Una vuelta vi, entre los altos y secos yuyos, como un puma atacaba a un venado. El pobre bicho lanzó un terrible bramido de dolor cuando el maligno animal le arrancó las tripas de un zarpazo.

Ese mismo dolor en las tripas sentí yo cuando me enteré que la Amanda me había traicionado con el Saverio.

¡El Saverio! Un miserable peón de establo que sólo servía para palear la bosta de los caballos. Un miserable peón de establo, ¡y yo era su capataz, carajo!

Me fui hasta el boliche a buscar el coraje necesario para hacer lo que tenía que hacer. Estaba acodado en el mostrador, terminando la ginebra, cuando la puerta se abrió y entró el Saverio, algunos parroquianos levantaron la vista, lo miraron a él, a mí y se echaron una risita por lo bajo, eso me enfureció, crucé el salón agarré al Saverio de la camisa y lo saqué a rastras para el patio trasero del boliche.

El sol estaba cayendo, un árbol de eucalipto arrojaba sombra sobre nosotros, la tierra seca y agrietada del piso se levantaba en forma de polvo al arrastrar los pies, llevé al Saverio hasta el medio del patio y lo solté, las altas paredes que rodeaban el lugar iban a impedir que se escapara. Me envolví el brazo izquierdo con la faja, pelé el facón y lo sostuve firme en mi mano derecha, llené los pulmones de aire y una sensación de triunfo me recorrió todo el cuerpo. Ahora iba a lavar mi honor con la sangre de este hijo de puta.

– ¡Defendéte, porque te voy a achurar!

–No…Te puedo…

­– ¡No las pelotas! – me le fui al humo y le hice un tajo en el brazo para mostrarle que iba en serio la cosa.

Ya todos los parroquianos habían salido al patio y nos rodeaban haciendo un círculo, el Saverio temblaba como una hoja y no podía envolverse la faja en el brazo, los curiosos murmuraban.

–José –le grité a uno de los que miraban– ayudá a este cagón, parece que solo tiene pelotas para meterse en catre ajeno.

Ya preparado y con facón en mano el Saverio empezó a caminar en círculos. Yo hice lo mismo. Mientras andábamos, a escaso metro y medio uno del otro, podía sentir su respiración agitada. Le clavé la mirada, el miedo le salía por los ojos. Sabía que estaba muerto. Él era el venado, y yo el puma.

En una de las vueltas vi que bajaba la guardia. Afirmé mi pie izquierdo en la tierra y le tiré la cuchillada. Pero no lo alcancé. Algo me detuvo en seco. Quedé paralizado, me miré el pecho y vi una mancha húmeda y rojiza que se agrandaba.

Las piernas se me aflojaron y caí al piso de rodillas, levanté la cabeza y ahí estaba la Amanda, frente a mí, con un chumbo todavía humeante en la mano. No pude gritarle nada a la maldita porque la sangre me inundó la boca.

Caí al suelo de narices.

Lo último que vino a mi mente fue el bramido del venado.