En 1953, con apenas diecinueve años, un joven gana el Premio Adonáis con Don de la ebriedad, un poemario que a todos deja deslumbrados. Claudio Rodríguez es su autor y llega para quedarse como una de las voces más personales e intensas de la poesía española contemporánea.
Poco a poco se va sabiendo que aquel muchacho había nacido en Zamora en donde pasó su infancia y cursó sus primeros estudios. Lector precoz, bebe en la fuente de la biblioteca paterna que alberga a los clásicos españoles, muy especialmente a los místicos, y a poetas franceses como Baudelaire, Verlaine y Rimbaud. Con catorce años surgen sus primeros poemas.
En 1951 se traslada a Madrid para estudiar Filología Románica, doctorándose con una tesis sobre El elemento mágico en las canciones infantiles de corro castellanas. Tras publicar Don de la ebriedad conoce a Vicente Aleixandre, con el que le unirá una profunda amistad de por vida y en 1958, año en el que publica Conjuros, con la ayuda de éste y de Dámaso Alonso se traslada a Inglaterra en donde permanecerá hasta 1964 como lector de español en las universidades de Nottingham y Cambrigde. Allí escribirá Alianza y condena, que más tarde logrará el Premio de la Crítica, y descubrirá a los románticos ingleses. William Wordsworth y Dylan Thomas influirán especialmente en su forma de concebir la escritura.
De regreso a España se instala definitivamente en Madrid, en donde desarrolla su labor como profesor universitario. En 1976 publica El vuelo de la celebración, seguido, en 1983, de Desde mis poemas, un volumen que reunía su obra escrita hasta entonces que mereció el Premio Nacional de Poesía. El 17 de diciembre de 1987 es elegido miembro de número de la Real Academia Española, en el sillón vacante tras el fallecimiento de Gerardo Diego. Ingresa con el discurso Poesía como participación: Hacia Miguel Hernández.
En 1993 ve la luz asi una leyenda, su quinto y último libro de poemas. Ese año recibe el Premio Premio Príncipe de Asturias de las Letras y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
Hombre sencillo, -“me gusta mucho la gente normal: el frutero, el carnicero, los niños”-, que huía de fastos y protocolos, -“hoy hay demasiado protocolo”, repetía-, se declaraba una especie de bohemio que estaba convencido de que “para escribir poesía que llegue hay que conocer el dolor, hay que haber estado herido… En realidad, todo es poesía: la contemplación, la meditación, la acción… Me gusta verme como una especie de bardo que forcejea despacio con las palabras”.
Claudio Rodríguez falleció en Madrid el jueves 22 de julio de 1999 mientras preparaba Aventura, un extenso poema sobre la vejez y la muerte. Está enterrado en el cementerio de Zamora.
Su carácter campechano y andariego, su verso armonioso y largo, propicia el recogido discurso interior, la reflexión y el vuelo libre de una imaginación poética estremecida. Poeta en estado puro del que rescatamos Al fuego del hogar, poema integrado en Conjuros, libro fechado en 1958:
Aún no pongáis las manos junto al fuego.
Refresca ya, y las mías
están solas; que se me queden frías.
Entonces qué rescoldo, qué alto leño,
cuánto humo subirá, como si el sueño,
toda la vida se prendiera. ¡Rama
que no dura, sarmiento que un instante
es un pajar y se consume, nunca,
nunca arderá bastante
la lumbre, aunque se haga con estrellas!
Este al menos es fuego
de cepa y me calienta todo el día.
Manos queridas, manos que ahora llego
casi a tocar, aquella, la más mía,
¡pensar que es pronto y el hogar crepita,
y está ya al rojo vivo,
y es fragua eterna, y funde, y resucita
aquel tizón, aquel del que recibo
todo el calor ahora,
el de la infancia! Igual que el aire en torno
de la llama también es llama, en torno
de aquellas ascuas humo fui. La hora
del refranero blanco, de la vieja
cuenta, del gran jornal siempre seguro.
¡Decidme que no es tarde! Afuera deja
su ventisca el invierno y está oscuro.
Hoy o ya nunca más. Lo sé. Creía
poder estar aún con vosotros, pero
vedme, frías las manos todavía
esta noche de enero
junto al hogar de siempre. Cuánto humo
sube. Cuánto calor habré perdido.
Dejadme ver en lo que se convierte,
olerlo al menos, ver dónde ha llegado
antes de que despierte,
antes de que el hogar esté apagado.