Advierte que todavía le queda intacta la imaginación y se da cuenta de que sabe tocar muy bien el violín, aunque el que ha conservado en el trastero de sus días sea un viejo y desvencijado violín. Él es un gran violinista que puede tocar en los grandes conciertos del mundo, un maestro de las cuerdas capaz de penetrar las finas paredes de la conciencia humana y poner sonido a elegías de silencio, un virtuoso que puede ver un día la cara de Dios, aunque sea entrando en el cielo “por la gatera de la puerta trasera”.
Termina el poema y sigue escribiendo. Siente el deseo de regalar unas últimas palabras, hijas de la imaginación con la que ha creado todo. En 1965 aparece ¡Oh, este viejo y roto violín!, porque “… con él tengo que tocar todavía/ unas cuantas canciones/ que se me olvidaron en mis Obras Completas” (habían sido publicadas dos años antes por la editorial argentina Losada). Y, como despedida, también necesita pedir perdón: “Voy perdiendo la memoria/ y olvidando todas las palabras…/ Ya no recuerdo bien…/ Voy olvidando… olvidando… olvidando…/ pero quiero que la última palabra,/ la última palabra pegadiza y terca,/ que recuerde al morir/ sea ésta: Perdón”. Fruto del extraño repunte optimista de su ánimo, probablemente sea esta una de sus obras más logradas, en la que de manera más nítida se muestra el hombre y el poeta como un mismo y único instrumento.
El sol de España
Entre la publicación de uno y otro libro, Carlos Arruza, tan generoso siempre con su tío, le regala el viaje a España que parecía estar deseando hacer desde hace algún tiempo. Sin embargo, el día en que el poeta ha de salir para Madrid, se lo encuentra en su casa con las maletas hechas, pero metido en la cama y con la intención de no levantarse para tomar el avión. Ya no volvería a ver “ese sol de España que no he vuelto a encontrar en ninguna parte del mundo”.
Puesto ya un pie en el estribo, termina de escribir Rocinante, obra que constituye una especie de epílogo de la anterior y que no verá impresa (la edición es de 1969). Tampoco verá terminado el libro que ha comenzado a escribir tras el dedicado al “loco centauro del delirio” y que contiene la Carta de viaje que le dejó en un zapato a su pequeño amigo Benito, el “Ángel del acordeón”, la mañana del día de Reyes de 1968.
Se trata de una despedida, en la que compara su vida –y la de los otros– con un largo viaje en tren lleno de estaciones de ferrocarriles: “La vida, nuestra vida no es más que una/ estación de llegada y de partida/ y la muerte un cambio de tren,/ un pequeño trasbordo./ Detrás de nosotros quedan muchas estaciones/ donde hemos parado ya unos minutos…/ Y delante… mira, Benito,/ mira todas esas estrellas allá arriba…/ todas nos esperan,/ todas son estaciones en espera”.
En la primavera, aquella primavera del 68, la juventud entonaba himnos libertarios por los parques de San Francisco y los bulevares de París, hacía frente con la honda de David a los tanques del Goliat soviético en las calles de Praga y reclamaba nuevas formas de hacer política y justicia social en las plazas de México. Mientras, el viejo poeta libertario iba descorazonándose en su ahora ya hogar, más que exilio, mexicano. Apenas notaba saltar al ciervo alojado en su corazón y su pulso no sentía el latido del mundo. Se fue con los últimos días del verano. Lentamente. Durante el coma en el que lo sumió una piedra malaventurada en forma de embolia soñó que antes que poeta había sido farmacéutico, un boticario a su manera.
En el tiempo que duró la ensoñación, León pudo recordar que, siguiendo la fórmula de Tomás Segovia (un tercio de león sano, dos tercios de paloma y otros buenos ingredientes), primero se hizo alquimista y, luego, cuando ya supo todos los secretos de la alquimia, se hizo poeta para poder expresar su canto. Se vio a sí mismo trabajando en la farmacia de algún pueblo de Cantabria, Vizcaya o Castilla un día cualquiera: “Detrás del mostrador había una gran mesa de mármol con una balanza, una caja de pesas, un herbolario, en el que se nombraba a las plantas por su nombre y no por sus latines, y un mortero. Y, detrás de la mesa, las vitrinas con el variado botamen que había ido adquiriendo a lo largo de sus viajes. En esta trastienda de los secretos, perfumada por el olor del almizcle –el mejor estimulante de la imaginación–, León Felipe seguía las enseñanzas de Dioscórides y preparaba colirios para dar claridad a los ojos del corazón, y colutorios, a base de vino y mieles, para quitar el sarro de los días. Siguiendo las recomendaciones de Ahmed al-Harrani, el sabio boticario de Medina Azahara, elaboraba ungüentos con los mejores cuentos de Sherezade para mitigar el dolor de saber que cada noche que viene está más cerca de la última noche que tendremos. De las piedras pequeñas y ligeras, de los humildes guijarros recolectados por los caminos, trataba de extraer arcanos minerales, a la manera de Paracelso, y confeccionar “según arte” elixires de vida para regenerar el mundo. Había aprendido también a realizar otras operaciones galénicas más complejas, como granular y comprimir; así podía desarrollar diálogos teatrales como comprimidos, para comprender mejor al amigo, al vecino, a las gentes que pasaban por delante de la ventana de la farmacia, aunque nunca llegó a dar con la dosis exacta para comprender la muerte de esa niña que, al pasar, le llamaba cariñosamente ¡tonto! Con la receta de los buenos poetas, acondicionaba píldoras como poemas –con menos dorado que los de Pablo Neruda–, que contenían como principio activo ánimo para los pobres y esperanza para los desesperados. Finalmente, sin más instrucciones al uso que su propio saber aprendido por los caminos, las posadas y las lecturas cervantinas, preparaba un bálsamo de romero, como si fuera el salutífero bálsamo de Fierabrás, para reparar quebrantos y ofrendar al dios que todos llevamos dentro”.
En un momento del sueño, el herbolario se le llenó de lágrimas secas, moradas: lilas, lavandas, violetas… y entonces, entonces se produjo lo que aventuraban los versos de César Vallejo: “Entonces, todos los hombres de la tierra/ le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;/ incorporóse lentamente,/ abrazó al primer hombre; echóse a andar”. Por el camino, por su Camino, se encontró con el “estrafalario fantasma de la Mancha” subido al “más pura sangre de la mitología española” y le pidió que le hiciera un sitio en su montura y lo llevara a pastorear por las estrellas.
El mismo día de su muerte, un miércoles de luna en deshojada, el ejército mexicano invadió el campus de la Universidad Autónoma de México, donde se manifestaban de forma pacífica los integrantes del movimiento de resistencia civil surgido de las demandas sociales y de democratización de la sociedad mexicana, así como de las ideas libertarias y de revolución cultural que dominaban el imaginario occidental. Sería el primero de una serie de enfrentamientos entre las Fuerzas de Seguridad del Estado y los manifestantes, que acabaría dos semanas más tarde en la balacera de la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelalco. Tan solo era la primera de las telarañas que comenzaron a cubrir todo lo que se soñaba. Las siguientes tendrían una tela todavía más tupida y oscura: fueron tejidas con el horror de las dictaduras latinoamericanas de los años setenta. Afortunadamente, para entonces, a León Felipe tan solo le llegaba la luz que se colaba cada mañana entre los árboles del bosque de Chapultepec.
Ha pasado medio siglo desde entonces. Todavía no es el olvido quien te nombra y pronuncia: León Felipe. Como no se te daban bien los oráculos, no acertaste en tus previsiones, dolorido cantor del hombre: tu poesía, al límite entre la razón y la locura, entre la desesperación y la esperanza, entre la oscuridad y la luz, siempre a la búsqueda de la paz y la justicia, ha permanecido como algo más, mucho más, que “una gotita de rocío diluida, perdida, anónima, en el gran río de las canciones eternas”.