No imaginemos a un niño de los años cincuenta con ropas de los años cincuenta.
Esta misma mañana el niño miraba el escaparate de la pastelería antes de marcharse. Realmente al niño no le gusta mirar, lo que le gusta es lo que ve.
El niño es todavía muy niño para saber que hacemos muchas cosas que no nos gusta hacer, sin que nadie nos obligue, creyendo que somos libres de hacerlas.
Tampoco le gusta irse, pero se va.
Este acto no es un acto voluntario y el niño, aunque sea tan niño, reconoce que no es voluntario. En esto ya es un poquito adulto.
Sabe que se va porque, si llega tarde a casa, el padre le riñe.
El padre siempre está enfadado.
Siempre, siempre, siempre.
El niño no recuerda ni un solo día en el que el padre no estuviese enfadado; hasta en el día del nacimiento de la hermana del niño, que fíjate si no era un día especial.
El padre no entendería que el niño llegara tarde a casa por estar mirando un escaparate de una pastelería, pensaría que es una pérdida de tiempo y que no estamos para perder el tiempo.
Y tendría razón.
O un poquito de razón.
Hoy el niño llega temprano a casa y el padre no le riñe.
El niño mira de reojo al padre, en silencio.
Quizás hubiese sido mejor haber llegado tarde para que el padre gritase y dejase de apretar los dientes.
Porque el padre aprieta los dientes, en silencio.
Y al niño no le gusta ver eso.
No sabe por qué no le gusta, solo sabe que no le gusta.
El padre tiene una herida en el brazo, no es una herida pequeña de esas que trae tantas veces. Es una herida grande. Muy grande.
La madre le echa betadine al padre en la herida.
El niño no entiende porque la madre aprieta los dientes si ella no tiene herida.
El niño mira el betadine y piensa en un pastel de dulce de leche que estaba en una bandeja, en la estantería más alta del escaparate de la pastelería.
Seguro que era un pastel nuevo porque ayer no estaba.
Seguro que el hombre que hace los pasteles tiene tiempo para inventar nuevos pasteles.
Seguro que en la casa del hombre que inventa los pasteles no hay heridas, ni siquiera de las pequeñas.
Y seguro que no hay tanto silencio.
Si el padre del niño hubiese hecho pasteles y hubiese tenido tiempo para inventar nuevos pasteles todo sería diferente.
Pero no los hace.
El padre del niño casi nunca hace nada.
Hay días en los que ni sale de casa.
Otras veces sale.
Cuando sale, a veces llega a casa oliendo a pescado y otras veces llega sin oler a pescado.
Cuando llega a casa oliendo a pescado no está tan enfadado como los días en los que no huele a pescado.
Está un poco enfadado, pero menos.
Hoy huele a pescado, pero está muy enfadado.
Aunque no grite, se nota que está muy enfadado.
Debe de ser por lo de la herida tan grande.
La madre termina de curar la herida del padre y enrosca la tapa del betadine. En silencio. Una gota de betadine resbala por el bote y el niño la sigue con los ojos.
La madre guarda el bote en el cajón del mueble de la entrada.
El niño va al mueble de la entrada, abre el cajón –total nadie se fija en él ahora– y se pone en la lengua una gota de betadine.
El dulce de leche le quema la lengua, en silencio.
El niño comprende el sabor de la herida del padre.
En silencio.
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