Todo es desazonador como un descampado lleno de bolsas del Alcampo esparcidas por el viento, y falso, como de cartón piedra. El árbol, las sonrisas, los villancicos, es una representación teatral, se multiplican las miradas soslayadas y piadosas que pretenden no ser hirientes, pero lo son, hacen daño, sobre todo a él que permanece aplastado en su sillón, ambas manos colgando de los reposabrazos, los ojos vidriosos y la piel cetrina. Más timbrazos, llegan hijos, hermanos, cuñados, sobrinos, nietos, muchos niños, algarabía infantil que alivia el encorsetamiento de la escena, la escena previa de una cena de Nochebuena que nunca se va a celebrar.
Ya están casi todos, sólo falta su marido que estará a punto de aparecer. Incluso en un día tan señalado, ser el jefe de su propia empresa le somete a una estricta esclavitud, le devora el tiempo que apenas puede compartir con los suyos. El tiempo. “Cómo ha pasado”, piensa ella desde la puerta de la cocina aureolada por los efluvios jugosos que escapan del horno, “parece imposible que los años hayan desfilado con tanta velocidad ante mis ojos, con paso de legionario”. A sus cerca de sesenta se ha convertido en matriarca, en el elemento imprescindible y aglutinador de la familia. Fuerte, decidida, rotunda, abnegada, capaz de compaginar su trabajo con la sagrada misión de ser el apoyo incondicional de los que allí están reunidos.
Los contempla embelesada, satisfecha, ha merecido la pena el esfuerzo, y ahora son piña, son átomos unidos para formar una sólida estructura diamantina. Sonríe, mira el reloj, avanza unos pasos y se acerca al belén que su hija mayor la ha ayudado a montar, toma entre sus manos al ángel que corona el portal con tan mala fortuna que resbala entre sus dedos y quiebra sus alas al estrellarse contra el suelo. Un calambre le encoge el estómago. Ella es supersticiosa e interpreta el suceso como señal de mal agüero. Vuelve a mirar el reloj: su marido ya debería estar en casa.
Antes de la cena de Nochebuena el teléfono suena en el salón. Sus tonos estridentes interfieren con el villancico produciendo una amalgama grotesca. Ella misma se adelanta y lo coge, pega el auricular a la oreja, responde con brevedad, escucha y, paulatinamente, sus ojos se sobredimensionan, se vuelven redondos como monedas, el corazón es una taladradora que amenaza con perforarle el pecho.
El mensaje ha sido tan fulminante que tarda un par de segundos en reaccionar, pero al momento desvía su mirada hacia el sillón donde él permanece inmóvil, la mirada desenfocada, ajena, y luego su voz se convierte en huracán que arrasa impartiendo órdenes, vamos, rápido al hospital, tú encárgate de los niños, tú de la abuela, vosotros venid conmigo, ayudadme, no podemos perder ni un minuto. Poco después se han convertido en una expedición hacia la frontera desconocida que separa la vida de la muerte, son exploradores que contienen el aliento. La mesa extensible amortajada con el mantel, con las velas encendidas y sin comensales, ofrece el poso melancólico de las novelas góticas.
Al salir hacia el hospital, tras recibir la llamada telefónica, ella aún mantiene en su mano el ángel de alas rotas. No le ha engañado su clarividencia, ese sentido premonitorio que anuncia la desgracia, el desastre que detiene el latido, que abre las carnes y socava el suelo sobre el que se apoya, y aprieta con desesperación la figurita como si pudiera obrarse el milagro de que sus alas se recompongan y desaparezca el maleficio. Viaja en el asiento del copiloto en el coche que conduce su hijo. Las luces de la ciudad son metal líquido que se disuelven con las lágrimas de sus ojos, que le empantanan la visión, y avanzan rápidamente porque en esta noche aciaga hay poco tráfico, reunidas las familias para compartir una cena que en su casa no se celebrará.
La expedición aparca apresuradamente delante de la puerta del hospital, ya se encargará su hijo de estacionarlo luego de forma adecuada. Ahora lo que prima es el tiempo, esos segundos que son tragados vorazmente por un sumidero y que obligan a movimientos rápidos (pero no cómicos) como en una película muda. Por lo pronto, a él lo han sentado en una silla de ruedas, tan desvalido, tan apergaminado y cerúleo, manos fallecidas que siempre penden de los reposabrazos, el gesto asombrado de los que atisban una esperanza que ya daban por muerta mientras el celador empuja la silla con aptitudes de atleta. Es un recorrido vertiginoso en el que llegan a distinguirse sobre los mostradores pequeños árboles navideños, guirnaldas que destellan con la fría luz de los fluorescentes, la Navidad que intenta brotar en el centro hospitalario como una flor en los médanos del desierto pero que, sin embargo, no consigue otro efecto que parecerse a un desangelado plató televisivo de La 2.
Los hospitales pueden ser monstruosos, un museo de la decadencia y la vulnerabilidad donde se muestran enfermedades, disfunciones y traumatismos, el taller de reparaciones de la especie humana que a veces también se convierte en desguace, donde se arroja el último aliento. Y a ella se lo han dicho: “Su marido ha muerto, no ha podido superar la intervención quirúrgica”, y comprime la mano sin recordar que aún contiene en ella al ángel de alas rotas, el que le hace daño, el que le produce un corte sangrándole la piel y una gota bermellón que estalla al golpear el suelo. Sin poder evitarlo se acuerda del pavo que se ha quedado en el horno, de la cena de Nochebuena que no se celebrará en su casa, un pensamiento trivial que sin embargo no lo es tanto, porque en él se simboliza con fuerza una etapa que ha acabado y el comienzo de otra teñida de tristeza, porque él ya no presidirá más esa mesa, no podrá repetir como cada Nochebuena: “Que el año que viene sigamos todos juntos”, y es entonces cuando se desmorona, cuando el corazón se le hace harina y no puede reprimir el llanto, un coro de lágrimas porque se le unen sus hijos y hermanos acaparando la atención de los que por allí transitan.
Antes de entrar en el quirófano el cirujano se dirige hacia ella, hacia la expedición que ha conquistado el pasillo del hospital y que muestra en sus rostros el desgaste de la espera y la ansiedad. Habla, le estrecha la mano, se marcha. Ella respira profundamente: espera que haya merecido la pena echar a perder la cena de Nochebuena. Luego se fija en el duelo que afecta a un grupo de personas que hay al fondo. “¿Qué ha sucedido?”, le pregunta al celador que empujó la silla de ruedas con su marido. “Un accidente de coche. El hombre ha muerto”, le responde. Lo que no quiere decirle el celador es que el hígado que en esos momentos está a punto de ser trasplantado a su marido para salvarlo de su hepatitis fulminante procede del hombre accidentado; esos son secretos que quedan de puertas adentro. Ella lo siente por esa familia. Le han alumbrado de esperanza una noche que se presentaba deslucida y a los otros, a los que lloran, se la han apagado como a una farola apedreada. Cuando el grupo desfila por delante, prestos a abandonar el hospital, ella se percata de la mano ensangrentada de la mujer. De ella parece asomar una figurita con forma de ángel.
Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluyó el pasado 31 de mayo.
El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el Comité de Lectura selecciona los relatos finalistas de entre los recibidos antes del 31 de mayo, que se irán publicando en hoyesarte.com. Este es el caso de El ángel, octogésimo noveno cuento preseleccionado.
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