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Amelia

El santo de Dios se detuvo en medio del pasillo lateral y dejó que las notas de las campanas vibraran dulces dentro del pecho.

–A esta hora es el carillón de Dios quien despierta al sol –decía al monaguillo a diario, antes de orar frente a la Inmaculada Concepción. Entre ambos abrían las enormes ventanas laterales camino de la sacristía y allí se separaban. El joven entraba en la cocina para dar los toques finales al desayuno.

Fray Pedro entrelazó los dedos sobre el pecho y fue hasta el Tabernáculo. La figura del Cristo de la Humildad y la Paciencia, tallada en madera, por más de trescientos años había escuchado las oraciones de los cristianos de la comunidad remediana; por su parte, amanecer tras amanecer, el sacerdote español llevaba medio siglo postrándose en el mismo sitio, sumido en meditaciones teológicas e intercediendo por el rebaño díscolo que Dios le había confiado. Hoy, en ese lugar, amoldado por las rodillas empecinadas en no ceder al dolor que comenzaba a penetrar el hueso, estaba una mujer rezando.

– Amelia ¿Cómo entró?

– Estoy aquí desde ayer.

La mujer parecía a punto de caer y tras frotarse las piernas se recostó a la pared. Aferró la mano del fraile con fuerza, como pidiendo auxilio e inspirada por un sentimiento de culpa, rogó:

– Necesito confesarme, es urgente – lo imploró con tanta angustia y desesperación que Fray Pedro se volvió desconcertado y olvidó que la conducía al comedor en busca de café caliente, – Padre, por favor, lo necesito – los ojos de la anciana de noventa y cuatro años se volvieron una súplica.

Desde niña no había faltado un día a la Iglesia, no importaba la lluvia, la tormenta, el frío, la suspensión del fluido eléctrico; fiel al Redentor su voz se escuchaba cristalina en el coro “Santa Cecilia”. Las confesiones eran para interceder por las amigas pecadoras, por los enfermos espirituales; pues nunca se le conoció un pecado, y nada puso en peligro la pureza de su virtud. Es por ello que el párroco la miraba entre extrañado y admirado y creyó sería alguna pena que la anciana vendría soportando desde la juventud.

La señora, adivinando en el rostro del santo la duda provocada, le dijo:

– No es un trauma de mi pubertad… es reciente.

Ahora la incertidumbre se tornaba enigma. Amelia vivía en un hogar para ancianas desde que su familia emigró y el gobierno municipal ocupó la casa y la transformó en una oficina; a cambio recibiría alimentación y cuidados médicos gratuitos. Ella se propuso postergar la muerte en espera de la devolución de la vivienda, y los médicos y enfermeras se cuestionaban la salud inquebrantable, la dieta frugal y los ejercicios matutinos acompañados de baños templados y agua de colonia.

El sacerdote la ayudó a sentarse y se acomodó al lado. Amelia era de cuerpo menudo, bien formado. Las piernas, pese a no estar afeitadas, lucían hermosas; y los senos se escondían en actitud juvenil bajo la blusa siempre blanca. Los ojos, de un negro profundo, mantenían la luz y a la vez la nostalgia indescifrable de la mujer solterona.

Persignándose dejó que las palabras fluyeran diáfanas, mientras las lágrimas rodaban por la cara, y ella, sin intentar secarlas, permitía que cayeran en el rosario que temblaba entre las manos. Más que una confesión fue el relato del último mes de su vida:

– Padre, usted conoce mis costumbres y rarezas, me levanto antes de las cinco de la mañana, y desnuda hago gimnasia frente a la cama. A esa hora las demás ancianas duermen. A mi edad es necesario que la energía de Dios penetre la piel. A principios de año sentí que alguien me miraba a través de las persianas, esta sensación se mantuvo durante una semana hasta que decidí levantarme y esperar tras la puerta para sorprender al descarado. Aquel día amaneció con amenazas de lluvias, un viento frío cortante y tal vez por ello no capturé al escrutador empedernido. Esa tarde, mientras dormía la siesta bajo el álamo del patio, me informaron que un joven procuraba por mí. Me extrañó, nadie viene a verme, a no ser usted y Joel. Fascinada fui hasta el recibidor y sin que me lo indicaran, identifiqué al joven que me esperaba. El muchacho no llegaba a los veinte años; entre las manos traía un ramo de rosas blancas y una orquídea negra: «Es para usted, la pureza y lo bello del misterio», me dijo. Si le digo que me impresionó digo mal, me sentí halagada. Temblé de pies a cabeza y creo palidecí. Él hizo por acercarse: «Perdone no quise alterarla de esa manera» Tomé las rosas y no le soy sincera si le oculto que al roce con su mano ¡tanta tibieza! Me hizo palpitar en el corazón un ansia muerta desde mi adolescencia. Pensará usted, como pude pensarlo en aquel momento, que se trataba de un aberrado sexual, pero… bastaba ver su rostro sonrosado, la voz temblorosa para comprender que lejos de una satisfacción enfermiza, sufría al no tener la posibilidad de poseer lo que amaba. «No me juzgue mal, no soy un psicópata, el tiempo que la he buscado creó en mí un reflejo de incredulidad tal que, al encontrarla, como Santo Tomás, necesité cerciorarme bien, para no sufrir una decepción mayor». Me asusté. ¿No sería alguien que ofreciendo el alma a Satanás había rejuvenecido para provocar en mí un anhelo ya marchito? «Rechace por favor ese pensamiento fatalista, enquistado allí, donde en vez de temor debe anidar la esperanza. ¿Cómo no puede reconocerme si nos buscamos desde mucho antes de la formación de este universo?»

Sentí como flotaba, me tendió la mano, y ante la mirada atónita de las enfermeras y los visitantes -ya que el diálogo fue en alta voz- salí tras él. Una berlina nos esperaba, y a gran velocidad dejamos el asilo, el pasado…El mar se abrió tibio, imperecedero en mis ojos. Tal vez fue una aventura tonta, atrevida. Nos besamos apasionadamente, mientras nuestros vestidos saturados de agua salada mojaron los pasillos del Hotel. Nadie nos miraba con asombro o suspicacia ante la diferencia de edad; pensé sería por la gran cantidad de adolescentes de uno y otro sexo que se entregan al amor prohibido por dólares. Ese no era nuestro caso. Usted sabe que no poseo bien material alguno y lejos de ser extranjera, soy cubana por casi diez generaciones. Tres días después regresamos al hogar de ancianas. La policía me buscaba. Nuevamente la impresión de lo increíble impidió que las autoridades reaccionaran y lo prendieran. Se fue tras un beso largo y me dijo: «Volveré, no te desesperes, sé dónde encontrarte».

Lo espero. Ya no disfruto sus miradas clandestinas y permanezco desvestida y acaricio mi cuerpo hasta que la seño viene a despertarme, nadie dice nada, pero piensan me he vuelto una descarada. Paso la siesta en el recibidor y al ruido de los coches, tiemblo como una adolescente… Ayer guardé la última rosa marchita entre las páginas de Las mil y una noches.

Terminó la confesión y se quedó como en un éxtasis, Fray Pedro se pasó la mano por la cabeza y se rascó suavemente la calva.

– Está usted libre de pecados. En el nombre del Padre, del Hijo, del…

La Iglesia se había llenado de feligreses, ancianos de la tercera edad que cada 25 de diciembre comparten un desayuno donado por organizaciones benéficas. Amelia salió sin esperar la misa, Fray Pedro, consternado, la vio alejarse. El tiempo se deshizo mientras ordenaba sus pensamientos para la misa de las ocho de la noche.

El monaguillo, mientras él se vestía, vino a informarle:

– Padre, lo esperan en la funeraria. Ayer por la tardecita falleció Amelia Valdespino y Bonet. Afirma el chófer del carro fúnebre que el cadáver está solo.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluyó el pasado 31 de mayo.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el Comité de Lectura selecciona los relatos finalistas de entre los recibidos antes del 31 de mayo, que se irán publicando en hoyesarte.com. Este es el caso de Amelia, nonagésimo cuento preseleccionado.

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