Lejos de todo rencor, Ono se empeñó en revertir esa herencia mortuoria y eligió reforzar su identidad nacional de una manera muy estadounidense. Ingresó al cuerpo de combate más riguroso de las fuerzas armadas. Una vez allí fue máximo promedio en casi todo. Tempranamente se reveló como un marine fuerte, vigoroso, eficaz. Buen tirador. Don de mando, sobriedad, comprensión clara del verticalismo, y –al mismo tiempo– una relación cordial y respetuosa con sus pares, caracterizaron el desempeño de Ono en el Marine Corps de Parris Island, Carolina del Sur.
Algo, poco, evoca de su etnia. El coraje, los olores, el silencio, el modo de mirar. Y lo reconoce en esos campesinos vietnamitas, flacos como juncos, con los que ahora topa diariamente, hasta parecerle, todos ellos, iguales. Como si se hubiese contagiado de esa discapacidad diferencial que padecen los caucásicos frente a cualquier población infrecuente a sus ojos.
Ono se sabe íntimamente distinto, pero desde un comienzo eligió considerar que su particularidad era una mera diferencia anatómica; finalmente se le olvidó. También en esto fue tenaz, si es posible serlo para olvidar. Su certeza está hace tiempo constituida en su uniforme. En los últimos años, particularmente, su certeza y su hombría se corporizan en las dos barras plateadas que lleva pegadas al pecho.
Muertos sus mejores oficiales, le ha quedado una pequeña tropa propia: un pelotón de soldados que lo respetan. Está al mando de ellos cuando entra en la aldea de Dai Bai y percibe el aroma que lo lleva hasta la choza donde cocinan tres mujeres. Allí el vapor cuece un noble arroz. Las verduras. El pescado. El hogar. No puede resistirse. Se sienta en el piso y les pide un plato lleno.
Llega a sus manos el cuenco de arroz humeante con palillos. Y al llegarle, lo narcotiza de infancia pura. La mayor de las mujeres, que le ha servido con seca expresión, lo mira con dudas. No comprende los ojos rasgados del marine que manda. No concilia lo que ve. Como él, ella está acostumbrada a ver blancos que mandan con ojos redondos. Blancos que mandan y no comen arroz, sino carne en latas. Y usan esos encendedores plateados como espejos para prender la paja de sus techos. Y el arroz, el que no comen esos blancos que mandan, habitualmente lo sacan de las bolsas y lo desparraman.
Ono sabe que esa vieja vietnamita lo observa intrigada, aunque lo hace con la mesura oriental, con esa expresión mínima de la que hablan los gestos imprecisos a la percepción de un soldado. Pero no le importa, ni le devuelve la mirada. Ono sigue en el viaje de ese sabor casi dulce, tan diferente a la eterna salinidad de su patria adoptiva.
Vuelven a sus papilas los juegos de infancia, los recuerdos de ruedas, de pequeños fuegos, de ínfimas explosiones. Vuelven también, con el recuerdo de los juegos y de sus primeros años conscientes, reminiscencia del miedo. A la oscuridad. A la diferencia evidente, a la humillación. Y el miedo a su inevitable consecuencia: la pelea. No era bueno para la pelea. La evitaba, como le habían enseñado. Pero una vez desatada, la daba con todas sus fuerzas. Y entre esa marea de evocaciones vuelve a la memoria de Ono algo crucial, que lo acompañó siempre hasta desatada la guerra: la misteriosa certeza de ser único. De no pertenecer más a que a la contracara indisociable del universo. Casi como en un sueño: así habían transcurrido sus primeros años de vida y su juventud. Eran él y el mundo. El mundo, una pantalla. Él, único espectador en la sala vacía. Así había seguido siendo incluso al incorporarse a la casta militar. De hecho, la idea de empuñar, apuntar, gatillar, disponer de la vida ajena tan limpia e instantáneamente lo atrajo con cierta culpa, como una fantasía erótica, como esos sueños que avergüenzan, aun sabiéndose el soñante incapaz de cumplirlos.
Fue en su primer combate que Ono comprendió en el alma su divisibilidad. Su pertenencia a un racimo de vidas, entre las cuales la suya era apenas esa pepita, voluble al viento, a las esquirlas, a la enfermedad. Y al comprenderlo, perdió el arte. Se sintió mecanismo, parte de un arma y, consecuentemente, fue él mismo gatillo. Paso a serlo para siempre. Paso a invertirse su sueño en vigilia. Y el soñar que antes era, quedó arrumbado en un bolsillo, en cierta calada eventual a uno de los Lucky Strike que guarda en el bolsillo superior izquierdo de su casaca verde. Se acostumbró a la pesadez de esa vigilia en la que ya es apenas parte de la realidad. Ya no sólo él y el universo. Ya no sólo el en el cine, viendo transcurrir el mundo.
Sin embargo, como suele pasar con los cambios rotundos, como le ha pasado esas pocas veces al fumar, al sentir que está viviendo un hecho repetido, al escuchar determinada voz, algo previo al gran cambio, vuelve a él cada tanto. Esa diminuta hendija de luz es Ono niño, Ono solo, Ono débil. Todo lo que quisiera evitar, pero sobreviene sin aviso y sin pedir autorización a la conciencia.
Ahora Ono come. Sigue comiendo. Lo hace con vehemencia; cada bocado es curativo. Pero durante tamaña engullida voraz, su primer oficial le hace notar algo: esas gook están cocinando arroz para, al menos, treinta personas. Y están en una aldea, según la revisión exhaustiva hecha al llegar, que alberga apenas a tres mujeres y dos niñas.
Ono interrumpe el almuerzo y mira hacia atrás, cual perro alertado ante el peligro. Ordena una segunda inspección. Entre matorrales, sus hombres encuentran una tapa de mimbre al ras del suelo. No necesita abrirla. Pide silencio absoluto y tres granadas. Él mismo abre la puerta que da al agujero estrecho y, a medida que les quita el seguro, las arroja una tras otra.
Pasadas las explosiones, sobreviene el olor a carne quemada. Es un olor, pero es un sabor. Un sabor agrio, que detona en las fosas nasales. Es una fragancia más intensa que la de la simple pólvora o el perverso napalm. Es la que permanece en el cuerpo de los vivos, muchas horas después de la propia experiencia que la ha generado.
Tras oír los últimos estertores, comienzan a sacar los cuerpos. No hay gran ánimo en esa tropa que, finalmente, podría jactarse de una misión exitosa. No hay gran ánimo ni mucho menos tristeza. Solo una noción de estar haciendo lo correcto. Esa premisa nunca debe olvidarla un infante de marina: “estamos haciendo lo correcto”. La gloria, el orgullo, la emoción, quedan para las ceremonias que harán luego en lugares de paz, terminada la tarea. Y se vestirán de gala y hasta es posible que un marine suelte una lágrima. Pero no antes.
“Estos charlie –murmura un soldado que observa pero no participa del vaciamiento, señalando el orificio en la tierra con la punta del fusil – ¿cómo pueden entrar tantos en un pozo de ese tamaño”.
Las cinco hembras vietnamitas, las cinco únicas mujeres que hipotéticamente habitaban la aldea en soledad, lloran ahora alrededor de los cadáveres. Esos trece cuerpos calcinados –la mayoría incompletos – ordenados en la tierra para el conteo, parecen trece adolescentes. Ciertamente, no aparentan una edad definida. Después de todo, como sabe cualquier marine, “los gook son todos iguales”.
Ahora, también arderá esta aldea. Ono, que en la guerra adquirió el vicio de fumar, exhalará su propio humo y mirará, sin entusiasmo, el familiar paisaje. Ya no serán él y el mundo. Ha vuelto, Ono infante, a ser parte del racimo.
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