Disparo en la cabeza. Lo descarto nada más escribirlo, por obvio y carente imaginación, pero también por la complicación tanto previa como posterior. ¿De dónde sacaría la pistola? Alzo la mirada hacia la moldura dorada del techo y jugueteo con el lápiz. Nuestro médico de cabecera tiene cara de tener una, aunque de ser cierto, tendría más ganas de utilizarla contra él que contra mi marido. De todas formas, por todos es sabido que las balas conducen directamente a las pistolas y las pistolas a quienes las disparan. Apuñalamiento. Aún más complicado. Requeriría de una cercanía que el andador ya no me permite, por no hablar del engorro de limpiar toda esa sangre, mi espalda ya no está para esos trotes. Sigo el recorrido de una mosca estúpida que se da una y otra vez contra el cristal de la ventana, no sé si empeñada en salvarse o en morir aplastada. Mientras tanto, mi marido sigue leyendo. Cada vez que pasa una página, se acaricia los surcos nasogenianos, larguísimos y profundos. Por contra, la piel de las mejillas se mantiene tersa y brillante y, cuando sonríe —ahora no lo hará porque nunca lo hace mientras lee—, tiene la misma expresión que cuando me enamoré de él hace sesenta y tres años. Porque, y esto es importante, me gustaría dejar claro que yo amo a mi marido. Tenemos muchas cosas en común. Los dos somos grandes amantes de la literatura. Él adora a Borges y yo lo detesto, yo amo a Cortázar y él lo detesta. También nos encanta la pintura. Él admira a Hopper —ese señor empeñado en pintar a personas encerradas en lugares sin puertas—, y yo prefiero el misterio y el ímpetu de Pollock, a quien él no puede ni ver porque dice que le recuerda a mi manera de cocinar. Otra cosa que siempre nos ha unido es que los dos somos unos coquetos. A mí me gusta combinar prendas improbables de estampados extravagantes y él siempre va vestido de un único color. Convendrán conmigo en que salir a pasear colgada del brazo de un hombre vestido de mostaza de la cabeza a los pies no tiene parangón.

Dentro de aproximadamente veinte minutos, en ningún caso más de treinta, levantará la cabeza del libro, me mirará con sus ojos poblados de arrugas pero todavía chispeantes, y dirá: “¿comemos?”, y a mí se me derretirá el corazón, pero antes, saco punta al lápiz sobre una bandejita de plata y continúo mi tarea. Monóxido de carbono. Sin duda un método fantástico. Preciso, limpio, elegante. Claro que, como el gas ni se ve ni se huele, corro el peligro de descuidarme y acabar yo también en el otro barrio. De repente —pequeña licencia poética considerando que la operación le lleva unos cuantos segundos—, mi marido se incorpora valiéndose de los dos reposabrazos y se dirige al baño del fondo del pasillo, ese que estamos pensando en renovar desde el verano pasado. Por supuesto, él detesta las bañeras y yo los platos de ducha, así que acabaremos poniendo un hornillo, porque a los dos nos encanta ir de acampada, aunque no lo hayamos hecho nunca, como atestigua el centenar de plantas que puebla el salón y que casi tapa por completo la butaca azul cobalto en la que mi marido, al que quiero con todo mi corazón, vuelvo a repetir, se desploma ahora de vuelta de hacer sus necesidades, que por alguna razón él considera que van más allá de estirar la pata. 

Si lo pienso detenidamente, creo que la idea del asesinato me lleva rondando desde nuestra primera cita. Como buenos cinéfilos, quedamos en la puerta del cine Savoy. Nada más llegar, me dijo que sus directores favoritos eran John Ford y Howard Hawks, y yo respondí que los míos eran Billy Wilder y Alfred Hitchcock, lo que nos condujo a una acalorada discusión que tuvo como resultado que no entráramos a ver ninguna película y que, de hecho, no hayamos visto ninguna desde entonces. Asfixia. Me gusta por el componente romántico que supondría ahogarlo con uno de los cojines que le bordé para que leyera al insufrible de Borges más cómodamente. Así, todo comenzaría y terminaría con mis manos, redondo como un cuento de Cortázar. El único problema es la fuerza. Teniendo en cuenta lo que me tiembla el lápiz entre las manos, pensar que podría sujetar el cojín sobre su cara mientras él intenta zafarse —tengo por seguro el muy cabrito peleará por su vida—, resulta bastante optimista, por no decir completamente ingenuo. Como decía, no hemos vuelto a ver ninguna película, pero podría decirse que nuestro matrimonio ha sido una extensión de aquella primera discusión. Elegir a alguien con quien discutir ininterrumpidamente ha sido el gran acierto de mi vida. ¿Acaso no es maravilloso estar continuamente exasperando a alguien? Durante la comida, sé que me hablará de algo que ha leído, que a mí me parecerá o bien un disparate o una falacia, y esa discusión nos puede tener entretenidos fácilmente hasta la hora de la cena. No me digan que no es maravilloso.

Llegados a este punto, tendrán a bien preguntarme qué necesidad tengo de matarlo. Pues bien, no tenía ninguna hasta que hace dos meses comenzamos a planificar nuestra muerte. Lo primero que hicimos fue elegir cada uno su ataúd. Por supuesto, no combinan en absoluto. El suyo es de madera clara y el mío oscura, con lo que yo parecería más muerta que él, detalle que podría pasar por alto si no fuera porque él se niega a compartir tumba. A estas alturas me sale con que necesita su espacio. Dice que está cansado. ¡Cansado! ¡Él! ¿Y yo? Yo sí que estoy agotada. Venga a regar plantas y venga a bordar cojines, mientras escucho una y otra vez la retahíla de alabanzas sobre las dichosas Ficciones. ¡Se lo lee una vez al año! ¡Por Dios! Pero ¿qué pretende que hagamos durante el resto de la eternidad? ¿Hablar del tiempo con los vecinos? ¿Estando bajo tierra? Así que creo que me voy a decantar por el cianuro de hidrógeno. Efectivo, rápido y no deja rastro. Muy hitchcockiano, además. Los días que me queden en este mundo, iré a visitarlo con un ramo de flores, ya veremos si sus favoritas o las mías, y, cuando finalmente muera, me acostaré a su lado y le acariciaré los surcos nasogenianos hasta que admita que por mucho que el plano de presentación de John Wayne en La diligencia sea historia del cine, Gloria Swanson bajando las escaleras en El crepúsculo de los dioses es insuperable.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convocó en octubre de 2023 la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

El galardón consta de una fase previa y una final. Durante la previa, en la que estamos, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta el 15 de mayo. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024. PLAZO CONCLUIDO

Fallo: 31 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

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