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Del color de las bolsas

Enmudecí al escuchar aquella frase, atenazado por una pinza invisible que, por un lado, me pedía que dijese que me había equivocado para colgar rápidamente y, por el otro, que intentase averiguar qué le pasaba a esa mujer. Aquella era una llamada para Georgi, un osteópata que me habían recomendado, pero al marcar confundí un seis con un tres. Eso lo averigüé al colgar y comprobar el registro de llamadas, porque lo primero que pensé fue que se habían equivocado al darme el número; supongo que yo estaba más torpe de lo habitual porque antes de la siesta me había bebido unos cuantos botellines de cerveza para amortiguar aquel dolor de espalda que me estaba matando.

El caso es que el silencio continuaba, así que ella preguntó —con voz precisa y armónica— «¿hay alguien ahí? No te habré asustado con eso de que me estoy muriendo, ¿verdad?» «Sí y no», respondí, y entonces aquella señora me preguntó por mi nombre y si vivía en Madrid. Y responder cuando no sabes qué decir es un arrullo que te reconforta, aunque ir desgranando en titulares quién era fue como entonar una canción que sonaba de fondo en mi cabeza y que no me entusiasmaba. Lo consideré un acto de piedad con alguien que —en teoría— se moría, sin reparar en que había mordido el anzuelo. Lo que más le sorprendió de mí fue que trabajase como operador de grúa y moviese basura a diario, nuestra basura, la misma que llegaba al foso de la planta de tratamiento de Valdemingómez en los camiones de recogida. «Ahí están todos nuestros secretos», dijo, «desechos embolsados de nuestras vidas». «Yo siempre uso las bolsas del Mercadona para la basura», me confesó. Le conté también lo de mi espalda, que llevaba cuatro días de baja y que vivía de alquiler en un tercer piso con vistas a un patio de vecinos, en Coslada, porque el piso de Vallecas se lo había quedado Silvia. Le confesé muchas más cosas de las que hubiese pensado confesarle a nadie un martes por la tarde. Supongo que lo hice porque estaba aburrido y porque ella sabía preguntar y escuchar. «Qué suerte que me hayas llamado, Javi», dijo al despedirse.

Al día siguiente volví a llamar al mismo número y Ángela respondió enseguida con un «hola, Javi». Nunca me atreví a preguntarle si era verdad que se moría. En realidad no hablaba demasiado de su vida. Los primeros días tan solo me contó que era viuda, que no había tenido hijos, que le gustaba coser y había sido ama de casa toda su vida, pero ella aprovechaba cualquier silencio en la conversación para volver a mí. Me pedía que escribiese una palabra todos los días, la primera que se me ocurriese después de colgar, y así fueron mezclándose ibuprofeno, Singer, gris, Gaudencio, anticiclón, Sabina… Las anotaba en mi cuaderno que fue convirtiéndose en una especie de Frankenstein de nuestras vidas.

Fueron pasando los días y yo empezaba a pensar que Ángela no se estaba muriendo. A corto plazo quiero decir. Al fin y al cabo todos morimos sin descanso como todo techo amarillea si se le dan las décadas suficientes para hacerlo. Cuando me ofrecía para acompañarla a la compra o llevarle algo de la farmacia, ella me contestaba que no hacía falta, y si intentaba averiguar discretamente si estaba bien, ella me tranquilizaba con un «hijo, esta vieja aguantará al menos un día más» y después me preguntaba por Silvia o por algún detalle de mi niñez. Yo también me moría, claro, pero poco a poco, aunque, casi al mismo ritmo, mi espalda fue reviviendo tras varias visitas a la clínica de Georgi. Resultó ser un búlgaro hincha del Estudiantes que no paraba de hablar de baloncesto mientras recolocaba vértebras, así que en pocos días me reincorporé al trabajo para alegría de Ángela. «Hoy ha aparecido una moto azul entre la basura», le conté una tarde y azul fue a parar a mi cuaderno.

Yo seguía eligiendo mi palabra cada día, palabras que pasaron de estar en horizontal, en aquella juventud de nuestras vidas en papel, a disponerse en vertical. Y no sé si lo hice por añadir páginas a aquel capítulo de mi vida o por el pensamiento irracional de que nuestros días juntos se acababan.

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Le pregunté si algún vecino pasaba a verla de vez en cuando, si le gustaba leer, con cuántos años conoció a su Gaudencio y con cuántos lo perdió. También hubo cosas que me contó sin que yo se las preguntase: que era alérgica a los cacahuetes; que desayunaba croissants tostados; que estaba pensando en comprarse un teléfono inalámbrico; que tenía humedades en el techo del baño y que de joven estuvo enamorada de Kennedy.

A veces bromeaba con Ángela y le decía que si ella usara bolsas de basura rojas yo podría identificarlas en el foso y abrirlas para descubrir sus secretos. Ella reía y me la imaginaba llevándose la palma de la mano libre hacia sus mejillas ruborizadas. «Seguiré usando las bolsas del Mercadona», decía entonces, pero yo buscaba alguna bolsa roja desde mi cabina, porque nunca son rojas. La mayoría son negras y los días buenos aparecen algunas azules, amarillas o verdes. Imagino que esas son las de la gente sin nada que esconder.

A Ángela no le sorprendía que yo hubiese terminado Derecho y ahora fuese un operario encorvado de siete a dos mientras manejo mis joysticks. «Es por culpa de la crisis», me excusé un día; «¿cuál de ellas?», me preguntó, y yo callé por no saber elegir entre la crisis económica del 2008 o la de Silvia, en 2011. Ángela me decía que imaginara que era un dios que tiene que clasificar los pecados de sus fieles; acogerlos y reciclarlos. «Tú tienes la ventaja de ver lo que sale por la puerta de atrás de nuestras casas», insistía.

«¿Qué palabra elegiste ayer?», me preguntó Ángela el último día en que hablamos. «Esmeralda», respondí: el nombre de mi abuela, la que me salvó de niño de morir ahogado en el río del pueblo y me siguió salvando mucho tiempo después. Y es que mi abuela, le había contado el día anterior a Ángela, sabía nadar, preguntar y, sobre todo, escuchar. Para entonces yo ya tenía claro quién estaba salvando a quién; que Ángela había conseguido que la canción que sonaba en mi cabeza tuviese cadencia. Y que me empezase a gustar.

Aunque en realidad aquel día le mentí: había escrito Ángela en mi libreta.

Ahora procuro adivinar de dónde vendrá un camión, si ese será de Pozuelo o aquel otro, de Carabanchel. Probablemente actualice mi currículo y busque otra cosa por mi bien y el de mi espalda, pero, mientras tanto, soy parte del ciclo infinito en el que las bolsas se mezclan entre ellas hasta formar un hermoso puzle en descomposición, para después ser arrastradas por cintas, abrirse en canal y aguardar su destino: reciclaje o vertedero, como si mi foso fuese un limbo. En ese tipo de tonterías pienso ahora. Y, no sé por qué, también he recordado un cuento que leí hace tiempo, en el que el protagonista es un joven que está muerto y vivo a la vez, y me he dado cuenta de que hay muchas combinaciones entre la muerte y la vida. Aquel joven vivía en su ataúd, sin mostrar más vida que los signos de su crecimiento, pero evolucionó hacia algo así como una segunda muerte. Así que yo quizá pueda pasar de estar medio muerto a medio vivo, y de ahí, a estar vivo-vivo.

Sí, ahora pienso en este tipo de tonterías.

Al día siguiente de hablarle de mi abuela, Ángela no respondió. Aquel día y los siguientes llamé varias veces hasta que me convencí de que simplemente habría decidido no contestar más. Nunca conseguí que me revelase en qué calle vivía ni su apellido; ni siquiera sé si Ángela es su nombre real. Y, por si acaso, no he vuelto a pulsar su nombre en mi móvil, por si descubro que han dado de baja la línea. En su lugar voy cambiando algún número del teléfono de Ángela y llamo. Un siete por un cinco o un cero por un nueve, pero solo uno de ellos cada vez, para no alejarme más de una cifra de ella. Apunto en mi cuaderno esas combinaciones y las tacho cuando me cuelgan. Nadie parece querer hablar con un desconocido. Tal vez por eso, hoy, cuando ha sonado el fijo de casa, no he podido evitar responder con un «hola, me llamo Javi y me estoy muriendo».

«¿Hay alguien ahí?», he tenido que insistir. Entonces ella —no me ha querido decir su nombre— me ha preguntado tímidamente si me interesaría cambiar de compañía telefónica.

Más sobre el II Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la segunda edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 4.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluye el 7 de julio de 2021.

Durante la fase previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha. El relato seleccionado se publicará posteriormente en hoyesarte.com. Este procedimiento se repetirá cada semana, durante las 27 semanas (tantas como las letras del abecedario de la lengua española) comprendidas entre el 2 de enero de 2021 y el 7 de julio de 2021. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021

Cierre: el plazo concluyó el 7 de julio de 2021

Fallo: 6 de agosto de 2021. Modificado el 14 de julio. Nueva fecha para el fallo: 17 de agosto

Acto de entrega: 21 de agosto de 2021. Modificado el 14 de julio. Nueva fecha para el acto de entrega: 4 de septiembre

Nota de los organizadores publicada el 14 de julio: Dado el gran número de relatos recibidos durante las últimas semanas, que ha rebasado todas las estimaciones, se hace imprescindible modificar la fecha del fallo del premio y del acto de entrega para asegurar que el trabajo de valoración del Comité de Lectura pueda ser realizado en las mejores condiciones posibles y de esa forma garantizar la igualdad de oportunidades de todos los participantes. Muchas gracias por su comprensión.