En su Examen de ingenios, José Manuel Caballero Bonald evoca –de forma poco poética, todo hay que decirlo– su propia excursión a la legendaria vivienda del autor de la Generación del 27 “como estaba mandado, a poco de llegar a Madrid”. “Cumplí entonces –continúa– los trámites y emociones reglamentarios: llamada telefónica para concertar la cita, indicación de si iría solo o acompañado, promesa de puntualidad y discreta duración del encuentro. Custodiaba el jardincillo un perro silente y una mujer me pasó a la sala donde reposaba el poeta. Había allí como un vaho de enseres domésticos en desuso, un cerco venerable alrededor de la figura recostada del poeta. Daba la impresión de que permanecía así no por motivos de salud sino de cansancio, mientras aguardaba metódicamente la consecutiva llegada de jóvenes visitantes. La operación tenía un cierto aire de besamanos, solo que en versión de camarilla poética”.
Leyendo en cambio Mirador de Velintonia, la memoria personal que ha escrito Fernando Delgado (Santa Cruz de Tenerife, 1947) con sus recuerdos de cuanto vio y vivió en aquella residencia, la impresión resulta muy distinta de lo que pudieron ser esos paseos en romería al santuario que presidía el escritor de La destrucción o el amor desde su chaise longue. La obra de Delgado se centra en los años setenta, cuando el autor tinerfeño era “un recatado y tímido que temía el salto de cualquier liebre de la vida y aspiraba al tiempo a que las liebres me saltaran a la chistera”, deseoso de comerse el mundo y temeroso de ser engullido. Todo a la vez. Aparte de algunas noches de farra madrileña, el libro retrata especialmente todas las sensaciones del exilio, el interior y el exterior, gracias a su contacto directo con muchas figuras señeras de entonces, todos con más o menos relación con Aleixandre, “gran exiliado del interior” y “embajador del exilio”. Una galería de figuras, mayormente poetas pero no solo, cuyas vidas y obras quedaron marcadas por su salida del país o su permanencia en él. Delgado, que aparte de novelista y poeta es periodista, recogió y ahora comparte multitud de testimonios de muchos de ellos. Por eso es inevitable que haya tristeza y dolor en muchas páginas como en otras hay madrugadas de diversión bañadas en alcohol y paradas en el Café Gijón, Oliver o Bocaccio.
Por el libro desfilan casi todos los temperamentos que pueden adornar a un poeta: conocemos con nombres propios al poeta irascible, al generoso, al comprometido, al soberbio, al ingenioso, al borracho, al tímido, incluso al violento capaz de abofetear a un crítico; muchos de ellos –a los que Jaime Gil de Biedma en sus diarios denominó “la tribu de Vicente”– orbitando alrededor de la figura del Nobel; en unos casos de forma presencial, en otros a través de las confidencias que tantos le hacían, entre ellos los “mundanos y picarones Luis Antonio de Villena y Vicente Molina Foix”, y que él tanto disfrutaba sin salir de casa por sus endémicos problemas de salud (“estaba al tanto de nuestras juveniles correrías nocturnas antes de que nosotros mismos se las contáramos”). “Hubiera podido ser un consejero de almas y de hecho lo fue para algunos de nosotros”, dijo de él Luis Cernuda.
Se las apaña Delgado para –en un alarde de concisión– reflexionar con tino sobre la poesía de la segunda mitad del siglo XX, la literatura del exilio, el teatro o la crítica literaria. Habrá en el futuro muchos manuales de literatura que sigan ponderando la obra de Max Aub, Francisco Ayala, Rosa Chacel, José Hierro, Ángel González, Rafael Alberti o Aleixandre pero no tantos como este libro que nos permitan escuchar a sus protagonistas de viva voz comentar su obra y oírles hablar en el caso de los dos últimos –con mucho mas que conocimiento de causa– de Federico García Lorca, Miguel Hernández, Gerardo Diego o Cernuda. Velintonia fue para Delgado y para muchos como él en aquellos años previos a la muerte del Generalísimo “un abrigo en la intemperie”. Francisco Umbral, por su parte, dejó escrito en El País que “contra toda la aventura en lo gris que fue el franquismo había una luz, un poeta”. Ese poeta fue, en palabras de Delgado, un “español excepcional llamado Vicente Aleixandre”.