Quien quiera conocer lo que fue aquel infierno en la tierra que vino a poner punto y final a la Segunda Guerra Mundial debe acudir a la obra de Hersey. Quien quiera leer uno de los mejores libros de periodismo del siglo pasado debe hacerse igualmente con este libro.

En la primera página, Hersey nos presenta a seis habitantes y nos cuenta lo que hacían precisamente a las 8.15 h de aquel día fatal: dónde estaban, qué tarea les tenía ocupados, en qué pensaban o qué tenían frente a sus ojos justo en ese instante en que «todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto», como recuerda uno de ellos. No encontrará aquí el lector regodeo en el tremendismo ni pizca alguna de afán literario. No asoma el ombligo del autor en ningún párrafo. Adjetivos los justos. Claridad y concisión en grado máximo. Abunda la contención pero hay también compasión por estas seis vidas rotas.

Las páginas que detallan las sensaciones y movimientos de cada uno de ellos en las horas posteriores a la explosión son la viva descripción del espanto. Y ellos son un pastor de la iglesia metodista, dos médicos, la viuda de un sastre con tres hijos, una joven oficinista y un sacerdote alemán de la Compañía de Jesús.

Cuanto vamos a conocer del aquel caos será a través de ellos. Hersey salpica el texto de datos precisos que ayudan a entender el desconcierto dramático que supuso para tantas personas quemadas y fracturadas no encontrar a quien pudiera aliviarlas: «De ciento cincuenta doctores en la ciudad, sesenta y cinco murieron, y los demás estaban heridos. De 1.780 enfermeras, 1.654 murieron o estaban demasiado heridas para trabajar. En el hospital más grande, el de la Cruz Roja, solo seis doctores de treinta eran capaces de trabajar, lo mismo que solo diez enfermeras entre más de doscientas».

Y esos pocos médicos apenas podían hacer más que evitar que la gente muriera desangrada. Los supervivientes le contaron a Hersey que había pacientes en todos los rincones de aquel hospital, que los heridos ayudaban a los mutilados, que familias desfiguradas se apoyaban entre ellos y que muchos no paraban de vomitar.

Tragedia previsible

Más datos sobre el panorama que dejó Little boy, como se bautizó la bomba que lanzó el Enola Gay aquella mañana de agosto: «En una ciudad de doscientos cuarenta y cinco mil habitantes, cerca de cien mil habían muerto o recibido heridas mortales de un solo golpe; cien mil más estaban heridas».

Es inevitable que Hersey describa algunas escenas de pesadilla, situaciones dantescas como la de aquellos «con las cuencas de los ojos huecas» porque debieron mirar hacia arriba en el momento de la explosión. En todas ellas las quemaduras omnipresentes. Quemaduras, nos cuenta, cuyo aspecto iba cambiando a lo largo de ese día: primero amarillas, luego rojas e hinchadas y a la tarde ya supuraban olorosas.

¿Una tragedia previsible? Las gentes de Hiroshima se temían que en cualquier momento los B-29, que habían bombardeado ciudades cercanas, decidieran ponerles en su punto de mira, incluso corría el rumor por Hiroshima de que los americanos les reservaban «algo especial». Hersey recoge en su libro las distintas hipótesis que luego fueron manejando las víctimas a medida que iban pasando las horas, los días tras la explosión. Entre ellas no descartaban que un avión hubiera rociado gasolina sobre toda la ciudad para luego prenderle fuego, o bien que todo aquello fuera resultado de algún gas combustible.

Hibakusha

El tercio final del libro es una ampliación escrita muchos años después de la publicación del reportaje original. Hersey volvió a Hiroshima a mediados de los años ochenta para saber qué había sido de sus protagonistas tanto tiempo después y poder escribir un último capítulo titulado Las secuelas del desastre. Por ella nos enteramos de que los japoneses, por respeto a los muertos, evitan referirse a las víctimas de Hiroshima y Nagasaki como «supervivientes». Utilizan el término hibakusha, que literalmente significa «persona afectada por una explosión».

Impresiona en las páginas finales que al tiempo que conocemos las secuelas que dejó la bomba en esta media docena de vidas vayamos también comprobando que el sufrimiento generado en el año 45 no solo no fue disuasorio, sino que marcó el inicio de una carrera entre países (Unión Soviética, Inglaterra, Francia, China) por ver quién disponía antes de su propia arma nuclear.

Hersey (Tientsin, China, 1914 – Florida, 1993), que fue corresponsal de guerra para la revista Time y ganó el Pulitzer por su primera novela, ha quedado como el autor de este clásico de la literatura de guerra. Una pieza maestra para la cual parece ser que solo necesitó quince días de investigación sobre el terreno en Hiroshima y un mes más en Nueva York para escribirla. Un modelo a imitar en 1946 y en 2015.

Hiroshima John Hersey
Hiroshima
John Hersey
Traducción: Juan Gabriel Vásquez
Turner
186 p
17 euros