Formada en Filología Inglesa y Filosofía en las universidades de Harvard y Victoria, desde hace ya seis décadas se ha significado por su defensa de los derechos humanos y por la protección de la naturaleza y los animales.
Ser hija de un reputado zoólogo y entomólogo tuvo un decisivo peso en la prolífica actividad de Margaret Eleanor Atwood como narradora, poetisa, crítica literaria, profesora y activista cultural y política. Como suele manifestar, de esa raíz surge su toma de conciencia y su amor por determinados temas recurrentes en su obra y su persona.
Su literatura vuelve una y otra vez sobre cuestiones relacionadas con los derechos y el mundo de la naturaleza. En su día donó el dinero del Booker Price para la puesta en marcha de proyectos relacionados con la protección de los bosques de su país.
Profesora de Literatura Inglesa en las universidades de Columbia, Montreal, Alberta, Toronto y Nueva York, Atwood fue una escritora precoz que tras componer sus primeros versos a los 16 años, a los 21 ganó la Medalla E. J. Pratt con el poemario Double Persephone. De entonces a hoy, su obra narrativa se ha enriquecido con títulos tan difundidos como El cuento de la criada, Alias Grace, La mujer comestible, Ojo de gato, La novia ladrona, El asesino ciego, Oryx y Crake, Desorden Moral, La vida antes del hombre y, publicada el último septiembre, Los testamentos.
De su obra poética, en la que nunca elude la reflexión sobre el acto poético en sí mismo y su condición de ejercicio imprescindible para el desarrollo del ser humano, son títulos que ella misma destaca Los diarios de Susana Moodie, Luna nueva, Juegos de poder, Historias reales y La puerta.
De su libro de 1990 Historias reales rescatamos, traducido por María Pilar Somacarrera, especialista en la obra de Atwood, Variaciones sobre la palabra amor:
Ésta es la palabra que usamos para taladrar
agujeros. Tiene el tamaño justo para esos tibios
huecos del discurso, para esos vacíos en forma
de corazón que no se parecen
a los corazones de verdad. Si le añades encaje,
puedes venderla.
También la escribimos en el único
espacio vacío del impreso que viene sin instrucciones. Hay revistas
enteras que no tienen mucho más
que la palabra amor; puedes
frotártela por todo el cuerpo
y también puedes cocinar con ella. ¿Cómo sabemos
que no es lo que sucede en las divertidas orgías
de las babosas bajo cartones
mojados? Y los semilleros
de malas hierbas que asoman sus tercos hocicos
entre las lechugas, también la gritan.
¡Amor! ¡Amor!, cantan los soldados, levantando
al saludar sus brillantes cuchillos.
Pero luego estamos nosotros
dos. La palabra nos parece demasiado corta, sólo tiene
cuatro letras, es demasiado austera
para llenar esos vacíos profundos
y desnudos entre las estrellas
que oprimen con su sordera.
No evitamos caer en el amor,
sino en ese miedo.
Esta palabra no es suficiente pero tendrá
que bastarnos. Es una sola
vocal en este silencio
metálico; una boca que dice
oh, una y otra vez, con asombro
y dolor, un suspiro, un dedo
asido a un acantilado. Puedes
agarrarte o dejarte caer.