Hace unos meses decidí poner orden en mis archivos. Cientos de archivos Word escapados de las carpetas, pequeños fragmentos de alguna historia que no progresó, o un solo renglón con una idea que alguna vez me habrá parecido buena y luego resultó pueril o impracticable.
A todos esos archivos los fui reuniendo en uno solo al que llamé “Cuentos para trabajar”. A espacio simple, y sin saltos de página, logré una extensión de ciento sesenta y tres carillas.
Sostengo, siempre, que no hay que desechar nada de lo que escribimos. Todo puede servir, modificarse, ampliarse y, sobre todo, reducirse.
Cuando pegué el último texto en “Cuentos para trabajar” me quedé pensando que, quizá, diez o veinte páginas podrían llegar a rescatarse.
En medio de otras rutinas, un viaje, un problema en la columna cervical, me quedaron suspendidas ciertas frases o ciertas ideas y por fin, un día, o una noche, abrí los “Cuentos para trabajar”. De ahí salió ese cuento.
La idea era potente, no estaba mal escrito. Más bien era como la maqueta de una historia: había que sacar aquí, poner allá, dar vuelta esto. Y cambiarle el título. Lo terminé y quedé conforme, aun sabiendo que, siempre, después vamos y seguimos haciendo retoques, buscando la palabra exacta, la mejor estructura. Pero ya estaba. Era, en definitiva, un cuento más, uno logrado, uno más para la lista de inéditos.
Así que seleccioné, copié y pegué mi cuento nuevo en una hoja nueva. Volví a “Cuentos para trabajar” y borré. Borré. Borré. De eso estoy absolutamente segura: borré. El cuento trabajado desapareció para siempre del archivo “Cuentos para trabajar”.
¿Se habrá cortado la luz? ¿Me habrán llamado por teléfono? ¿Habré tenido que contestar un mensaje urgente? ¿Habré apagado la computadora sin guardar el cuento?
Bueno, no sé: se perdió.
Tengo puestas en práctica todas las reglas mnemotécnicas para intentar reconstruirlo. Hace tres noches que intento recuperar la historia. Me guío por mis preferencias en cuanto a los perfiles psicológicos de los personajes.
Sé que había dos mujeres amigas, una médica psiquiatra y un loco que abría y cerraba puertas.
Aparece una de las mujeres: está con un trastorno de ansiedad. Dice que dejó su auto en medio de una autopista porque no pudo manejar más. De golpe.
Viene la otra mujer, que me parece que es la que la acompaña: su amiga.
La médica tarda en llegar. Algo así era, creo. Entonces es el episodio del loco que abre y cierra puertas.
Obviamente, están en un manicomio. No recuerdo si es de día o de noche.
Tiene que llegar la médica. Las cosas se complican. Las dos mujeres están asustadas por el loco. El loco es peligroso o está en crisis. La mujer con el trastorno de ansiedad también está en crisis: es una crisis de pánico.
No puedo darle cauce al tiempo. Son imágenes sueltas. No sé por qué me gustaba antes este cuento. Ahora no le veo ningún sentido: son personajes alterados, en peligro, sin médica, sin rumbo, sin escritora que los ayude. Sobrevienen estos pensamientos estúpidos: falto yo.
Los personajes vienen desde cada ángulo de la página y caen a un centro vacío. Se van volviendo horribles, lo único que los enlaza es la locura. Yo no estoy. Guardo el archivo que ahora se llama “El cuento perdido” y me pongo a hacer otras cosas. A veces duermo; a veces camino un rato por el jardín con mi camisón blanco, o me preparo jarras de café. No contesto mensajes, no atiendo el teléfono, no he salido de casa para nada; quizá, haya dejado a alguien esperándome.
Cada vez que abro de nuevo el archivo, con miedo a que se haya perdido lo poco que escribí, compruebo que algo cambió.
Ahora, una de las puertas que el loco cierra de golpe se desmorona, cae sobre la segunda mujer. La mata. No, no quiero que la mate todavía. Necesito que venga la doctora, que todos los personajes hayan ingresado en la historia. Levanto la puerta caída, la pongo en su lugar. La mujer del ataque de pánico sigue temblando, le castañean los dientes, llora con sonidos guturales.
Necesito que venga la doctora, pero no la veo, no tengo más al personaje. El manicomio está en crisis porque no hay médicos, ni enfermeros, ni guardias. Invento. No era así. El loco golpea puertas, nadie lo detiene, corre por los pasillos. Ahora grita. Está furioso. Entra, pasa, mira a las dos mujeres, las amenaza, sale, golpea. No quiero que muera nadie, aunque sé que afuera están ocurriendo muertes y tragedias, que se desmorona el edificio, que empieza a sonar una sirena de alarma. Las puertas quedan abiertas, son dos, o son tres, ya no me acuerdo. En el cuento el escenario estaba claro, había sillas, un escritorio, carteles con letras de colores pegados a las paredes. Ahora no sé cuántas puertas hay. Todas van quedando abiertas, pero la médica no viene. Yo tampoco puedo salir de allí adentro, estoy confundida y también tengo miedo. De repente algo se me ilumina: en un perchero hay un guardapolvo blanco. Esquivo al loco, que acaba de entrar otra vez a los saltos y a los gritos y logro ponerme el guardapolvo. El loco frena la carrera. Me mira. Le ordeno que salga y que, antes, cierre todas las puertas. Todas. Las demás también. El ruido de afuera se va aquietando, la sirena se apaga. Las dos mujeres me observan con cierto alivio y entonces decido sentarme frente a ellas, del otro lado del escritorio. No sé si tengo que decir buenos días, buenas tardes o buenas noches. Intento sonreírles.
La que está en pánico sigue con el temblor. Baja la cabeza como esperando un reto, una palabra, una pregunta. Yo no puedo hablar. La otra me cuenta que su amiga dejó el auto en el carril central de una autopista y caminó peligrosamente en medio del tránsito. Hasta ahí.
Me levanto y voy al jardín, preparo otra jarra de café en la cocina. Suena el teléfono, no atiendo. Alguien me está esperando en algún sitio. Necesito volver. Miro a las dos mujeres. Ya no hay sonido gutural en la garganta de la primera, ya no hay palabras en la garganta de la otra. Yo no tengo ningún sonido, ningún cuento, ninguna salida. Necesito dejar esto, mandarlo a la papelera de reciclaje, pero las dos mujeres están ahí. Alguien me está esperando o yo estoy esperando a alguien. Abro el cajón del escritorio y descubro unas tijeras, enormes. No tengo dudas: tengo que eliminar a estas mujeres. No es difícil, están desprevenidas. Primero clavo las tijeras en el cuello de la que tiembla, una vez, dos veces; la otra se resiste, me empuja, abre unos ojos enormes cuando por fin logro hundir el filo, una, dos, tres, muchas veces. Nunca sentí esto mientras escribía, la sangre es real, ha salido a chorros de los dos cuerpos que ya están en el piso; la toco, mojada, en mis manos, en mi cara; la veo roja e intensa en mi ropa blanca. Por fin. Basta de cuentos perdidos. La literatura es un momento, un resplandor. Cuando se apaga, no hay manera de recuperarlo. Es esta imagen, la única que conservo del cuento perdido. Queda borrarme de este escenario, falta un clic. Salgo al jardín, ahora sí es de noche. Pienso que no tiene sentido apenarme, es una pérdida, nada más, un problema de archivos. Me acuesto en el pasto para relajarme. Y justo llega la doctora.
Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.
El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de El cuento perdido, vigésimo octavo cuento seleccionado.
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