Apenas le conocíamos, pero la sombra de su figura delgada detrás de la ventana se había vuelto tan familiar como los castaños del parque o el sonido del paso del tiempo en el campanario de la iglesia. La señora Catalina, la única que recordaba su llegada al barrio, le describía solo, con una maleta marrón gastada cerrada con un cinturón y una tristeza antigua marcada a surcos en su rostro de tierra, indefinible por lo común, uno de esos rostros que parecen haber nacido con el único propósito de pasar desapercibidos. Si tenía o no familia o si tuvo alguna vez amigos, nadie lo supo. Con los años, pasó a ser uno de esos viejos sin apellido que lloran lágrimas de vino adormilados sobre la barra de algún bar y languidecen con su nostalgia: los bailes de juventud y las risas, paisajes azules de aldeas que sólo existen en la memoria; los trillos, las mulas, la alegría de las cosechas o la vendimia. En estos barrios del extrarradio de Madrid no hay anciano que no haya emigrado, no hay viejo que no guarde en el corazón un pueblo sumergido.

Cuando recogieron sus escasas pertenencias alguien encontró una caja de zapatos en el altillo de un armario, bajo una pila de periódicos amarillentos. En la caja había una fotografía con el retrato en sepia de una mujer joven, guapa, de cabellos y ojos claros, vestida con un mono de color oscuro levantando el puño izquierdo con esa sonrisa inconfundible que tiene la gente que piensa que lo mejor está por venir. Bajo su gorra de miliciana asomaban dos llamativas y cuidadas trenzas. Y no había duda: esas mismas trenzas, perfectamente cortadas, se encontraban allí, intactas, dentro de la caja, junto al retrato mudo y ajado de su desconocida poseedora.

II

Violeta Friedman apenas había cumplido los nueve años, pero recordaría durante el resto de su vida la tarde en la que los soldados irrumpieron a gritos en las casas y anunciaron a los judíos la obligación de estar preparados al amanecer para un largo viaje. Debían coger en unas horas lo que pudieran cargar en brazos y despedirse para siempre de sus hogares y sus recuerdos. El fin del mundo es así: inesperado y banal.

La noche se hizo eterna para la niña que, entre asustada y confundida, contemplaba junto a sus hermanos el trajín de armarios y ropa, las lágrimas y los lamentos de sus padres mientras, desde la oscuridad del bosque cercano, llegaban amenazantes los ecos de gritos y disparos. Mucho tiempo después recordaba haber ayudado a su madre a hornear pan y dulces – “para el viaje”, repetía mecánicamente mientras amasaba en la cocina-. Nadie durmió. Poco antes del amanecer, con todos reunidos en silencio en el salón, su padre tuvo un último gesto antes de la tragedia que seguramente presentía: sentó a toda la familia y les retrató con una de esas viejas cámaras que capturaban con una tristeza gris el cromatismo inapresable de la vida. La vida que se acababa y que inmortalizó revelando el negativo esa misma madrugada.

Los primeros rayos de sol se filtraron sin alegría a través de las cortinas; los gritos de los soldados conminando a la gente a subir a los vagones tendrían luego en su memoria el sabor de las despedidas y los despertares amargos. El viaje duró tres días. Nada más bajar del tren la separaron de su familia; nunca los volvería a ver. Para Violeta la niñez acabó de golpe, bruscamente, cuando el chasquido metálico y fúnebre de una tijera cortó su larga melena rubia. Sobrevivió al horror aferrada a esa fotografía poblada por rostros anhelantes y temerosos, fantasmas que un día existieron y que parecen preguntar todavía, con la mirada clavada en la nuestra, dónde vamos, qué será de nosotros.

III

La noche es cerrada y ventosa, el mar ha empezado a jugar con la frágil embarcación donde más de treinta personas se juntan para protegerse de las olas y darse algo de calor. Una voz anuncia luces al norte. Efectivamente, la costa de Lanzarote resplandece temblorosa a lo lejos como una promesa de bienestar y buenos augurios.

La joven madre no ha dejado de apretar junto a su pecho a la pequeña que, con los ojos abiertos de par en par, parece querer sumarse a los gritos de júbilo y de consuelo. Solo lloró a la salida. Luego se durmió, de puro agotamiento tras diez días de camino a espaldas de su madre. Ahora busca a tientas el calor húmedo del seno. En el cayuco la gente se revuelve, recoge sus pocas pertenencias, se incorpora. Entre vómitos y orines, sin apenas agua potable, el destino parecía haberles vuelto definitivamente la espalda. Mira, le dice en un susurro a su bebé, el porvenir. Y lo repite como un conjuro que ha de espantar todos los males: el porvenir…

Ayer vi su fotografía en el periódico: desorientada, con signos evidentes de un cansancio antiguo en el rostro, con su pequeña hija en los brazos, nos mira con esa esperanza inconfundible que transciende fronteras y visados.

IV

Era su tercera mudanza tras otros tantos fracasos sentimentales, el tiempo que tardó en comprender que no hay mayor prueba de amor que renunciar a poner el amor a prueba. Recogía su ropa y sus libros cuando aquella vieja fotografía enmarcada de su viaje final de carrera cayó al suelo y los cristales se esparcieron por el suelo del salón. Sacó la foto del marco barato y se quedó mirando su propia imagen, ese joven cargado de sueños y una libertad recién estrenada que, sentado sobre una roca en la playa, miraba el mar al atardecer con afectada serenidad y aquel poncho de colores – ¿en qué mudanza se perdería? – que solía llevar en todos sus viajes. Recordó de pronto a la autora de la fotografía, una compañera de curso con la que apenas había hablado durante los cinco años de facultad pero que, ese día, solo ese día, compartió con él anhelos futuros e inconfesables recuerdos. El último día de clase le dejó este regalo en el pupitre con una escueta nota escrita a mano: a veces merece la pena mirar atrás.

Y por fin miró. Cuarenta años después, tuvo que romperse un cristal para que diera por casualidad la vuelta a la fotografía donde aún se podía leer claramente, con lápiz rojo y en mayúsculas, TE QUIERO. Terminó de cargar las cajas en el coche y al sentarse al volante, incapaz de arrancar, lloró.

Era su tercera mudanza, su tercer fracaso sentimental, pero por alguna razón que no acababa de comprender era la primera vez que lloraba.

Un secreto guardado en una caja, un fogonazo de luz contra el olvido, una esperanza atravesando océanos, un vértigo por lo que pudo ser: el amor.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convocó en octubre de 2023 la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

El galardón consta de una fase previa y una final. Durante la previa, en la que estamos, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta el 15 de mayo. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024. PLAZO CONCLUIDO

Fallo: 31 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

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