Mientras se sentía escrutada por el público ella hablaba tranquila, sin pretender impresionar a nadie, de las rutinas de su oficio. Nos contaba, relajada, sentada en una silla incómoda de madera, cómo necesitaba aislarse cuando estaba sumida en el proceso creativo, en el “despacho del fondo” dijo, y no permitía que nadie entrara a molestarle. Ni su pareja, ni sus gatos, ni una llamada impertinente. La magia de las palabras parecía llegar del aislamiento absoluto con un halo casi sagrado y yo, mientras, tomaba nota de todo. Por si se me pegaba algo…
Recuerdo que fuimos a esa charla porque estaba dentro del programa diseñado por una de mis amigas. Yo seguía y atendía sin rechistar, tratando de alimentar la mente y el cuerpo. Algunos de los encuentros previstos, que tuvieron lugar ininterrumpidamente durante ese fin de semana en varias localizaciones de esa ciudad mágica que mira al Pacífico, apenas los recuerdo. Pero el que tuve con Leila se me quedó grabado. Su templanza y la forma en la que era admirada por todos, incluso por el que la entrevistaba, me dejaron impactada. No es un gran discurso existencial lo que sacas de una charla de Guerriero. Es el reencuentro íntimo con tu propio ser a través de una recolección de momentos rescatados de la observación más fina e iracunda del agotador motor de la rutina. Gasolina para unos, la crónica de una muerte anunciada para todos los demás.
Poco tiempo después de nuestra primera cita en Valparaíso, ya de vuelta en Santiago de Chile, descubrí que Leila tenía una columna en El País [1]. Sin que se convirtiera en rutina, mi encuentro con ella acabó convirtiéndose en eso precisamente, en un encuentro íntimo de carácter semanal, imperdible, en el que iba rescatando pedazos de enseñanzas con los que aprendía a enfrentar la vida de una forma más poderosa.
Uno de esos proverbios, que sólo ella puede lanzar al vacío con tanta firmeza, sin soberbia, lo convertí en mi eslogan de Twitter: “Esto es la aventura, a esto viniste: no tengas miedo”. Algo muy parecido a lo que dijo en la película Martín Hache el personaje interpretado por Eusebio Poncela, Dante, a un jovencísimo Juan Diego Botto: “Hay que seguir siempre adelante, aunque sólo sea por curiosidad”.
Es ahí cuando me doy cuenta de que, con esos pequeños pedazos de realidad, la vida se convierte en un juego de malabares con claroscuros. En un collage del todo irrisorio, en el que un día lo que parecía maravilloso se convierte en tu mayor pesadilla. Y al revés. La maldición que se convierte en tu aliada. Mientras seguimos navegando en un océano de prejuicios que parecen ayudarnos a entender mejor el mundo, pero que no dejan de demostrarnos, una y otra vez, que estamos equivocados, que no sabemos nada.
Según me atrevo a cumplir años y a alegrarme por cada nuevo triunfo siempre pienso en Leila, incluso en Eusebio, y sé que debo abrazar todo lo que llegue y esté marcado en el camino. No hay que preocuparse, lo bueno tal cual viene se va, pero eso también sucede con lo malo. Hay que agarrar cada cachito de enseñanza que sólo se encuentra en las experiencias más negativas y, por supuesto, en esas columnas condensadas en El País.
Y, mientras, me entero de que ha publicado un libro. Una selección de sus columnas escritas a lo largo de más de cinco años, dibujando un recorrido casi autobiográfico hasta la actualidad. El libro se titula Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide, 2019) [2].
Siempre me han parecido curiosos los trabajos literarios que se componen de esa amalgama de escritos sin trama ni final, sin saber si te están tratando de explicar algo o sólo te están ayudando a transitar por la vida. Me costó, por eso, enganchar con este, pero encontrando los espacios para irlo leyendo poco a poco, de repente ese primer encuentro íntimo en Valparaíso volvió a revivirse, al igual que esos años de transición en los que me ha ido acompañando con sus columnas, y en los que he vivido un traslado de continente o una firma hipotecaria.
Y al final del camino de baldosas amarillas siempre aparecía Leila. Hoy en forma de libro.
Viviendo con los ojos abiertos el viaje por el nuevo libro aparece ella en toda su esencia, columnas de eternas enumeraciones y finales secos de una frase compuesta por tres palabras. Su decidida misión de compartirnos los escritos entrecomillados que le han tocado el alma, y que suelen ser textos de algunos de sus autores predilectos: Clarise Lispector, Ricardo Piglia o Idea Vilariño.
Su descripción pasmosa de la transformación de un día cualquiera en uno maravilloso compuesto por pequeños detalles, que son los que importan, los que nos hacen felices, los que nos rescatan de las cosas que creemos importantes y nos devuelven a la esencia de la vida. Su determinante reencuentro con la infancia, desde la figura de una abuela que marcó su educación a enfrentar la pérdida y orfandad en la madurez. No hay humano que no vaya a vivir eso, no hay persona que no vaya a irse de aquí.
Y Leila sigue amasando el pan, -como a ella tanto le gusta-, regando sus plantas y observando cómo han crecido a cada regreso de un nuevo viaje, para entender esa felicidad forajida, concentrada en un instante penoso que se acaba escapando: “Y por un segundo, antes de entender que había sido feliz por error, sentí el tiroteo de la felicidad más plena”. Y sientes su dolor, porque también tú te has sentido así. De nuevo ese aliado que se ha vuelto tu mayor enemigo: “Después, como todo el mundo, sobrevivo”. Y me calmo, y entiendo, y todos los que leemos a Leila levantamos la cabeza y nos animamos a seguir caminando. No sé por qué pero no hay ni un ápice de color en su escritura y, sin embargo, sus textos brillan.
“Dejar atrás es la forma de ganarlo todo. (Qué curiosidad)”.