Hijo de un ilustrado abogado aragonés que le inoculó desde muy pronto el veneno de la lectura, Juan Antonio Masoliver estudio Filosofía y Letras. Durante cuarenta años, hasta 2004, vivió en Inglaterra, en donde ejerció como Catedrático de Literatura Española y Latinoamericana en la Universidad de Westminster y jefe de estudios del Instituto de España en Londres. A su regreso ha sido profesor en la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona.
Poeta, novelista y crítico literario, como traductor ha vertido al español obras de Pavese, Carson Mcullers, Djuna Barnes, Nabokov y Robert Coover, y colabora con medios de comunicación españoles y europeos. El pasado 7 de febrero, al tiempo que presentaba su libro Desde mi celda. Memorias (Acantilado), donó parte de su amplio legado bibliográfico al Ayuntamiento de Masnou.
No sujeto a tendencias ni grupos, Masoliver es un creador íntimo e inusual cuya obra poética se concreta en El jardín aciago; La casa de la maleza; En el bosque de Celia; Los espejos del mar; La memoria sin tregua, Sònia, El laberint del cos; Paraísos a ciegas; La negación de la luz y El cementerio de los dioses.
La añoranza del pasado, el erotismo, la pasión amorosa y la imaginación gravitan sobre su obra como elementos intensos y esenciales a la hora de retratar la perplejidad del azaroso hecho de vivir.
“En todo poema está o debería estar implícita una poética, que no puede ser la misma para cada poeta y que es intransferible”, afirma el propio autor. “En mis poemas trato de fundir lo sublime de los cuerpos con lo sublime del espíritu. De convertir el pasado en presente y el presente en pasado. De transmitir a la muerte la vida de las palabras. De encontrar el sentido de la revelación. Y de abrir las ventanas al paisaje”.
Del libro Los espejos del mar rescatamos el poema Ahora que el corazón me duele como nunca:
Ahora que el corazón me duele como nunca,
como un espejo, sí, como un espejo
herido, como un sol incendiado o las cenizas
de sol en la mirada de lo que fue:
días de amor como dicen que son
en la penumbra los muebles de una alcoba,
sus espejos, los cuerpos que reposan
en la indolencia de un prado o de una cama.
Al pintar iniciamos la creación
de la realidad. El tiempo ignora este instante
de dicha, este dolor del lienzo
que revela el cuerpo que ahora duele
tanto porque es tan sólo el cuerpo
de un instante. Y está aquí, con nosotros.
Como el día del amor en el lienzo,
sin ventanas, ni luces, ni paisaje,
sólo este hondo dolor,
este abrazo que ahora, en el vacío,
es una herida, como las sombras
que dejan los muertos más queridos
en nuestros ojos. Y duele tanto
amarles. Y amarla duele más
porque está viva y no está aquí
y es feliz y ha olvidado mi abandono.