Hace ahora 150 años, más o menos por estos mismos días en los que el sol comienza a esconderse cada vez más aprisa por las grietas de la noche, a la espera de que «en cuanto llegue la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades», Rimbaud publicaba Una temporada en el infierno, un largo poema en prosa, editado por él mismo, del que mandó imprimir cien copias, de las cuales apenas distribuyó unas poca entre sus amigos.
Había iniciado su caminar literario muy precozmente, a los 17 años, con la Carta del vidente, que definía al poeta del futuro como un «ladrón de fuego» que busca la alquimia verbal y lo desconocido a través de un «largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos».
Puso punto final a sus versos poco tiempo después, con apenas 20 años, tras la publicación de Iluminaciones. Para entonces había sido un niño a la fuga, un adolescente con ansias de ser «absolutamente moderno», un joven irreverente que había recorrido los salones literarios de París, había conocido los estados de experiencia sensorial a los que conducen el hachís y el opio, había dejado como paradigma del encuentro con el «otro yo» en el momento de la creación poética su célebre frase «je est un autre» y había mantenido una tormentosa relación amorosa con el también poeta Paul Verlaine, que acabó un malhadado día con un disparo tras una de sus múltiples discusiones («drama de Bruselas»).
Después, se convirtió primero en un viajero errante y, luego, emprendió su caótica aventura africana («si vivo, lo hago por cansancio»), traficando en lo desconocido y viviendo con el raro asunto de «este trabajo amargo de ser yo», según la expresión de Miguel d’Ors. Acabó rindiéndose a la realidad de una herida cancerosa a los 37 años de edad. Quizás las agujas de su reloj estaban marcando ya un tiempo gastado.
He aquí mi retrato del «poeta de la rebeldía», un diablo de naturaleza divina entre los doctores de la literatura:
«Tenía los ojos azul pálido y la mirada de un cielo de ceniza, el color de la desesperanza. Supo muy temprano que de la felicidad doméstica y del orden establecido no puede salir nada creativo; tampoco de las correcciones gramaticales. Cuando todavía era un niño, se deshizo de los modales que le acechaban sus instintos salvajes. Soltó amarras y navegó hasta traspasar los límites del mundo para poder igualarse a los dioses, para no ser prisionero de la razón, para ser libre en el desarreglo de los sentidos. Experimentó nuevas formas, nuevos colores, nuevos sonidos. Buscó, como Paracelso, una nueva alquimia con la que desvelar el sentido oculto de las palabras. Se soñó un ángel terrible. Imaginó el poema sobrenatural. A veces pudo ver lo que otros creyeron ver. El excesivo peso de su fardo, cargado de cólera y locura, acabó precipitándole al vacío desde la inmensidad del Universo, desde la eternidad. Como una piedra en su caída, fue ganando velocidad hasta chocar con un poema de ausencias. Si no se puede tener todo, la nada es la perfección».