Los huesos, antes siempre en el canasto de ropa sucia, en el baúl del auto como una compañía lúgubre que tañía a cada barquinazo, a cada vuelta de esquina, o en el bache profundo de alguna carretera; los huesos, ahora, bajo miles de litros de agua. Respiré hondo. Estaban dentro del canasto, en el baúl, desde que se inundara el cementerio. Los había sacado cuidadosamente de la tumba, sin más compañía que un pico y una pala.
Hacía casi un mes que los habitantes del pueblo habían enloquecido al enterarse de que pronto la crecida iba a anegar el cementerio, destruir las lápidas, romper los ataúdes, revivir el vaivén de la vida en el lugar que suponían silencioso y dormido, eternamente acunado por arrullos de torcazas. De manera que un gradual desvarío había ido apoderándose de todos. No pude sustraerme, y me dejé llevar por el ondular de los chismes, las distintas versiones, los delirios y las fantasías de la gente. Sola, cargué las dos únicas herramientas que tenía, viajé casi seiscientos kilómetros, y cuando llegué, acudí directamente al cementerio. Parecía un pueblo bombardeado durante la guerra: trozos de ornamentos mortuorios apilados a los costados de los senderos; montones de tierra por todos lados y desparramadas aquí y allá, manijas y tapas de ataúdes podridos por el tiempo. Mientras forcejeaba con la lápida recordé mi infancia.
Trozos de palabras y de imágenes se armaron como un rompecabezas dentro de mí. Correteaba por los senderos, vestidito blanco con puntillas, hasta que mi madre me llamaba para limpiar el remedo de capillita que presidía la tumba de mi hermana. Mamá regenteaba la secuencia fija del ritual. Primero, los objetos más cercanos al vidrio de la puerta: un florero diminuto de loza con pequeñas flores de plástico y unaestatuilla de la virgen de Luján forjada en hierro y cubierta con alpaca u otro metal noble. Luego venía la foto de mi hermana, enmarcada en el mismo material que la virgen. Una imagen sepia, opaca, desde donde me increpaba un tiempo desconocido. Ni siquiera me miraba. Era una niña a la que en vida llamaban “Negrita”, en brazos de alguien ausente, porque la fotografía había sido recortada para que su tamaño coincidiera con el del pequeño portarretrato. En casa no había fotos de la hermana, así que me quedaba mirándola un rato, intentando grabar su rostro en mi memoria.
Mientras sacaba una a una las ofrendas, arrodillada junto a la lápida bajo la mirada atenta de mi madre, una leve opresión invadía mi estómago. Después seguían dos o tres objetos más que representaban el breve pasado de mi hermana. Entonces retiraba la carpeta de plástico blanco y me apresuraba a alejarme unos pasos para lavarla con agua y detergente. Mamá, en tanto, elegía los mejores pimpollos y los brotes verdes más nuevos para adornarlos floreros exteriores. Uno de ellos estaba sobre el lugar donde imaginaba sus pies. Otra vez sentía un leve malestar en el estómago… ella, ahí abajo… ¿por qué yo, acá arriba? ¿Ella podría venir conmigo, o yo tendría que estar bajo tierra para que pudiéramos encontrarnos? ¿Estará dormida si voy? ¿Su cabeza mirará hacia arriba o hacia el costado? ¿Por qué ella está adentro, y yo afuera? ¿Afuera de qué? ¿Adentro de qué? Un delgado hilo nos unía, a mí y a ella, en la vida y en la muerte. El nombre. Me apuñalaba los sesos. Me llamaban igual, había nacido poco después de su muerte. En tanto, mi madre sacudía la tierra del ángel que coronaba la capillita.
Ciega de furia y angustia, le di los últimos golpes a la tierra, y saqué un pequeño ataúd semipodrido, cuyospedazos quedaron en los costados del pozo. Retiré la tapa, carcomida por la humedad de la tumba, y apareció ante mí un pequeño esqueleto infantil, casi intacto, enterrado hacía veinticinco años. Cuando abrí los ojos, cerrados un instante o una eternidad,vi a dos o tres curiosos que merodeaban alrededor. Nadie había intentado exhumaciones en esa área, porque se suponía que los bebés y niños ya habían sido disueltos por el paso del tiempo.
Alguno sugirió dejar todo como estaba, pero ensordecida y frenética saqué uno a uno los huesos y el cráneo que habían llenado tanto tiempo mi memoria y los fui depositando en el canasto de mimbre. Después lo cargué con ambos brazos, sin preocuparme por el montículo de tierra que quedaba junto a la fosa vacía. Ninguno de los curiosos me siguió. Habían regresado a sus muertos.
Dejé el canasto en el piso, abrí el baúl del auto y lo introduje allí. No quise buscarles otro cementerio por evitar el papelerío de innumerables trámites. Decidí que hacía muchos años que llevaba a la muerta conmigo, de todas maneras, así que qué más daba.
Anoche sentí que debía dejarla descansar. La casualidad o el sino inevitable coincidieron para que finalmente lo hiciera bajo el agua. Me había sido imposible obtener un lugar en ningún cementerio: ¿cómo explicar la tenencia de los huesos? Vivía en un departamento sin patio, en la ciudad, y mi conducta habría sido extraña para la gente conocida. Así que sola otra vez elegí el río.
En el lugar donde me había detenido, el torrente se desplazaba lleno de vitalidad, para ensancharse luego. A mi lado pasaban hojas plateadas por la luna, nítido testigo de la ceremonia. Pensé en esa otra agua, estancada, sobre el pueblo-atlántida moderna y sobre las criptas derruidas. Imaginé el moho, junto a las cornisas que sobresalían del agua; y la melancolía de ese paisaje, bajo la misma luna, confortó mi alma atormentada. La reliquia entrañable descansaría bajo el líquido limpio que sigue su camino, y no continuaría su pudrición en el pantano donde la fertilidad de la naturaleza había sido ahogada por vallas y cementos mortuorios.
Después de unos minutos, dejé caer el canasto que se alejó flotando. Regresé al auto por el sendero bordeado de piedras. Antes de encenderlo respiré hondo. Enfilé hacia la carretera y, por un instante, me sorprendí queriendo escuchar el leve tintinear de huesos en el baúl. El silencio, apenas interrumpido por el ronronear del auto, invadió el ambiente. Mientras volvía suspiré otra vez, con la certeza de que ya podíamos descansar. Todavía la luna iluminaba la carretera.
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El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluyó el pasado 31 de mayo.
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