Para enterrar a una persona,
con envolverla con una sábana basta.(Antonio Machado)
Entre el 28 de enero y el 10 de febrero de 1939, más de 100.000 españoles, hombres, mujeres y niños, pasaron por la estación francesa de Cerbère, forzados al exilio después de tres años de lucha contra el franquismo. Entre ellos estuvieron Antonio Machado, su madre, Ana Ruiz, su hermano José y Matea, la esposa de éste. Apenas unas semanas después, el 22 de febrero, miércoles de ceniza, el poeta moría en la cama de un modesto hotel del pueblo marinero de Collioure, en cuyo cementerio fue enterrado al día siguiente.
Un río humano se desborda en vueltas sin atajos
mientras busca una desembocadura en la frontera francesa.
Ligeros de equipaje, sin volver la vista atrás, Antonio y Ana
marchan cansinamente cogidos del corazón.
Ancianos ya los dos, van tirando, como pueden,
de sus cuerpos en demolición.
A su lado, caminan a paso lento José y Matea,
con la vista puesta en las hijas ausentes.
Y sin perderlos de vista a todos ellos,
Corpus Barga, el buen cireneo.
Avanzan arrastrados por una muchedumbre desvencijada
que se dirige, vértigo a vértigo, al incierto mañana del destierro.
Cae la noche como un pesado telón de hambre, fatiga y tiritona,
y se adentra en la madrugada con su negra escarcha de soledumbre.
Cruzan la frontera bajo una lluvia torrencial
que parece derrumbar el firmamento.
No encuentran compasión ni consuelo,
sino la fría mirada de los gendarmes: ¡Allez, allez!
Buscan refugio en un destartalado vagón,
arrumbado en una vía muerta del tren.
¿Cuándo llegaremos a Sevilla?
Llegan a Collioure: despojados de todo, desnudos de esperanza.
El poeta ya no espera, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Abatidas por el cansancio y la desventura las agujas de la rebeldía,
los días transcurren ya al compás de la resignación.
Antonio apenas sale de la habitación del hotel,
tan solo quiere ver el mar por última vez.
Se acerca a la playa sin nadie, se quita el sombrero
y se deja lamer la frente por una brisa quebrada.
Apenas piensa, sola-mente escucha respirar el agua en su jadeo de guijarros
y siente clavados en los suyos los desolados ojos del horizonte.
Todo pasa y todo queda.
Pasa el recuerdo como un harapo de la memoria,
queda la nota arrugada en el bolsillo de su chaqueta:
Estos días azules y este sol de la infancia.
Por mucho que valga el hombre,
nunca tendrá valor más alto que el de haber sido niño.
Y en un día como tantos, jueves, 23 de febrero de 1939,
descansó bajo la tierra.
Buena gente, en el buen sentido de la palabra buena.
Acaso, el mejor de los buenos.