— Soy Lisandro Raine, me comentaron que usted es el mejor abogado del país…
Vil calumnia: no lo soy.
— … lo recomienda mucho el Decano de la Universidad Nacional… Me contó que usted fue su mejor alumno…
Falso: salí de la Tecnológica.
Pero él siguió, empalagoso, halagador; hasta que pregunté qué quería. El hombre, repasando con un vistazo oscuro las paredes recién pintadas, dijo que tenía una orden de arresto y un embargo por deudas y que necesitaba un defensor.
— No tengo dinero, pero le juro que después del juicio le pagaré. Estoy seguro de que ganaremos… segurísimo… le pagaré lo que pida… pero después del juicio…
— Usted comprenderá que esto no funciona así… —le dije— necesito un adelanto para movilizar las cosas…
— No puedo… —siguió el hombre mientras miraba para todos lados, como si temiera que hubiese micrófonos o algo más oculto en mi oficin — … si duda de mi palabra, creo que esto será suficiente… —y me extendió una letra en blanco.
Sonreí. Algo me decía que la firma y el documento eran falsos y que yo perdería mis honorarios y tiempo, pero el misterioso tipo se me hacía cada vez más interesante, así que tomé el papel. Igual, con tomarlo no estaba aceptando mi primer caso.
Me observó un momento.
Mi rostro no revelaba nada, estoy seguro, pues aprendí en mis pasantías a ocultar las emociones. Sin embargo, una luz extraña cruzó por las pupilas de mi potencial cliente. Una luz que no supe definir. Bajó la vista hacia el saco que había puesto en el suelo. El momento se me hizo muy largo. Suspiró.
— Bueno. Si el documento no basta, le dejaré esto… — temblando y poniéndose exageradamente pálido extrajo del saco que cargaba un cachivache mohoso: una caja metálica en forma de riñón, cerrada con candado — …es valiosísima para mí. La dejaré como fianza. Contra pago me la devuelve de inmediato… Eso sí, le suplico que no comente a nadie que usted la tiene. ¡A nadie! Si viene alguien a preguntar por ella, niéguelo y defienda el secreto con su vida… hay muchos que quisieran tenerla… ¡Ah! Y le exijo que no la abra jamás por ninguna razón. Nunca. ¿Entendido? — Su mirada se tornó sombría, profunda. Pensé que bromeaba, pero había una cosa terrible en aquellos ojos. Eran los ojos del hombre que se ahoga. Los ojos del hombre que teme.
Acepté por curiosidad, para ver en qué paraba aquello. Tomé la caja con cuidado. Estaba fría. La sopesé. Daba la impresión que dentro había algo gelatinoso. La guardé en la segunda gaveta de mi escritorio nuevo y aseguré al cliente que respetaría su petición.
El siguiente viernes fuimos a juicio. Ganamos de milagro, pues mi cliente tenía deudas con la mitad del mundo conocido y debía hasta el alma.
Al salir de la Corte se despidió sin sonreír y dijo que iría a mi oficina el lunes, a pagarme. Me hizo jurar que cuidaría de su caja y se fue con el andar de un moribundo.
De eso hace cinco años.
Aún conservo la caja, sin abrirla. No sé por qué.
No me atrevo.
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