Adentrarse en su sólida y directa forma de concebir la creación, conformada por una docena de poemarios, es adentrarse en un mundo lleno de matices. Escudriñar en el intrincado juego de la vida interior, la del ser humano como individuo que siente y padece, proyectada en su nexo con las personas más próximas.
Esa cualidad confiere a sus propuestas literarias un interés profundo que crece con la relectura de volúmenes tan esclarecedores como Averno, El triunfo de Aquiles, El Primogénito, El iris salvaje o Ararat, del que rescatamos, por su tono coloquial e intenso, el poema Viudas:
Mi madre está jugando a las cartas con mi tía,
Malicia y Rencor, el pasatiempo familiar, el juego
que mi abuela enseñó a todas sus hijas.
Pleno verano: demasiado calor para salir.
Mi tía va ganando; le llegan buenas cartas.
Mi madre va a rastras, no logra concentrarse.
No logra acostumbrarse a su cama este verano.
El verano anterior no tuvo problemas,
estaba acostumbrada al suelo. Aprendió a dormir allí
para estar cerca de mi padre.
Él se moría; su cama era especial.
Mi tía no cede un palmo, no tiene
en cuenta la fatiga de mi madre.
Así fueron criadas: para hacerse respetar por medio de la
lucha.
Bajar la guardia es un insulto al oponente.
Cada jugadora tiene un puñado de cartas a su izquierda,
cinco en mano.
Es mejor no salir en días como éste,
permanecer donde hace fresco.
Y este juego es mejor que muchos otros, mejor que el
solitario.
Mi abuela fue previsora: preparó a sus hijas.
Tienen cartas: se tienen una a la otra.
No necesitan más.
El juego prosigue toda la tarde pero el sol no se inmuta.
Va quemando la hierba sin piedad.
Así es como mi madre debe de sentirlo.
Cuando, de pronto, algo llega a su fin.
Mi tía ha practicado mucho; tal vez por eso juega mejor.
Sus cartas se evaporan: y eso es lo que quiere, ése es el
objetivo: al final,
quien nada tiene, gana.