Hay un elemento más que les conecta y que llega mucho tiempo después. Hablamos de la música, mejor dicho, del mejor flamenco-pop-rock patrio, que tiene una deuda con ellos como inspiración de unos cuantos discos extraordinarios y, entre esos, dos realmente geniales: el Omega de Enrique Morente y Lagartija Nick (1986) y Miguel Hernández de Joan Manuel Serrat, que este año cumple medio siglo.

Cada vez que una publicación especializada ha convocado a los expertos a elegir los mejores discos nacionales, el álbum de Serrat no suele ocupar, ni de lejos, el lugar que de verdad merece. No es, claro está, tan retador y libre como lo que hicieron Morente y compañía con los versos de Poeta en Nueva York. Y luego, si hay que elegir solo uno del cantautor catalán, hay una tendencia a optar por Mediterráneo. Puede, en fin, que sea un olvido justificado, pero también es injusto. Es muy posible que el primero de los dos discos que Serrat dedicó a Miguel Hernández (el segundo lo publicó en 2010 con el título de Hijo de la luz y de la sombra) represente el final de una cumbre que había empezado a escalar prácticamente en su debut cinco años antes. Eso no significa que no volviera a firmar grandes trabajos y canciones de esas que gustan por igual a varias generaciones. Fidel Moreno, en su libro ¿Qué me estás cantando? (Debate), lo considera el culmen de su creatividad. “Para los de mi generación la musicalización de Serrat ha tenido una gran importancia en el conocimiento no solo de la figura de Miguel Hernández, sino más ampliamente de lo que puede significar la poesía”.

Manuel Vázquez Montalbán, que fue el encargado de que Serrat tuviera en 1972 volumen propio en la ya mítica colección de Los Juglares de Ediciones Júcar, resumió el lirismo del compositor como “una originalísima síntesis del trío Quintero, León y Quiroga con Jacques Brel”. A propósito del vínculo con Brel habría que citar al otro gran compositor de la chanson, Léo Férre, todo un referente en eso de crear melodías a la medida de los poemas de Baudelaire, Verlaine, Rimbaud o Aragon.

El ejercicio de Serrat con Dedicado a Antonio Machado, poeta (1969) o con Miguel Hernández es posterior pero mucho más arriesgado teniendo en cuenta de qué poetas hablamos, que aún le quedaban unos años de vida al régimen franquista y que éste murió matando. Escribió también Vázquez Montalbán que su acercamiento a Machado influyó en su mirada cívica y algo similar no dice pero pudo decir en relación al poeta de Orihuela si el libro se hubiera publicado un poco más tarde. El Nano tiene, como dijo una vez Diego Manrique, “dimensiones de paradigma moral. La voz sensata, la picardía suave, la coherencia ideológica: es el demócrata ejemplar”.

Al demócrata ejemplar le interesa el mensaje de las canciones. Le interesaba cuando grabó tres años antes los versos de Machado y le sigue interesando cuando decide poner música a los de Miguel Hernández, que fue emblema de la militancia política de izquierdas. Pero si defendemos este último álbum como una cima del cantautor y de la música popular española no es tanto por elegir y cantar esas ideas, defensas y denuncias, sino por su capacidad para potenciar dichas letras con arreglos y melodías que llegan al gran público, gracias en buena medida a una impagable dirección musical a cargo de Francesc Burrull, de formación jazzística, fallecido en 2021. Una novedad, porque Serrat había confiado esa tarea a su mano derecha Ricard Miralles en el disco de Machado y lo haría de nuevo en el de Mario Benedetti, El sur también existe, trece años después.

Luis García Gil, autor de Serrat y los poetas (Efe Eme), un libro imprescindible para entender la importancia de los poetas (no solo los citados hasta aquí sino también otros muchos como León Felipe, Luis Cernuda, Rafael Alberti o Joan Margarit), recuerda que no todo el mundo vio en su momento con buenos ojos que la musicalización fuera más allá del acompañamiento discreto de una guitarra acústica. Mostraron Serrat-Burrull atrevimiento y, como indica García Gil, acertaron de lleno legando un “trabajo cortante como un cuchillo, pero también lleno de sutilezas, de una belleza que duele”. Es éste un álbum breve y grabado en Milán que no llega a los cuarenta  minutos y que pide ser escuchado de principio a fin.

Tiene Miguel Hernández la virtud de acumular intensidad en la interpretación vocal –ajena siempre al socorrido recitado– y dramatismo en lo instrumental sin dejar de ser una joya pop que siempre apetece ponerse y que nunca se impone al oyente con pesados pasajes orquestales. Se las apañaron para recoger y transmitir todas las aristas del poeta, su melancolía y su energía, la naturaleza que enamora y la guerra que todo lo destruye.

Así van sonando las canciones y pasamos de la tristeza infinita (Nanas de la cebolla, Elegía) a la épica eufórica (Para la libertad), la desolación (Umbrío por la pena) y la esperanza pese a todo (Menos tu vientre), la poesía primeriza y sensual (Romancillo de mayo) y la poesía que denuncia con todas las letras (El niño yuntero). Solo dos tipos en estado de gracia como la dupla Serrat-Burrull podía lograr, con apenas cinco palabras y sin llegar a los dos minutos de duración, que una canción suene tan majestuosa como la que cierra el disco, Llegó con tres heridas.

Cerca de ochenta poemas ajenos devienen canciones en manos de Serrat, contabiliza García Gil en su libro, pero de ningún bardo ha escogido tantos textos como de Miguel Hernández. Serrat grabó el disco cuando se acercaba a la misma edad en que murió el de Orihuela y era para él, en palabras de García Gil, un “poeta-espejo, autor de versos en los que encuentra refugio, en los que su mundo interior halla forma y expresión”. Encuentra, en definitiva, a un autor de poesías que a él le habría gustado escribir. Descubre al hombre honesto de peripecia vital conmovedora como pocas en el momento más triste de la historia española del siglo XX. O, como leemos en Las armas y las letras de Andrés Trapiello, “de algunos escritores quedan sus obras, de otros sus vidas o sus muertes pero solo de unos pocos nos sobrecoge el testimonio de su obra, de su vida y de su muerte”.

Serrat quiso saber de Hernández por boca de quienes le trataron, incluyendo a su viuda Josefina Manresa, a quien llevó el disco en primicia para escucharlo juntos. Ella fue quien le contó por carta al poeta preso que no tenía otra cosa para alimentarse que pan y cebolla. “El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche”, le contestó de vuelta y “para que lo consueles, te mando estas coplillas”. Nanas de la cebolla es el único texto cuya música no es de Serrat, sino de Alberto Cortez.

Ahora, en su actual gira de adiós a los escenarios, Miguel Hernández formará parte del cancionero. Para la libertad seguro. Quizá también Menos tu vientre. Ya no es necesario que un cantautor ponga melodía a sus versos para que en España y Latinoamérica tengamos noticia de El rayo que no cesa o Viento del pueblo. Están en los libros de texto. Antes de Serrat le cantó Enrique Morente y después, sin salir del flamenco, lo han hecho, entre otros, nada menos que Carmen Linares o Niño de Elche. Pero sí tenemos una asignatura pendiente con aquel disco oscuro que llevaba fotografía en blanco y negro de Miguel Hernández arengando a las tropas y otras interiores de un Joan Manuel Serrat, obra de Colita, serio, barbado y melenudo. Dentro hay un tesoro del pop español que luce tan seductor y emotivo como hace justo cincuenta años y que merece ser más conocido y disfrutado por las nuevas generaciones.


Quizá también le pueda interesar: Miguel Hernández: pasiones, cárcel y muerte