte del movimiento indaliano, pero también era la ciudad de la luz desbordada por tanta luz, de las mareas de sombra que se alargan y se contraen al ritmo de las horas. Pedro atrapó la intensidad y la transparencia de esta luz única, pero también los secretos cúbicos de La Chanca, su “blanca cal sorprendida por azuletes, rojos, anaranjados y verdes insolentes” y el trasiego de sus calles empinadas, todo eso que poco tiempo después recogería la mirada fotográfica de Carlos Pérez Siquier. Como un beduino que atraviesa el desierto a la búsqueda del oasis que le proporcione agua y alimentos, Pedro anduvo arriba y abajo por aquella Almería quieta, pero luminosa, hasta encontrar en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos un pequeño remanso de libertad e impulso creador. Allí, afianzó su definitiva voluntad de dedicarse a la pintura.
Sin embargo, la necesidad de volar solo y de situar su horizonte artístico más allá de donde llevaban las corrientes indalianas, hizo que un buen día levantara el vuelo y pusiera rumbo a Barcelona. Él hubiera preferido subirse a una de las cometas que hacía volar de niño en las terrazas que se asomaban al cortado del afa sobre el río Aguas y aterrizar en el gaudiniano Parque Güell, pero tuvo que conformarse con un somnoliento viaje en un autobús de velocidad corta y paradas largas, pegajosos asientos de sky y vaivenes de sucu-sucu, que lo dejó junto a otro medio centenar de emigrantes en plena Plaza de España. No había cumplido todavía los 20 años cuando el adolescente impaciente y osado quedó abandonado por un joven, hecho y derecho, que mostraba una confianza absoluta en sus posibilidades creativas y un gran arrojo para llevarse la vida por delante.
Primero, deambuló desconcertado por La Rambla y el Barrio Gótico, por El Raval y La Barceloneta, viviendo a salto de mata, ganándose el sustento con dibujos de tauromaquia y estampas folclóricas para los turistas, hasta que encontró un trabajo remunerado en el mundo de la ilustración y el diseño, que compaginó con sus primeras composiciones pictóricas formales. Después, se convirtió en un reputado decorador, hizo del interiorismo su profesión y sintió definitivamente su destino de artista cuando sus cuadros comenzaron a colgarse de las paredes de importantes galerías y a viajar a las más diversas muestras y exposiciones.
Tratando de huir del beaterío ideológico del franquismo cayó en el catecismo comunista, pero pronto pudo tomar distancia e intuyó que la ética y la estética que él perseguía estaba más cerca de Camus que de Sartre. Y, según confesión propia, “cumplió con la norma de formar una familia y fracasar en el intento”. Cuarenta años más tarde, el artista nos dejaría esta confesión acerca de la ciudad que lo había recibido a principios de los años sesenta: “Añoro sus calles,/ la lentitud del mar/ y la frontera de montañas./ Pienso en los amigos que quedaron,/ en las mujeres que amé/ y en las que me amaron./ Aquella ciudad, que es mi ciudad,/ tiene la huella de mis pies,/ las heridas del corazón/ y la juventud que se quedó en ella”.
Los setenta y los ochenta fueron los años de la consolidación de Soler Valero como autor de una obra exclusiva, en la que, además del puro gozo visual de la belleza que transmite su estremecida sensibilidad y su sencillez compositiva, fundamentada en la manera de hacer de un artesano y en su absoluto dominio del dibujo, el espectador encuentra una insólita propuesta de libertad y una sugestiva manera de entender el arte y la historia, los mitos y las religiones, de comprender al hombre, tanto en su reflexiva soledad como en su actitud ante el entorno político y social que le rodea, y a la naturaleza en su ansia de vida.
Primero, durante su etapa de mayor compromiso político en los amenes del régimen franquista y los años de la “santa Transición”, sus pinturas adquieren el tono de los ocres y los marrones; luego, durante los ilusionantes y movidos ochenta, se imponen los colores básicos (rojo y azul, amarillo y naranja, blanco y negro) en busca de una finalidad precisa: el deseo, el instinto, la mirada contemplativa, el sueño, la conversación, la seducción, la desnudez, el desdoblamiento, la ruptura…, y sus lienzos pierden una cierta carga ideológica para hacerse más jubilosos en ese juego de planos tan suyo. En su pintura están Velázquez, Goya y Picasso, pero nunca como imitación, sino como sustento, como un hilo invisible que mueve la espontaneidad de su trazo.
A finales de los años ochenta, Pedro se ha convertido ya en un reputado interiorista al que reclama para dar vida a sus casas y jardines una buena parte del empresariado catalán y está en la plenitud de su arte. Participa en numerosas exposiciones colectivas e individuales y su obra recorre ciudades de varias comunidades: Cataluña, Madrid, Valencia, Andalucía… y visita distintos países: Francia, Italia, Portugal, Alemania, Polonia, Argentina, Brasil, Estados Unidos, Japón… Además de su intensa actividad artística y profesional, saca tiempo de su sueño, que no de sus sueños, para leer con voracidad a Borges y a los clásicos españoles e incorporar a su temperamento artístico el idealismo de don Quijote y el buen sentido de Sancho, para sumergirse en la espléndida narrativa hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX a la búsqueda de lo real maravilloso y el nexo cubista de su literatura y el arte de vanguardia, en fin para volver una y otra vez a Antonio Machado y a Federico García Lorca; frecuenta con asiduidad el mundillo literario (había sido cofundador de la tertulia del Velódromo), mantiene amistad con artistas y escritores de la época, especialmente con los poetas de la generación del 50, y se siente atraído por el misterio de juntar palabras precisas sobre un folio en blanco, especialmente por la manera de hacerlo de Jaime Gil de Biedma. Sin embargo, lo mejor de todo fue el hallazgo del amor más cierto de su vida, Aída, la persona que cobijó bajo las cuatro letras de su nombre los días más dichosos del hombre sereno y maduro que había abandonado al impetuoso joven llegado a Barcelona tiempo atrás.
Durante los años noventa, la pareja viaja cada vez con más frecuencia a Sorbas. Para Pedro fue no solo el reencuentro con el territorio mítico de aquel tiempo sin amarres de su infancia (la verdadera patria del hombre, según Rilke), sino también con la tradición alfarera de su pueblo, y pensó en trasladar sus experiencias artísticas al barro, los barnices y las arcillas: en un acto de recreación, Pedro insufló al barro modelado por los alfareros de siempre un soplo de vida y le dio el verbo; desde entonces, la cerámica del barrio de las alfarerías también es una manera de contar mitos y fábulas, leyendas y costumbres populares, una nueva forma de hacer arte moderno. Para Aída supuso descubrir un paisaje insólito, el encuentro inesperado con una tierra desnuda y verdadera, sin hojarasca, como un poema sin artificios, donde todo es posible.
Juntos, vivieron un suspiro de veinte años, aspirando palabras de amor en las que cabía todo el universo. Fue una relación amorosa tejida con una amistad que los llevó a encontrarse con ellos mismos en la persona del otro. Hasta que la sierpe tumorosa, que había ido envenenando la hiel y la sangre de Aída, asestó el golpe definitivo una oscura madrugada de febrero. El tajo seco y helado, como el acero, cortó el aire y la vida toda, rompiendo la noche para siempre, doblegando el hasta ahora carácter indomable de Pedro, paralizando con el más certero dolor sus habilidosas manos y dejándole apenas un hilillo de voz con el que poder expresar su más profundo deseo: “mi destino entrego para que el suyo vuelva”.
Para Pedro, la palabra futuro se vació de esperanza y cada vez que pronunciaba el nombre de Aída la primera sílaba se convertía en un grito desgarrado, porque no hay dolor más grande ante la muerte de la persona amada que contemplar cómo el mundo prosigue su marcha indiferente ante la inmensa herida provocada por la ausencia.
Pedro volvió a Sorbas, a la que había dedicado las páginas de Sorbas. Historias del paraíso (2004), de manera definitiva para vigilar que el polvo del olvido no cubriera las cenizas de Aída y allí encontró en la literatura el exorcismo para expulsar los afilados cristales que le llenaban el corazón. El hombre maduro había sido abandonado por el viejo, que, a pesar de todas las transformaciones, no había perdido la identidad de aquel niño que se paseaba por el paraíso a la busca del fruto prohibido: “Podría estar en cualquier otro lugar,/ pero el azar me puso donde estoy/ y me obligó a un paisaje y a sus gentes./ (…)/ Estoy aquí para quedarme./ Ya no habrá otro lugar, ni otra historia/ que al sueño despierte de su letargo definitivo”.
Quien había dado la vuelta al mundo en ochenta días en más de una ocasión, ahora trataba de dar la vuelta a cada día en ochenta mundos. Definitivamente, la vida real nunca sería bastante para colmar sus deseos: “Estoy para verla venir, sin prisa,/ con el viento del sur en el semblante,/ las manos escondidas para no abrazarla/ y la pupila esperando el último horizonte”. Necesitaba de la ficción para enriquecer su existencia. Aparte de numerosos relatos y cuentos de mayor o menor extensión, algunos de ellos recogidos en Relatos imprudentes (2008), y de varias novelas de temática diversa, compuso poemas tan estremecedores como los que componen El cuaderno de Aída (2009) y 119 poemas sin futuro (2016), en el que sin necesidad de confesión alguna, muestra que ha vivido, que habla por cuenta propia, incluso cuando se hace cargo de lo dicho por otros, y que ha destilado lo que escribe, acercando hasta juntarlas poesía y verdad: “Se encenderán los envejecidos ojos/ con pasiones que ya son olvido,/ y seguiremos creyendo/ que las lentas tardes junto al mar/ y las doradas miradas del crepúsculo/ son la esperanza y el porvenir ”.
Además de todo ello, con Andrés Pérez, para quien parece haber sido creada la palabra entusiasmo, Pedro no ha cejado en el empeño de editar año tras año la revista Afa, una auténtica mina a cielo abierto de cultura popular, ni tampoco en el de rescatar trovos y cantares populares, como las carreras, tan frecuentes antaño en los bailes y fiestas de Sierra Cabrera, Sierra Alhamilla y Sierra de los Filabres (“El baile de las carreras/ tiene poco que aprender:/ unos las bailan corriendo,/ y otros, sin correr”), y las guajiras, esos cantes de ida y vuelta entre el Levante almeriense y el continente americano; y, después de todo esto, aún tiene tiempo para tocar la guitarra y entonar alguna copla bolera con la variopinta Cuadrilla del maestro Gálvez. También ha sido en los últimos años un colaborador asiduo de la revista Axarquía y de la colección Relatos de verano, promovidos por La Voz de Almería.
Sin embargo, nunca ha abandonado del todo sus pinturas y su actividad ceramista, a las que se ha seguido dedicando después de que, en el año 2008, la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y la Delegación de Almería ofrecieran una exposición antológica de su obra artística en el museo de la capital almeriense. Aunque la tecnología ha vuelto prescindible el insomnio, Pedro ha venido desvelando durante las dos últimas décadas los secretos guardados en su memoria, esos que le fueron revelados por el azar en las largas noches en vela, pasadas a golpe de cháchara y vuelos de la imaginación junto a su amigo José Simón, a la espera del misterio de la cocción cerámica.
Se hace verdaderamente difícil al escritor poder escapar del yo, porque, de alguna manera, la escritura no es más que una forma de lectura del propio autor. En este sentido, aunque se encuentra muy alejado del movimiento de la autoficción, tan protagonista de la literatura de nuestro tiempo, Pedro nos ha dejado varios autorretratos: “Nací en el sur y llevo/ un seco paisaje y la certeza/ de no ser ya de ningún sitio./ Abjuro de patrias y banderas,/ son circunstancias y colores/ manchadas con el oprobio de la sangre./ Reniego de los invisibles dioses/ que hicieron a sus pueblos vengativos/ y les llenaron de culpas y pecados./ Solo creo en el olvido que seremos,/ en los amigos que mis vicios disculparon/ y en las palabras que me llenaron de gozo/ cuando la noche engullía la esperanza”; “Me agradaría parecer lo que realmente soy;/ perverso, promiscuo,/ asesino de imbéciles,/ propagador de infamias/ y eyaculador de rosas./ Pero la educación ha hecho su trabajo”. Probablemente, lo que Pedro buscaba al escribir estos versos era lo mismo que pretendía León Felipe: “Quiero decir quién soy para que tú me respondas quién eres”, pues, como el poeta zamorano, sabe que las “Memorias” cuentan lo que no cuenta y, si se busca una autobiografía poemática, ésta debe ser “a la vez corta, exacta, confesional”.
En el interior de Pedro dialogan abiertamente, sin cortapisa alguna, desde hace mucho tiempo Narciso y Goldmundo, los dos personajes creados por Hermann Hesse para establecer la estrecha relación entre el espíritu de búsqueda y el alma artística, el rigor intelectual y la pasión creadora. Pero la obra del premio Nobel alemán es también un canto a la amistad, una de las palabras que mejor definen la trayectoria vital del artista almeriense. La amistad es la más libre y la más desinteresada entre todas las vinculaciones que se puedan establecer entre las personas (no tiene el carácter posesivo del enamoramiento, ni la obligación del compañerismo o la camaradería), y se hace posible en la aceptación del otro y en la donación al otro de lo que se hace, de lo que se tiene, de lo que se guarda y de lo que uno es para que, siendo uno mismo, ser también el otro. El amigo, el buen amigo, emerge desde la condición de buena persona, cuya esencia viene determinada por cuatro actitudes fundamentales que se dan en Pedro de una manera singular: el respeto, la tolerancia, la solidaridad y la alegría por el bien ajeno.
Despojado desde edad temprana del pesado fardo que suponía la doctrina basada en los catecismos de Astete y Ripalda, Pedro nunca tuvo al mundo, al demonio y la carne por los tres grandes enemigos del hombre, todo lo contrario. Siempre ha tenido una sonrisa de comprensión e indulgencia para las debilidades humanas, las propias y las ajenas, conocedor de que uno no tiene la culpa de todas sus debilidades y de que no hay certezas, sino que la verdad de hoy se hace con renuncias a las verdades de ayer y a las de mañana: “Pero mañana amaré la carne, el pecado/ y la debilidad de la gente de este mundo./ Cultivaré la duda, mi única creencia,/ la compañera fiel que nunca me ha engañado/ y me enseñó a cuestionar todo lo aprendido. (…) Las pupilas de Lucifer son estrellas erráticas que iluminan el fondo del abismo”.
En efecto, duda es precisamente otra de las palabras que mejor definen la personalidad de Pedro. Sabe que vivir no es un verbo seguro, salvo que vivas en la certeza y, entonces, resulta un verbo completamente inhumano. Pedro se siente desheredado de la certidumbre, que anula el valor de lo ficticio, sospecha de lo demasiado claro y le gusta escribir desde la incerteza, porque considera que es el lugar en donde el poeta menos balbucea: “Definitivamente sé, que toda certeza es una infamia”.
Y, junto a la amistad y a la duda, la palabra “creador”. El artista no crea de la nada. Crear equivale a elaborar una relación innovadora a partir de elementos preexistentes. Las obras de la Naturaleza están dotadas de vida y, por ello, son perecederas; en cambio, las obras de arte y las literarias, que son un invento más que un descubrimiento, perduran con la “angustiosa fragilidad de lo eterno”, aunque se tenga siempre la sospecha, sobre todo si se ha leído a Borges, de que las viejas manos siguen creando y escribiendo para el olvido que seremos.
Sin embargo, Pedro, a sus 80 años, continúa de forma casi ininterrumpida inventando para comprender y hacernos comprender lo que viviendo no entendemos, para recuperar lo perdido o dar cuenta de lo no sucedido. O, quizás, como una forma de conjurar el olvido y que al nombrarlo sea él quien deje de nombrarnos a nosotros. O puede que como una manera de convertir el tiempo, su verdadero artesano, en los días por gastar de los sueños y no en los ya gastados por el reloj. Acaso, porque intuye como los buenos chamanes de las culturas primitivas que los seres vivos somos relatos artísticos o literarios y los relatos, seres vivos. A sus 80 años, Pedro está dispuesto a salir al encuentro del futuro, a sabiendas que es una incógnita tendida al azar y a la esperanza, a seguir conjugando ese verbo en marcha de lo por venir. No somos pocos los que le agradecemos que nos haga más gustoso el tiempo que nos queda por vivir.