Antes de llegar al que sería su mundo en la Tierra, había bajado a los infiernos –como Dante, como Blake, como Rimbaud– para terminar de cocer su propia arcilla de hombre y salir purificado, como un nuevo Jean Valjean; había pasado por purgatorios sucesivos para lograr el perdón con el reconocimiento de las miserias añadidas al pecado original, como el publicano del Evangelio de Lucas, y había tenido que soportar el limbo que fue el insoportable silencio de Juan Ramón Jiménez a sus palabras aventadas, quizás porque el poeta de Moguer consideró que cantaba “cosas de poca importancia” y que había deshecho en demasía el verso.
No sabemos a ciencia cierta qué día y en qué lugar nació (quizás fuera una mañana cualquiera de 1919 en una casa de un pueblo de la Alcarria). Solo se tuvo noticia de que lo había hecho cuando Enrique Díez Canedo dio fe de su vida y de sus versos en la revista España. En cambio, de lo que sí hay seguridad es que vino al mundo gritando: ¡ay!, el primer verso del primer poeta, “el origen del salmo”. Y también hay certeza de que se bautizó en el Ateneo de Madrid, bajo la primera Luna nueva de 1920: Versos y oraciones de caminante fue su cédula de bautismo.
Latido del corazón
En su declaración de fe literaria confesó haber nacido sin credo y sin escuela, bajo ningún signo estético ni decálogo normativo, y rechazó el verbo raro y la palabra extraña. Dijo no atender sino al latido de su corazón para que el verso se abra camino entre las palabras y pueda cumplir con la eterna e inmutable ley de la belleza, porque ese ritmo del poeta es la única originalidad: “Desde aquí, desde donde estamos ahora, con las amplias libertades de la métrica moderna, ya del todo desencadenadas, podemos los poetas castellanos decir lo subjetivo y lo universal, lo pasajero y lo eterno. Podemos decirlo todo, pero cada uno con su voz, cada uno con su verso; con un verso que sea hijo de una gran sensación y cuyo ritmo se acorde al compás de nuestra vida y con el latido de nuestra sangre (…). Mi voz, además, es opaca y sin brillo y vale poca cosa para reforzar un coro. Sin embargo, me sirve muy bien para rezar yo solo bajo el cielo azul…”.
Al nacer, no tuvo patria, ni tribu, ni comarca, pero sí un ayer. Venía de antiguos poetas, como Prometeo y Jorge Manrique, y de otros nuevos, como Miguel de Unamuno y Antonio Machado. Por sus venas corría sangre de Alonso Quijano y de Hamlet, de Sócrates y de Nietzsche, y su alma compartía, sin él saberlo todavía, tantos átomos de Walt Withman como de los desconocidos autores bíblicos. Estaba hecho de muchas páginas a la vez.
Su aspecto resultaba una mezcla de profeta errabundo, de buena facha física, y cómico de la legua, al que se le podían adivinar tanto su aire solitario como esa facultad de seducción propia de los actores. La frente despejada mostraba un entrecejo limpio y se arrastraba hacia atrás a una calva de siempre; la tez era blanca y la barba aborrascada todavía no presentaba el salitre de los oleajes atlánticos que adquirió con el tiempo; los labios más bien tiernos, y los ojos, al fondo de unas gafas negras de carey, parecían estar oyendo.
Un cierto canibalismo
Tenía la carne encendida, como de poeta, y parecía como si la cara se le hubiera aquijotado durante el tiempo de gestación, a la vez que el temperamento. Le gustaba dormir, aunque los párpados nunca los mostraba vencidos, salvo en los sueños que parpadeaba versos. De voz agradable y algo embravecida, compartía profundos silencios con tronadas, lo mismo que su profunda ternura se veía a veces salpicada por un cierto canibalismo, su paciencia por arrebatos de ira y pasión y su humor inteligente por las perras que pillaba de vez en cuando. Todo lo que había aprendido acerca del hombre que, de manera insólita, ya era al poco de su nacimiento lo llevaba escrito en su gesto, marcadas las incipientes arrugas por un cierto escepticismo que, lejos de ser paralizante, resultaba fecundo.
León Felipe se propuso desde un principio deshacer el entuerto de la existencia y tratar de descifrar su propio enigma personal a lo largo de esta misteriosa trama de azar, destino y voluntad que es la vida, esa lucha interminable entre el deseo y la realidad, aunque parezca no importarle dónde pueda conducirle su propio andar y decida seguir errante hasta que el Viento lo lleve a su sitio.
Su sentir ácrata le hacía tener una firme voluntad de navegar a contracorriente, de no obedecer intelectualmente a nadie, de incumplir las normas sin más motivo que la pura rebeldía. Sus equivocaciones y aciertos no nacían de la sumisión, sino de su feroz independencia política. Su invalidez para las cuestiones prácticas y para los amarres de las cosas no le hacían necesariamente despegar los pies del suelo, salvo para subir a las estrellas, a las que quería llegar con sus hermanos, los hombres, porque lo que le importa “no es llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo”. A diferencia de Dostoievski y Tolstói, que consideraban que, si existe algún tipo de salvación, esta solo puede ser individual, creía que el entuerto ha de resolverse entre todos y que la liberación humana habría de venir del hombre entero.