Manejaba Camba con maestría la paradoja. Como corresponsal, especialmente antes de la guerra civil, nos contaba su vida desde Londres, Berlín, París o Nueva York. Sin embargo, como particular, se las apañó para que, seis décadas después de su muerte, sepamos entre poco y nada, por ejemplo, de su vida sentimental, si es que tuvo algo parecido a eso. Francisco Fuster, autoridad incontestable en la obra de Camba, ha resumido en menos de doscientas páginas su peripecia vital y profesional, desde su enérgico anarquismo adolescente en tierras argentinas hasta su progresiva conversión en un tipo amargado, apático y quejoso, profundamente maniático y cada vez más misántropo, que pasa los últimos trece años de su vida poco menos que recluido en una habitación del Hotel Palace de Madrid.
Un clásico vivo
Seguramente, como escribe Fuster al inicio del libro, puede que a Camba no se le estime literariamente ni se le estudie en los colegios como sucede con los autores del 98, del 14 o del 27, pero editorialmente está más vivo que la mayoría de ellos. En los últimos años, Fórcola, Renacimiento, Reino de Cordelia, Libros del K.O. o Pepitas de Calabaza han ido dando cuenta de buena parte de lo mejor de su obra. ¿Cuántos autores españoles nacidos en el siglo XIX pueden –si pudieran– presumir de semejante interés en tiempos de chatbots de inteligencia artificial?
La peripecia y evolución de Camba, orgullo indudable de la localidad pontevedresa de Vilanova de Arousa, tuvo sus primeras paradas importantes en su propia tierra con su acercamiento al regionalismo gallego; luego en Buenos Aires, aún menor de edad, inaugurando su fase de ardor anarquista; y después ya en el Madrid de los cafés que acogen tertulias literarias, donde Rafael Cansinos Assens, autor de La novela de un literato, le conoció y retrató como feroz anarquista pero amante de “la buena vida burguesa, los bistecs gordos y las mujeres finas”. A la capital aún llegó con ganas de dar la pelea libertaria si bien no tardó en ir sustituyendo las colaboraciones en la prensa anarquista por la republicana para recalar finalmente en ABC. En el diario monárquico estará más que en ninguna otra cabecera pero le será alguna vez infiel cuando le llegan mejores ofertas económicas.
Un corresponsal único
Desde que puso el pie por primera vez en otro país en calidad de corresponsal, no hubo duda: los lectores, los mandamases del periódico y él mismo se dieron cuenta de que no es que fuera bueno, es que tenía un talento innato para la tarea, demostrando, según Fuster, “una especial habilidad para el razonamiento inductivo, por un lado, y para el empleo de figuras como la paradoja o la metonimia, por otro”. Y añade que quizá el rasgo más característico de su forma de argumentar sea su facilidad para elevar la anécdota a categoría, para sacar conclusiones generales a partir de ejemplos concretos. Tenía lo que el escritor Juan Bonilla definió como una tendencia a practicar “el deporte de generalizar. Y así muchas de sus columnas se parecen al chiste del ‘van un inglés, un francés y un español…’”.
Por exótico que fuera el destino, a Camba le interesaban, sobre todo, las personas corrientes y los sucesos cotidianos. Para un periodista como él, que arrastraba a sus fieles allá donde escribía, cada ciudad y sus habitantes acababan teniendo su correspondiente antología de crónicas, hubo para los ingleses (Londres), para los alemanes (Alemania), para los suizos (aunque ya aclaró él que en Suiza no hay suizos: Playas, ciudades y montañas), para los estadounidenses (Un año en el otro mundo primero, La ciudad automática después), para los italianos y los portugueses (Aventuras de una peseta) y para los españoles, claro (La rana viajera). Huelga decir que la guasa con unos y con otros gustaba más a los españoles que a los alemanes o franceses que vivían en España y leían indignados sus piezas.
En todas hay ese humor marca de la casa. También lo hay en su texto gastronómico La casa de Lúculo, el único cien por cien escrito desde el principio como libro, que no surge como recopilación de columnas. En él podemos leer, por ejemplo, sobre su pasión por las sardinas: “No son para tomar en el hogar con la madre virtuosa de nuestros hijos, sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa. Las personas que se hayan reunido alguna vez en el acto de comer sardinas ya no podrán respetarse nunca mutuamente, y cuando usted, querido lector, quiera organizar una sardinada, procure elegir bien sus cómplices”. El humor políticamente incorrecto campa a sus anchas y en no pocas ocasiones se le va la mano, al menos para los tiempos actuales. Ya lo dijo Andrés Trapiello en Las armas y las letras: “Si el humor parece patrimonio de los conservadores, podríamos decir que literariamente hablando también en España solo la derecha ha pensado en el sistema digestivo, de Camba a Pla, pasando por Cunqueiro, Castroviejo, Perucho o Luján”.
Pero donde el humor –machista o no, prejuicioso o no, siempre eficaz– pierde el protagonismo es en Haciendo de República, una obra contra Manuel Azaña y compañía que respira por la herida de no verse poco antes entre los amigos y colegas de generación que fueron premiados por el nuevo régimen con una embajada. La quería con verdadera ansiedad y nunca se la ofrecieron (“la excepción que se ha hecho conmigo me resulta no ya solo humillante, sino también ofensiva”). Le propusieron, en cambio, un par de veces ocupar un sillón en la Academia y no quiso. “¿Para qué quiero yo un sillón si necesito una casa entera?”, dicen que dijo.
Esa misma Academia, en su diccionario, recoge dos acepciones del término polizón. Como persona que embarca de manera clandestina. También como tipo ocioso y sin destino. Camba, que un mes de abril de 1901, con solo dieciséis años, se escondió en un trasatlántico que zarpaba rumbo a la capital argentina, siguió siendo siempre a su manera un polizón y se fue quedando sin destinos. Supo ocultarse hablando mucho de sí mismo. Y no pudo permitirse, eso sí, ser ocioso pero la vocación la tenía.
Julio Camba. Una lección de periodismo
Francisco Fuster
Editorial Fundación José Manuel Lara
182 páginas
19,90 euros