Pero no, ni cuero, ni madera, ni asiento, ni viaje. La boletería que vendía los boletos para el Expreso del Infierno, que era el nombre que la gente de mi pueblo le daba a ese tren, estaba cerrada. Así que por primera vez tuve que requerir a los servicios del señorial mostrador de la Oficina de Informaciones, que siempre me había intimidado un poco con tanta boiserie en las paredes.
– Disculpe, ¿dónde puedo sacar boleto para el Estrella del Oeste?
– Está suspendido el servicio, caballero –respondió un señor de camisa beige y saco verde detrás del mostrador.
– ¿Y cuándo vuelve a salir?
– Es por tiempo indefinido y hasta nuevo aviso –dijo el hombre leyendo un papel por encima de sus lentes.
– Pero no puede ser, ¿qué es lo que pasó? –lo interrogué elevando el tono de voz.
– ¿Vos no escuchaste al presidente hace dos años? Ramal que para, ramal que cierra. Estos ni siquiera pararon, quisieron parar y les metieron una disposición administrativa.
– ¡Qué desastre! ¿Y la gente cómo hace para viajar, ahora?
– Acá a tres cuadras tenés la terminal de ómnibus.
En mis veintiún años de vida recordaba un sólo viaje en micro de larga distancia desde Buenos Aires, y fue una vez, a los nueve años, que había venido con mis abuelos al Ital Park. Visitamos el parque de diversiones durante todo un sábado y dormimos en un hotel cerca de Retiro. El domingo almorzamos en un restaurante chino y regresamos al pueblo esa misma tarde. Salvo aquella vez, el resto de mis viajes siempre habían sido en tren o en el auto de mi padre.
Pude tomar el último servicio de las once, era un ómnibus de los nuevos, de dos pisos, y se lo veía casi completo. Me tocó un asiento en la parte de arriba, fila cuatro, sobre la izquierda, del lado de la ventanilla. Me puse los auriculares del discman, donde traía el disco de Spinetta y los Socios y cerré los ojos. En eso estaba hasta que un sacerdote se me sentó en el asiento de al lado.
Cuando ya dejábamos atrás la ciudad y entrábamos en la ruta, el padre sacó una Biblia y se puso a leer. Yo no pude evitar mirarlo y me sonrió. Era un hombre de unos treinta años o un poco más, bastante más alto que yo y delgado, tenía el cabello negro muy corto. Estaba vestido como todos los curas y llevaba colgando del cuello una cadena con una medalla de alguna virgen.
– ¿A dónde viajás? –me preguntó el padre.
– A Coronel Gómez, soy de ahí ¿y usted?
–También voy a Gómez. Desde hace unos meses estoy trabajando allá. En la parroquía San Lucas, ¿la conoces?
–Sí, me suena. En el barrio Buenaventura, ¿no?
– Exacto. ¿Fuiste alguna vez?
– No, no soy mucho de ir a la Iglesia y mi familia tampoco. Mis padres son divorciados hace muchos años. Mi familia es especial, padre.
–¿Y a qué te dedicas?
– Estoy estudiando teatro, en Buenos Aires.
– Ah, ¿sos actor?
–No exactamente. Estudio arte dramático en general. Yo quiero ser autor o crítico.
– Muy interesante y ¿dónde estudiás?
–En la Universidad del Salvador.
–Ah, pero esa es una universidad jesuita, católica. No vas a la iglesia, pero sos católico, entonces.
– Bueno, en cierta forma sí, estoy bautizado, pero la comunión no la tomé. Pero la universidad le elegí porque es la única que tiene esa licenciatura.
– Ah está muy bien. ¿Y cómo va la cosa?
– Bien, muy bien. Estoy casi terminando el primer año. Me gusta la carrera y me gusta vivir en Buenos Aires.
– Qué bueno que te adaptaste rápido.
–¿Y usted cómo llegó a Gómez?
– Me podés tutear, por favor –dijo en tono gentil.
– ¿Cómo llegaste a San Lucas?
– Me ordené hace dos años dentro de la congregación que tiene esa parroquia. Estuve mis dos primeros años en una Iglesia en Caballito y ahora hace cuatro meses me enviaron para acá.
– ¿Y qué te parece Gómez? –le pregunté con una mueca de ironía en los labios.
–Me encanta, es un lugar tranquilo, pero con gente muy activa y una vida comunitaria muy linda. Estoy contento. El párroco de San Lucas es un gran pastor y estoy aprendiendo. Queremos hacer mucho trabajo pastoral, sobre todo con los pobres y con los jóvenes.
– En Gómez hay cada vez más pobres y cada vez menos jóvenes.
– Sí, ya lo sé, de eso se trata –respondió, un poco sorprendido por el tenor de mi comentario.
– Y lo que se ve en el pueblo es que cada vez entran más iglesias evangélicas, lo pinché.
– Sí, algo de eso es cierto. Los pastores han comprendido muy bien las demandas de la fe de los nuevos tiempos y está muy bien.
– Dicen que las ceremonias son más divertidas.
– Bueno, tienen otro estilo. Es un poco más complejo que eso. Yo medio en broma y medio en serio, digo que han comprendido que la clave de la naturaleza humana en su búsqueda de la verdad en estos tiempos pasa por los pies.
– ¿Cómo es eso? –pregunté intrigado.
– Claro. Es así. Primero vinieron los griegos, con Aristóteles y dijeron que la verdad estaba en la cabeza, en el cerebro. Más tarde aparecimos nosotros, la Iglesia de Cristo, y dijimos que la verdad era el amor, estaba en el corazón. Al tiempo apareció Marx, con el comunismo y dijo no, lo más importante es el estómago. Poco después apareció Freud y puso la verdad un poco más abajo de la panza. Y hoy, viene el posmodernismo, el orientalismo, el evangelismo y nos dice que la verdad está en los pies: hay que bailar en la iglesia, hay que hacer reflexología y salir a correr todos los días para llevar una vida sana.
Asentí y sonreí ante la teoría anatómica de la verdad del cura. No pude responderle nada. La conversación se fue diluyendo y cada uno volvió a lo suyo. Yo a la música de Spinetta y él, a la palabra de Dios. A fin de cuentas, nuestras distracciones no eran tan diferentes. En algún tramo del viaje apagaron las luces del micro y me dormí, él había encendido la luz de lectura y continuó con la Biblia. Cuando uno de los choferes pasó por el asiento convidando a gaseosa y a un alfajor, me desperté y vi que el cura seguía con la cabeza metida en el libro.
– Ya casi llegamos. No te pregunté tu nombre.
– Me llamo Martín, ¿vos?
– Soy el padre Omar. Te espero algún día por la parroquia, aunque sea para visitar. Venite con tu familia.
– Bueno, tal vez algún día me pase. Pero no creo que sea con mi familia. No estoy mucho en Gómez, sólo los fines de semana. La iglesia no es lo mío, padre, no se ofenda, a mi me gusta el teatro.
– ¡Ja! Entiendo perfectamente. Pero no te creas, nosotros también tenemos bastante de artistas en las misas. Si te gusta la arquitectura, tenés los templos; si te interesan las artes plásticas, ahí están los cuadros del vía crucis y las estatuas de Cristo, de nuestra santa madre la virgen y los santos; si querés música tenemos un órgano, un coro de chicas y dos guitarristas; si sos más de la literatura, tenemos este libro –dijo mostrando la Biblia– y leemos dos textos por misa.
– Pero ves, no tienen teatro –le seguí el juego.
– ¡Pero, cómo no! Nosotros los curas somos grandes actores. Leemos un guion. La misa es una obra dividida en actos. Transformamos el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de cristo durante la eucaristía. Hasta hacemos un monólogo durante la homilía.
– Pero ahí improvisan.
– Exactamente, ahí nos salimos del guion –me respondió riendo.
– Bueno, me convenciste. Algún domingo voy a pasar a visitarte. Espero que no se asuste.
– Pero no, hombre. Nosotros solo le tememos a Dios –dijo con una expresión de sorpresa.
El padre Omar guardó la Biblia en su bolso de cuero marrón y se lo puso sobre la falda. Ya habíamos entrado en Coronel Gómez y encendieron las luces del micro. Me dio hambre y me comí el alfajor que bajó con un poco de Sprite. Era la una y media de la mañana cuando entramos en la terminal. Mientras me despedía del padre Omar con un apretón de manos, vi que sobre el andén me esperaba mi madre. Junto a ella estaba Clara, su novia.
Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores [1] y de la marca de comunicación Alabra [2], convoca la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.
Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen una única obra.
El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.
¿Quiere saber más sobre el Premio [3]?
¿Quiere conocer sus bases [4]?
Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023
Cierre: 15 de mayo de 2024
Fallo: 22 de agosto de 2024
Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024