Mi destino, literalmente, siempre fue vivir del cuento o, mejor, vivir de escribir cuentos. No obstante, una gran pega lastraba el objetivo: todas mis historias acababan mal. Hasta más allá de la mitad de los relatos la desgracia ni se vislumbraba, pero poco antes de finalizarlos la sombra de una fortuna atroz se ceñía sobre los protagonistas e impedía bodas con arroz y guirnaldas o el frenazo antes de un fatal accidente. Era como una pulsión, la suprema voluntad de un ente que se apoderaba de mi inspiración y condenaba a la tragedia a cualquiera que apareciera por mis historias.
Las mujeres me dejaban cuando les narraba aventuras sobre inocentes condenados a la horca a los que nadie salvaba en el último momento o sobre huérfanos diabéticos abandonados en medio de la selva que jamás encontraban insulina. Mis cuentos eran un fiasco; mi vida amorosa también. Ellas, sin duda, nunca leyeron lo del escorpión y la rana. No entendían por qué el barco siempre acababa en el abismo.
Pero con el destino no se negocia. El propósito era el que era, así que me presentaba a decenas de concursos literarios, desde los que se conforman con cuatro palabras hasta los que exigen no menos de cincuenta páginas con interlineado sencillo. Me ignoraban en todos. En los que se hacían antologías con los títulos recibidos, del mío se solían olvidar. Los jurados preferían almíbar, untuosidad y evanescencia, a ese desagradable sabor metálico que queda en la boca cuando cuesta segregar saliva.
Un día sucedió. Conseguí acabar un pequeño relato, para el que decían que era el certamen del siglo, sin mencionar palabras que condujesen a la ruina. No obstante, repasé varias veces el texto para cerciorarme. No cabía duda: ni desgracia, ni tristeza, ni desesperanza, ni calvario, ni encierro. Tenía una historia feliz, un pequeño milagro que estuvo a punto de malograrse de no haber cambiado la última palabra, torcida, como siempre, hacia el fondo. A veces, una sola palabra lleva a los libres al compromiso y a los perdedores a la gloria.
Me cercioré de las bases del certamen literario, completé los requisitos. Rellené, fotocopié, escaneé, franqueé, envié… Hice eso y hubiera hecho mucho más, todo, cualquier cosa. No quiero ni pensar qué habría sucedido si en las bases hubiesen exigido profanaciones de tumbas o la amputación de alguna falange de mi mano izquierda. Aquel era mi certamen, uno al que me presentaría, por fin, con una historia que acababa bien: mi némesis frente a todas aquellas obras que me condenaron al hambre y a la soledad.
Regresé de la oficina de Correos con la sensación de que, no tardando mucho, recibiría la llamada de alguien que preguntaría por el autor de aquella obra maravillosa. ¿El autor?… Yo mismo, naturalmente.
Pasó un mes; corto, como todos los meses que ya pasaron, y largo como treinta días en los que esperas algo que no termina de llegar. Desde que envié el microrrelato por correo no había vuelto a escribir. Lo intentaba; me sentaba en la misma silla, me situaba frente al portátil, con las letras desgastadas, desbaratado por la necesidad y el uso. No había manera, la inspiración parecía haberse colado en el caos infinito e ingobernable que se esconde bajo la carcasa de un engendro sin alma y escasa batería.
Un día recibí la llamada de un número desconocido, el número de mi destino, el que me daría la alegría del día y del mes, y de todos los meses y de todas las vidas. La mujer confirmó que yo era uno de los ocho finalistas de un certamen solo comparable al Premio Nobel, con una cuantía económica que me permitiría comer varias veces al día y comprarme un ordenador con el que podría seguir escribiendo palabras sin dejarme las uñas en el hueco de las teclas perdidas.
El día de la final me recibieron como a uno de esos tipos importantes que acaban en la parte de los escenarios desde donde se recibe el aplauso. Me informaron de cómo sería la gala, saludé como si conociera de toda la vida a un famoso presentador que se iba a hacer cargo del evento, colgué de mi solapa la tarjetita en la que se indicaba mi nombre, el título de mi relato, hasta el orden de participación, y me mezclé con los otros siete candidatos al premio.
La suerte nos juntó a uno de aquí al lado, a otro de un poco más lejos; de todo, como en botica, como en literatura también. Uno de los participantes acababa de llegar de una tertulia con Balzac, Baudelaire, Tolstoi y Dostoievski; el muy engreído se disculpaba a sí mismo por compartir oxígeno con aficionados como yo. También conocí a un tipo agradable, con los ojos muy abiertos; cada una de las palabras que pronunciaba eran certeros disparos al aire. Si ese fulano escribía tal y como hablaba nos empujaría a todos al arroyo, al hambre y a la necesidad de replantearnos el oficio. Si ese fulano escribía la mitad de bien que hablaba, él ganaría el concurso de calle y el resto aplaudiríamos en pie una decisión en pocas ocasiones tomada con tanta justicia e imparcialidad. Éramos ocho finalistas: un cretino, un genio de la palabra y seis novatos que miraban aquí y allá, preguntándose sobre todo dónde esconderían las bandejas con los canapés.
Comenzó el festival. Yo saldría en quinto lugar, ni lejano y olvidable como el primero, ni ventajoso y cercano como el último. En la parte de atrás del escenario, mientras escuchaba recitar sus obras a mis teloneros, me sentí como una estrella de rock; alguien a quien esperan ahí abajo, a quien admiran por el simple hecho de estar en una tarima situada por encima de sus cabezas, un guía, un referente, un profeta…, tal vez.
La mujer que perfumó el primer relato con un ligero aroma a este o aquel escritor recibió un cálido aplauso y dio paso al segundo y a la tercera concursante, con similares recuerdos. Al fin y al cabo, todos olemos igual o parecido. Llegó el turno del genio que hablaba como los ángeles y nos mandaría al resto al arroyo. Leyó pausadamente los últimos pensamientos de un hombre que se va a volar la tapa de los sesos… Pero, ay, divina providencia, segundos antes del disparo un rayo de sol ilumina su cárcel de espíritu oscuro y al fin se echa atrás. Salvo ese final falso e impostado, no me defraudó. Efectivamente, mi nuevo amigo era bueno; algún día la gente haría una pequeña cola para conseguir su rúbrica en un libro con tapas azules y grises. Tanto el público como yo aplaudimos con ganas, pero sin llegar al éxtasis.
El famoso presentador agradeció la ovación a mi predecesor y leyó en alto mi nombre y el título del relato. Salí al escenario en busca de redención y varios miles de euros y gloria. Toda una vida esperando algo parecido. Por fin, llegó mi turno.
Cuando terminé de leer recuerdo tímidos aplausos y la cara confundida de algún miembro de la organización que juraba a otro que el relato original no acababa así.
Después tengo una especie de vacío y una voz interior que me señalaba como el ser más patético del universo por haber cambiado de nuevo la palabra que dinamitaba el final feliz y otra voz que me defendía con argumentos sobre escorpiones y ranas.
Cuando volví a la realidad, el engreído, el colega de los genios rusos y franceses, recitaba por segunda vez, con voz engolada, el relato ganador, entre rosas y ropa íntima arrojada por el público. Lo de las flores y la ropa es bastante probable que fuera fruto de mi imaginación; el giro final, el que volvió a mandarme al cadalso, era tan real como el octavo puesto que figuraría para siempre en aquel pergamino gris oscuro.
Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.
Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.
El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022
Cierre: 24 de junio de 2022
Fallo: 10 de octubre de 2022
Acto de entrega: Último trimestre de 2022