Al final del recorrido por la vida y la obra de la poeta, a través de fotografías, poemas, documentos y objetos personales, la conclusión que se sacaba es que pocos escritores como ella han contribuido “no tanto a hacer una poesía para el pueblo, sino un pueblo para la poesía”. Y, sin entrar a valorar cómo es de grande su poesía (para eso están otros), sí que nos atrevemos a decir que su obra ha producido más beneficio que daño, aunque ella misma, de estar viva, nos recomendaría que no la tomáramos muy en serio.
Gloria Fuertes es mucho más que la “poeta de los niños”. Se trata de una “poeta de todos y para todos”, una escritora que podía escribir con total libertad, con un estilo personalísimo al que se refería José Manuel Caballero Bonald en estos términos: “Pocas veces unos poemas tan particularmente despojados de preocupaciones de estilo me han producido una más penetrante sensación de originalidad estilística”. Y, además de todo esto, fue también una mujer adelantada a su época, feminista, pacifista (“Quise ir a la guerra, para pararla; pero me detuvieron a mitad del camino”), reivindicativa, siempre del lado de los desfavorecidos, creadora fuera de cualquier surrealismo y postismo, una vez liberada la imaginación de todo freno. A la pregunta de ¿para qué sirve un poeta?, ella respondía: “El poeta sirve … como unas gafas, para que veas, hijo mío, para que veas”.
La escritora supo combinar el mundo de los niños, inventando para ellos centenares de cuentos y miles de versos (“Un niño con un libro de poesía en las manos nunca tendrá de mayor un arma entre ellas”), y el de los adultos, a los que zarandeó con poemas que hablan de la realidad social, de los sentimientos y del viaje interior en soledad (“el poeta tiene que ver con el verbo ver, con el verbo sentir y con el verbo escribir”).
Gloria escribía como hablaba. Quizá por eso se le entiende todo y la entendemos todos, niños y mayores. Quizá por eso la admiraba Vicente Aleixandre y confesaba envidiarla como poeta Camilo José Cela. Gloria escribía como actuaba. Quizá por eso la también poeta Celia Viñas decía que por su sangre corrían “imaginación, corazón, naturalidad, espontaneidad y, ante todo, humanidad”. Quizá por eso quien lee un poema de Gloria Fuertes ya no olvida de quién es.
La exposición organizada en Madrid seguramente es la que ha tenido mayor repercusión, pero no ha sido la única actividad que ha servido para reivindicar su figura. Desde comienzos de año se han celebrado numerosos actos (cursos, encuentros, lecturas, conferencias…) en lugares diferentes, se han realizado ediciones recopiladoras de su obra y se han reeditado directamente una buena parte de sus libros.
Este mismo viernes, 28 de julio, en la Corrala Abierta de la calle Mesón de Paredes y otros espacios del barrio de Lavapiés [1], donde Gloria nació “a los dos días de edad, pues fue muy laborioso el parto de mi madre/que si se descuida muere por vivirme”, los Veranos de la Villa rinden homenaje a la poeta (“una trabajadora libre del libro”) y a la mujer (“liebre libre que no se deja cazar”) que siempre fue por libre: libro, liebre, libre.
Como no veo en ello ninguna campaña orquestada, sino tan solo la voluntad de retrasar, en la medida de lo posible, la sentencia implacable del olvido, también queremos poner nuestro pequeño grano de arena rescatando entre las cenizas de la memoria la participación de la poeta en el ciclo de conferencias La enfermedad desde el enfermo, dirigido por el profesor José de Portugal en la Universidad de Salamanca, cuando comenzaban los calores de los años noventa.
Por el ciclo habían pasado ya escritores como Camilo José Cela, Gonzalo Torrente Ballester o Francisco Umbral, pero ninguno de ellos había conseguido una cercanía con el público como la que logró Gloria Fuertes, hablando de su vivencia de la enfermedad, del “estar” y “ser” enfermo, con esa voz suya tan peculiar y con su personalísimo decir (a veces, cuando hablaba, parecía estar leyendo alguno de sus poemas).
Gloria contó, sin palabras que haya que buscar en los diccionarios, que nada más llegar al mundo por el tiempo en el que maduran los frutos de la higuera se encontró con la enfermedad del desamor, de la que se curó con tiempo y haciendo crecer hasta los límites de su pecho a su propio corazón: “Yo también nací un domingo./ Aunque cuando ‘me hacían’/ mis padres ya no se querían,/ (a mí tampoco)”. Escapó por los pelos de la gripe española del dieciocho, que en realidad era americana, y cuando comenzó a andar, se encontró con otra de las enfermedades que no recogen los manuales de patología médica: la pobreza. Luego, “a los nueve años me pilló un carro/ y a los catorce me pilló la guerra;/ a los quince se murió mi madre,/ se fue cuando más falta me hacía…”. Dada la escasez de medios con que contaba la familia, ella recordó que era una “niña con zapatos rotos y algo triste porque no tenía muñecas”. Cuando acabó la guerra no tuvo para llevarse a la boca más que algunos de los bocados que, de vez en cuando, proporcionaban las cartillas de racionamiento. Y se puso a escribir para comer.
Pasado el tiempo, su vida se convirtió en las páginas de “un libro loco de todo un poco”, en el que trató de contar todo lo que pasaba y todo lo que le pasaba. Entre los humores hipocráticos descubrió la risa amarga, que es la bilis negra; y, entre los remedios galénicos, la hierbarrisa, que es la sonrisa dulce de quien sabe que no hay utilidad en la tristeza. Para aliviarse la tos ronca que le provocaba el tabaco le escribió versos a dos gatos, Mosquito y Ros, o trató de convertirla en el mecanismo que permitiera aumentar la actividad ponedora de La gallinita: “Aquí te espero,/ poniendo un huevo”,/ me dio la tos/ y puse dos”.
Mientras tuvo aliento sopló hasta llenar de aire un globo, dos globos, tres globos… y para impulsar al cielo una cometa blanca. Pero un cangrejo con instintos malvados se le instaló en los pulmones y quiso adueñarse de todo su ser. Ella, que tantas veces había sido condoliente –¡cómo duele la ausencia de esta palabra en el Diccionario de la Real Academia!–, compartiendo el sentimiento y el dolor del otro, pasó a ser doliente: “Estoy a solas con Dios y mi dolor”. Murió un insípido viernes de noviembre cuando contaba 81 años de edad: “Triunfé con mi poesía,/ pero no asistí a mi triunfo./ Si tengo algo mejor que hacer,/ tampoco asistiré a mi entierro”.
Que sepas, querida Gloria, que aquel bebé al que dedicaste un ejemplar de El hada acaramelada llegó como tu habías previsto: “como una ola, como un pajarito sin cola”, llevando en la espuma de sus alas tu buena sombra y tu sentido de la generosidad…, y una inmensa pasión literaria. También libertaria.