León Felipe llega a Madrid con lo puesto, y lo puesto era un traje de lino que no resistió las primeras embestidas otoñales de la noche madrileña. Se instala en un primer momento en la Casa de las Flores y, poco después, lo hace en el palacio que la Alianza de Intelectuales Antifascistas había habilitado como residencia de escritores y artistas. Allí encontraría, con la ayuda de María Teresa León, un abrigo de caza con el que defenderse del frío.
Durante un tiempo vive en Madrid, pero termina por marcharse a Valencia, convertida en la sede del Gobierno republicano ante el asedio de la capital, aunque vuelve varias veces al frente de Madrid y hace algunas escapadas a Barcelona y a Francia. Durante este periodo entabla amistad con Emilio Prados, Rafael Alberti, Pablo Neruda, César Vallejo, Octavio Paz… y, sobre todo, con Antonio Machado, “uno de los pocos poetas españoles ungido con aceite puro y sagrado de olivos”, con quien seguramente compartió, además del ensueño y la esperanza, más de un secreto de “los días azules” de la infancia.
Para ayudar a la República escribe La insignia (1937), un poema desgarrado y profético que causó división de opiniones en el llamado Frente Popular porque, si bien se posicionaba inequívocamente contra la “España maldita de Caín, aunque la haya bendecido el Papa”, reprochaba a las izquierdas (sindicalistas, comunistas, anarquistas, socialistas, trotskistas, republicanos de izquierda) la falta de unidad y el haber invertido el orden de las conquistas históricas españolas (“Se va de lo doméstico a lo histórico/ y de los histórico a lo épico”) para anclarse en la domesticidad: “Pueblo español revolucionario,/ ¡estás solo!/ ¡Solo!/ Sin un hombre y sin un símbolo./ Sin un hombre y sin un símbolo./ Sin un emblema místico donde se condense el sacrificio y la disciplina/ Sin un emblema solo donde se hagan bloque macizo y único todos tus esfuerzos y todos tus sueños de redención”.
El poema contiene además un duro reproche a la actitud adoptada por Inglaterra, la portera de Occidente, a la que califica de “vieja raposa avarienta”, y describe con la precisión y técnica de los buenos periodistas los horrores de la guerra: “El 18 de noviembre, solo en un sótano de cadáveres, conté trescientos niños muertos…/ Los he contado en los carros de las ambulancias,/ en los hoteles,/ en los tranvías,/ en el Metro…,/ en las mañanas lívidas,/ en las noches negras sin alumbrado y sin estrellas…”.
Cuando vio que España había estallado como una granada y que aquí no se podía hacer nada ante la cómplice pasividad de las democracias occidentales, se negó a presenciar el espectáculo de ver a su madre con el vientre a cuestas. Tomó una maleta con toda su rabia, vergüenza y estupor y volvió a México (1938), convirtiéndose en agregado cultural de la embajada de la República en el exilio (única reconocida por el Gobierno de Lorenzo Cárdenas) y en un español tan mexicano como mexicano español.
En el trayecto de regreso había compuesto El payaso de las bofetadas y el pescador de caña, donde muestra su dolor por la injusticia, defiende que “el poeta habla desde el nivel exacto del hombre” y aboga por la responsabilidad del poeta en la construcción de la historia: “La historia la hacemos entre los dioses y los hombres. Y cuando los dioses se duermen por cansancio o por astucia, es cuando más ha de vigilar el hombre. Y dar la señal de alarma. La señal de alarma la da siempre el poeta prometeico”.
Desde entonces, el exilio le dejó varado en la otra orilla de la lengua española como su inclasificable poesía lo dejaría al pairo de las corrientes literarias de su época (él mismo se definiría como “una oveja sin rebaño”, mientras Max Aub afirmaría que “León Felipe es –él solo– una generación”). Sin embargo, el pálpito de la sangre, el sueño y la palabra se continuó en las tierras americanas: “Mi patria está en todos los rincones de esta tierra de promisión… que ahora se me abre inmensa… desde el río Bravo a la Patagonia… He perdido la España matriz, vieja España europea y africana donde nací… pero aquí se me ha multiplicado la patria”.
Había ardido España y, ahora, Europa –y el mundo todo– se llenaba del color del espanto (“la costra de la Tierra es una llaga purulenta/ y Job el leproso colectivo”). Es el tiempo de la desolación, que lo arrebata todo y llena los espacios de cieno. No sabe si tomar una dirección hacia otra esperanza o coger otra dirección para esa misma esperanza por la que ha venido luchando. En una y otra se encontrará con el polvo de los caminos, pero ha de seguir avanzando porque, aunque la vida no solo sea esperanza, el hombre no puede vivir sin ella. Sus libros profundizan tanto en la inquietud personal como en la metafísica, intentando descubrir las claves de la existencia humana.
Al mismo tiempo, en esta etapa su poesía asume el compromiso político y social de dar una respuesta activa a lo que está pasando en el mundo, utilizando para ello el arma de mayor precisión que un poeta tiene para la resistencia: la palabra. De ahí que su poesía adquiera el carácter de un grito, recurriendo al salmo, fórmula de raíces bíblicas y sonido profético.
Entre las obras de este periodo están: El hacha (1939), poema al que parece trasladarse parte del relincho furioso de La Insignia: “… en esta tierra maldita no hay bandos./ No hay nada más que un hacha amarilla/ que ha afilado el rencor…”; Español del éxodo y del llanto (1939), donde retrata un mundo que se desvanece y convierte al exilio en la sustancia principal de su canto, mostrando una vez más el papel de España como “madrastra de tus hijos verdaderos”, como en su día denunciara el verso de Lope de Vega, pero pidiendo, como en el Poema de Fernán González: “¡Señor, por los nuestros pecados, no destruyas España!”, y gritando para que lo oiga Franco: “Tuya es la hacienda,/la casa,/ el caballo/ y la pistola/ Mía es la voz antigua de la tierra./ Tú te quedas con todo/ y me dejas desnudo y errante por el mundo…/ más yo te dejo mudo…¡Mudo!/ ¿Y cómo vas a recoger el trigo y a alimentar el fuego/ si yo me llevo la canción?”, y El gran responsable (1940), en el que aborda la responsabilidad del poeta: “El poeta es el gran responsable./ La vieja viga maestra que se vino debajo de pronto/ estaba sostenida sobre un salmo”.