Pero, cuando la razón se ha despojado de razones y se arropa en la oscuridad, produce monstruos y la verdad se convierte en un ideal inalcanzable: Prometeo está mudándose en Sísifo y el mundo no puede ser iluminado porque la luz crea repetidamente nuevos estados de sombra que, en esta hora de la historia, son cada vez más lejanos y profundos. La pleamar del existencialismo, con sus distintos oleajes, comienza a inundar las arenas del pensamiento occidental y el poeta siente la desilusión y el descreimiento de las utopías. En este estado de cosas no resulta extraño que reivindique la locura.
La primera confesión existencialista está recogida en Ganarás la luz (1943), cuyo subtítulo “biografía, poesía y destino” es una clara declaración de intenciones: “Y en este libro biográfico y poético, no sé dónde empieza el verso y dónde acaba la historia. Soy un mestizo. Soy un lagarto. Soy el emperador de los lagartos”, entendiendo por lagartos “los territorios casi ya incontrolables del subconsciente”.
León reafirma el valor del Viento como medianero entre el Hombre y la Luz, definiéndolo como la verdadera fuerza poética, el impulso de la historia. Se trata de un libro complejo, de formas poéticas múltiples (“salmo abierto”), ciertamente testamentario, pero en el que lo personal acaba desembocando en lo social, lo histórico y lo metafísico, y en el que León Felipe sustituye ya abiertamente el concepto de España por el de Hispanidad: “En el mapa de mi sangre, España limita todavía: por el oriente, con la pasión,/ al norte, con el orgullo,/ al oeste, con el lago de los estoicos/ y al sur, con unas inmensas ganas de dormir./ Geográficamente, sin embargo, ya no cae en la misma latitud. Ahora/ mi patria está donde se encuentre aquel pájaro luminoso/ que vivió hace ya tiempo en mi heredad”.
Cuadernos Americanos
En esta época colaboró muy estrechamente con su amigo Juan Larrea y otros intelectuales en la fundación y desarrollo de Cuadernos Americanos (1942), la revista que venía a cubrir el vacío de la España peregrina, el órgano portavoz de la Junta de Cultura Española, que trataba de fomentar un nuevo humanismo y dar voz a los creadores hispanoamericanos en un momento en el que Europa estaba callada por la guerra y España aprisionada entre las garras de Franco. Desde sus páginas. León Felipe daría aliento a los expatriados, pero también tendría palabras de reconocimiento para los poetas exiliados del interior: “Vuestros son el salmo y la canción”.
Entre 1946 y 1948, el poeta vuelve a hacerse camino y, animado por su sobrino, el afamado torero Carlos Arruza (“tú tienes mucho más cartel que yo”), realiza una gira como “caballero andante de la poesía” por la mayoría de los países hispanoamericanos, que le llevará a la publicación de su Antología Rota. A partir de este momento dejaría reposar su espíritu errante y el eterno pasajero se asienta definitivamente en México.
La trashumancia había terminado y sus noches no tendrán ya otras estrellas que las del cielo mexicano. En los veinte años que corren de 1948 a 1968 vivió en la Ciudad de México sin interrupción, ganándose la vida como traductor y como investigador de la Casa de España, viviendo como “español de un mundo poético que está en otras dimensiones que el mundo histórico español –republicano, franquista o monárquico– y que yo he llamado el español del Éxodo y del Viento” (España y el Viento).
Al tiempo, su producción literaria sigue con la publicación en 1950 de Llamadme publicano: “Soy y vengo del sueño (…)/ ¡Fui semilla que quiso ser espiga…/ y soy espiga que sueña en ser pan ázimo!”, así como con traducciones de autores importantes en lengua inglesa y varias paráfrasis de obras dramáticas de William Shakespeare y Cristopher Fry, un poema-cuento en forma de guion cinematográfico, La manzana, y una serie de pequeñas piezas en prosa escritas para la incipiente televisión mexicana que, una vez pasadas por el cedazo de la sencillez narrativa, se convirtieron en El juglarón.
Doble pobreza
En 1958, poco después de la muerte de su mujer, termina El ciervo, cuyos poemas había dado ya a conocer en actos públicos desde 1956. El libro enlaza con el anterior del publicano por el poema La ventana o El cuadro (diálogo entre el hombre y el viejo guardián de la heredad).
Comienza a sentirse invadido por una doble pobreza, “la del viejo pobre y la del pobre viejo”, y le pregunta al Arcipreste por qué no puede aullar el hombre cómo lo hace el mar: “Pasan los días y los años, corre la vida/ y uno no sabe por qué vive…/ Pasan los días y los años, llega la muerte/ y uno no sabe por qué muere./ Y un día el hombre se pone a llorar sin más ni más,/ sin saber por qué llora, por quién llora… y qué significa una lágrima”.
Este sentimiento se prolonga en Cuatro poemas con epílogo y colofón, dedicado a Dámaso Alonso, que termina con los siguientes versos: “Luz…/ Cuando mis lágrimas te alcancen/ la función de mis ojos/ ya no será llorar,/ sino ver”. La vejez y la pérdida de Bertuca (“Al fin todo se hundió… / y tu mirada se torció y se deshizo/ en un cielo turbio y revuelto…/ Y ya no vi más que mis lágrimas”) le abandonan en un desierto inacabable de escepticismo, angustia y desesperanza. Tiene más de 70 años, su respiración se hace tan solo un poco más ligera que su cansancio de vivir y comienza a contemplar la muerte como el único descanso posible.