Rosita Silverio lo recordaba desde siempre. Su padre lo había plantado apenas compró su pedazo de tierra, incluso antes de comenzar a construir la casa de tabla de palma y techo de guano. Le habían dicho que en Cuba crecían veloces, que eran árboles fuertes y útiles. En Canarias también había almácigos, su madre hervía las cortezas cuando él o alguna de las hermanas andaban flojos de vientre. Cuba y Canarias se parecían mucho y no se parecían nada.

Su padre se fue siendo un muchacho. Su mamá no quería que fuera a la guerra y lo mandó a Cuba con un tío suyo que llevaba años por allá. Una semana en el mar y tres de cuarentena y luego un viaje por la Carretera Central hasta Las Villas. Sus compatriotas emigrados eran campesinos pobres, que trabajaban de sol a sol para mantener a la familia, a la nueva y a la que había quedado atrás, en Canarias, las madres, las hermanas solteras, los hermanos pequeños.

En esa comunidad cerrada la vara para medir la decencia de los demás era muy corta. Sus padres se casaron en una ceremonia sencilla a la sombra del almácigo joven. Las familias habían concertado el matrimonio para juntar algunas tierras colindantes y para tener descendientes de sangre canaria. Los cerdos y las gallinas comían los frutos caídos al suelo mientras los invitados bailaban una folía de Tenerife. Los novios apenas se habían visto. Cuando todos se fueron, se besaron por primera vez apoyados al tronco del árbol.

Rosita Silverio fue la menor de cuatro hijos. De niña daba de comer maíz a las gallinas bajo el almácigo. Jugaba con su hermana a las señoras, que esperaban que sus maridos volvieran del campo, con la casa limpia y la cara contenta. Fue a la escuela hasta terminar el cuarto año de primaria y aunque el maestro decía que era la más inteligente, no la dejaron continuar. Había que ayudar en casa a la madre y el dinero no sobraba. Rosita siempre supo que de haber sido varón, habría podido estudiar en la ciudad.

Su hermana Cora sí se marchó a la ciudad. Su nombre de batalla era “La Gaita”. Un año después le entregó a su hija ilegítima. Se fue sin mirar atrás dejando la niña en una cesta en la yerba fresca debajo del almácigo. Rosita Silverio la crio como si fuera suya. Dos veces al año, Cora venía a ver a la niña, vestida a la moda, con mucho maquillaje. Rosita la recibía como a una señora de alta alcurnia. Le traía muñecas, ropa, zapatos de charol.

Rosita Silverio tuvo tres hijas. La del medio quedó como un vegetal por unas fiebres que ni las tisanas ni las friegas con las hojas del almácigo lograron bajar. Hubo que cuidarla como a un bebé hasta el día que murió con trece años. Sus hijas vivas la veían llorar por la hija muerta debajo del árbol. La sombra frondosa las tenía a distancia de la madre, como si se la hubiera tragado por un rato y luego la devolviera a la luz del sol. Se secaba la cara con el delantal y entraba a la cocina a preparar el almuerzo para el marido.

No amaba a su marido. No lo había amado nunca. Se casaron debajo del almácigo. Como dictaba la obediencia, le dio dos hijas. La tercera la tuvo por amor. Fue una tarde de mucho calor en la que todos los hombres estaban ocupados en la chapea de los potreros. Cobijada a la sombra, Rosita Silverio vio cómo desde la lejanía un hombre a caballo venía hacia ella. Habría querido que su padre lo escogiera para casarse, pero él le dijo que no iba a juntar a su hija con un chulo, por muy sobrino suyo que fuera. Tenía razón. Había que verlo ahora, galopando y levantando polvo, bajando de un salto de la montura, caminado con esa seguridad de macho bravío. La embistió con furia agarrándola por las caderas, la cara contra el tronco, desprendiendo a jirones ambas pieles.

La niña era idéntica a sus primas segundas. Hubo muchas habladurías, su esposo fue a pedirle cuentas a su padre. No llegó a pasar nada, porque en definitiva la nieta seguía teniendo sangre canaria, pero Rosita Silverio no volvió a tener marido. Cuando la hija mayor se fue de casa a hacer su vida, él se marchó con ella. La hija menor también se casó. Rosita se quedó con su madre, que pasaba sus días liando y fumando puros, hasta que la asfixió un cáncer de pulmón.

Cuando su marido murió, fue al velatorio, pero no era su viuda. Tampoco se comportaba como una separada. Era como si hubiera anulado esa parte de su vida, como si lo hubiera decretado la Sacra Rota, y lo simulaba tan convincentemente, que todos la trataban con la dignidad de una señora casada, como tenía que ser.

Rosita criaba gallinas y cerdos. Con el almácigo curaba casi todo: diarreas, catarros, dolores en los huesos, en las articulaciones, las hinchazones, el estreñimiento. Se las arreglaba. No quiso irse con la hija pequeña. Aquél era su sitio, su casa, su árbol.

Conocía a todo el mundo en diez kilómetros a la redonda por nombre, apellidos, vida y obra. Cada dos por tres cogía el autobús y se iba a la ciudad, a ver a una prima enferma, a lavar la ropa de un sobrino solterón, a la farmacia, a la peluquería, al mercado. Era pequeñita, linda, perfumada. No parecía una anciana, siempre moviéndose, cocinando, limpiando, sembrando y regando sus plantas medicinales.

Por las ventanas de la casa entraban todos aquellos olores. Había rosales, jazmines y galán de noche. En unos tiestos de lata crecían la nomeolvides, la maravilla. Un almendro daba sombra en una esquina. Dos laureles custodiaban el brocal del pozo.

Una tarde de mucho calor, Rosita Silverio estaba sentada bajo el almácigo. Un hombre que no conocía iba caminando por el borde de la carretera, levantando polvo. La llamó desde la cerca y le pidió un vaso de agua. Cuando Rosita supo que aún no había almorzado, le calentó un plato de sopa de gallina.

El hombre la miró con los ojos duros de quien lo ha vivido todo. Rosita Silverio, después de tantos años, bajó el escudo.

Se llamaba Rafael y no siguió camino. Tenía veinte años menos, pero lucía casi tan viejo como ella. Era bajo de estatura, fibroso, con las manos grandes. Iba de pueblo en pueblo pintando el mismo cuadro esquizoide: un ojo enorme, amarillo y feo que lloraba una lágrima negra en un fondo azul. Los dibujaba en un pedazo de cartón, en una tabla, en una pared. Trataba de venderlos como amuletos contra el mal de ojo.

Una energía rara se desprendía de su cuerpo, un desparpajo que hizo que Rosita Silverio perdiera la cabeza. Él la miraba con ojos de loco, se reía con risa de loco, hablaba con palabras de loco. La empotraba con sus gestos de loco y ella respondía con unos gritos salvajes que se escuchaban en diez kilómetros a la redonda.

Nadie pudo convencerla de la locura de aquel forastero. Se sentaba debajo de su árbol a mirar desafiante a los agoreros. Una vez más, las hijas vivas no pudieron penetrar aquella sombra. Él, de pie detrás de ella, las ahuyentaba con muecas grotescas. Rosita se reía, como quién ríe las gracias a un niño. 

Debajo del árbol ella era poderosa. Él quiso cortarlo con un hacha. Ella se lo arrebató de las manos y vio por primera vez su delirio. No, lo enfrentó, no talaría el árbol, lo había sembrado su padre el día que compró la tierra. Él la desafió con una carcajada, a que lo cortaría ella misma antes de que se pusiera el sol. Ella se rio una vez más de aquel niño caprichoso.

Rosita Silverio volvió de la ciudad esa tarde a tiempo para ver el cuerpo de Rafael oscilando aún entre las ramas del almácigo. En el tronco, un gran ojo tallado que lloraba resina, la miraba burlón. Rosita recogió el hacha del suelo y comenzó a cortar.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convocó en octubre de 2023 la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

El galardón consta de una fase previa y una final. Durante la previa, en la que estamos, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta el 15 de mayo. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

¿Quiere saber más sobre el Premio?

¿Quiere conocer sus bases?

Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024. PLAZO CONCLUIDO

Fallo: 31 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

Con su ayuda podemos multiplicar el alcance del arte y la cultura en español. Síganos en Instagram, X, Facebook o Youtube. Más de 167.000 lectores bien informados ya lo hacen.