Tomé el trabajo en aquella casa, a pesar de la paga y de las condiciones que me impusieron, porque era joven y recién llegada del interior; estaba sola y no tenía dinero para pagar la pieza de la pensión. En otro tiempo, en otro lugar, no hubiera nunca aceptado aquellas condiciones, pero… En fin, debía limpiar, tender camas y lavar y planchar la ropa. Trabajaba desde las seis de la mañana hasta las once de la noche. Mis únicas distracciones fueron los francos de los jueves por la tarde y una radio a transistores debajo de la almohada. Así transcurrieron mis días hasta cuando la madre de mi patrona enfermó. Mejor dicho, hasta cuando la enfermedad que la corroía le impidió continuar viviendo sola y su hija la llevó a vivir con ella. Para ahorrar el salario de una enfermera me ofrecieron un pago extra para que yo la cuidara. Acepté con gusto, la viejita era muy buena. No tardamos en hacernos amigas, en la medida que una anciana culta e ilustrada puede hacerse amiga de una jovencita ignorante. Yo me convertí en la compañía que mitigó su soledad. La hija raras veces pasaba por su habitación, siempre encontraba excusas para esquivarla. El hijo raramente la visitaba. Antes de que su enfermedad la postrara, salíamos al jardín para sentarnos al solcito en un banco entre los malvones. Después, ¡pobre mujer!, ya no pudo levantarse de la cama ni siquiera para hacer pis. Deshojaba las horas en su habitación, mirando al techo, pensando en nada bueno. Como no podía leer, porque tenía la vista cansada, le llevé mi radio para que se entretuviera. Pasó bastante tiempo antes de que la hija se decidiera a instalarle un televisor en su cuarto. Cierta tarde escuché, desde detrás de la puerta, que el médico que la atendía consideró que “en su situación” era preferible que permaneciera en la casa antes de ser internada. “Nada podemos hacer en la clínica”, le contestó a la señora cuando ésta propuso el traslado, menos para ahorrarle sufrimientos que para sacársela de encima. Yo me daba perfecta cuenta de que ella empeoraba día a día, pero me negué a aceptar aquello de “Nada podemos hacer”. Supongo que lo hice porque la quería como a la abuela que no tuve.

Sí, tiene razón, a veces debemos hacer una pausa. Discúlpeme si le hago perder el tiempo, pero, cuando la recuerdo, la angustia me endurece la garganta. No, está bien así. Como le decía, Doña Julia, así se llamaba la señora, debió acostumbrarse a estar sola por largas horas. Yo, en lo posible, trataba de aliviar ese hastío. Cuando hacía un paréntesis en mis tareas pasaba a atenderla y le hablaba del clima, de las historias policiales que aparecían en el noticiero, y de los vaivenes amorosos de las estrellas de la televisión. Ella, amablemente, fingía interesarse en mis comentarios. Una noche interrumpió mi charla. “¿Cómo será?”, preguntó en voz baja. Me acerqué a su cama. “¿Cómo será qué, doña Julia?” No contestó; me miró sin parpadeos. Sus ojos blancos brillaban de insomnio. Le insistí para que respondiera. “¿Cómo será eso de estar muerta?”, aclaró. No me atreví a contestarle. Me aparté de ella en un eléctrico rechazo. “Aunque no creo que sea peor que esta agonía, ¿no te parece?” No supe qué decir. No supe qué pensar. Ya le dije, era demasiado joven. Sólo suponer que moriría me daba escalofríos. Aquellas fueron las últimas palabras que le escuché decir con su lucidez intacta. A partir de ese momento sus dolores se agudizaron hasta hacerse insoportables, y los fortísimos calmantes la llevaron a una duermevela sin destino. Traté de pasar más tiempo a su lado, acompañando su sueño. Resigné algunos francos para mirar películas con el volumen bajo mientras escuchaba el áspero jadeo de su respiración. Algunas noches dormí acurrucada en el sillón junto a su cama. Así fue que, en una ocasión, un gemido apagado me despertó. Me aproximé con temor. Amanecía un hermoso día de invierno. Una luz acerada se colaba por los postigos de las ventanas. Al acercarme vi sus ojos abiertos. “Ayudáme…”, murmuró. Ahogué un grito de espanto cubriéndome la boca con la mano. “Estoy cansada”. Me aterré al pensar en lo que me pedía. Sólo atiné a negarme con movimientos espasmódicos mientras lloriqueaba mirando las cajas de medicamentos sobre la mesa de luz. Hasta hoy, en el silencio, oigo los ecos de aquella súplica.

No, gracias; pero, por favor, ¿podría pedirme un vaso de agua?

Después de que murió, el médico certificó que su débil organismo no resistió el tratamiento. Nadie cuestionó su dictamen. Para algunos resultó un doloroso alivio, para otros el fin de una molestia. Yo di parte de enferma para ausentarme por dos días de mis tareas. Estaba triste y agotada. Apenas dormí, apenas comí. En la parroquia del barrio lloré frente a la Virgencita rogando perdón por lo que había hecho. Luego comprendí que, en realidad, pedí perdón por permitir que la duda le carcomiera el alma a doña Julia de la misma manera que el dolor le consumió su cuerpo. “¿Será verdad que alguien nos espera? Es insoportable esta incertidumbre”, me dijo cuando aún podía enhebrar sus pensamientos y sus palabras.

¡Ah… gracias! Necesitaba un poco de agua fresca.

Nos habituamos a convivir con la maldad. No es difícil descubrir a un asesino cuando conocemos los motivos de su crimen, que por lo general son ambición, dinero, celos o rencor. Buscamos al culpable partiendo de esa premisa: la maldad. Nunca imaginamos un asesinato por amor. Por esa razón es difícil reconocer al responsable de una muerte cuando el móvil es la piedad. Estoy segura de que el crimen perfecto es aquel que cometemos guiados por la compasión. Después… después queda en nuestras conciencias el peso de nuestros actos. Ciertas veces ese peso se diluye; otras veces se soporta como a esas alergias molestas que no tienen cura. Sin embargo, en otras oportunidades la carga de nuestras acciones nos agobia y se nos hace insoportable continuar viviendo sin confesarla.

¿Una confesión? ¿Yo? ¿Por qué? ¡Ah, ya comprendo! Usted pensó que yo… ¡No! ¡Cómo se le ocurre! No, absolutamente no. Doña Julia murió luego de una cruel agonía que nadie se atrevió a interrumpir. Esa es mi tortura y mi carga. Si algo me reprocho es de no haberla ayudado a morir. Nadie hubiera sospechado; era una muerte esperada.

 Hubiera sido el crimen perfecto… y yo soy culpable de no haberlo cometido.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convocó en octubre de 2023 la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

El galardón consta de una fase previa y una final. Durante la previa, en la que estamos, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta el 15 de mayo. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024. PLAZO CONCLUIDO

Fallo: 31 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

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