Ocho horas de viaje después, el Pichi Cardozo, liviano bolso de viaje en mano, aterrizaba al atardecer en una ciudad con techos de aluminio acanalado apiñados en las verdes laderas de alrededor. El chofer mulato que lo esperaba, Hilario, mucho gusto, bienvenido, señor, lo condujo por calles que se desiluminaban a medida que las curvas serpenteaban cuesta arriba. Ya era noche abierta cuando el Mercedes gris se detuvo en la cumbre del cerro más alto, frente a una casa imponente, la más grande que había visto en su vida. De la fonda que ve usted en esa esquina, señaló Hilario, cuando termine el encarguito saldremos al aeropuerto para su vuelo de regreso. Tiene media hora, señor. Y ya sabe, ni un testigo vivo, entiende, ninguno, ni unito, ni nadie, ni nada. Y le dio un arma pequeña, liviana, con silenciador.
Del refrigerado coche el Pichi bajó al asfaltado horno a cielo abierto y encaró los peldaños de piedra que ascendían hacia la puerta de la mansión. La alcanzó por fin, sofocado. Tranqui, es la altura. Tocó el timbre. Esperó poco. Abrió un hombre bajo, gordo y calvo, en bata celeste, con un grueso collar dorado de varias vueltas al cuello. Brasero, para servirle, dijo, apenas vio la tarjeta contraseña que Cardozo le mostró. Pase usted, está en su casa. El Pichi ingresó al alivio del aire acondicionado pero más al fulgor de una opulencia que nunca se había atrevido ni siquiera a soñar. Intimidado por el lujo, avanzó sobre una mullida alfombra de colores vivos. De pronto, un gato, tuerto, de espumoso pelaje gris, apareció de la nada para ir a frotarse contra sus piernas, con intenso ronroneo y cola en alto. El aire adensaba fragancias de orquídeas y jazmines que se dejaban ver. En su mismo idioma pero en otra lengua, el gordo soltó frases que no entendió, salvo dos sobre que la vida se alarga con la compañía de un libro pero jamás domesticará el misterio de un gato.
El Pichi no había venido de tan lejos para que le soltaran refranes con migas de filosofía: estaba ahí para ejecutar la orden de expulsar al gordo del negocio y de la vida con un seco y elemental disparo. Pero el deber profesional quedó cautivado por un ventanal más ancho que una pantalla de cine, tras el que las luces de la ciudad, abajo, cerca y lejos, acostadas como brasas titilantes, parecían espejar las estrellas. Como en un sueño, flotaba entre el cielo y la tierra, dejándose iluminar por un porvenir de lujos ya comenzados a imaginar. Brasero lo observaba esperando alguna respuesta a alguno de los comentarios que el Pichi no había entendido. Pero al no recibirla tras la segunda contraseña, Brasero, amo alerta del territorio, volvió a ser él y desconfió. Fue tarde. Había caído en la trampa.
Como pudo, corrió hacia el mueble donde guardaba su única esperanza de seis balas, pero la pesada bata, en pantuflas y el orgullo enredado en el pánico, lo hicieron tropezar. El ruido de la caída le devolvió la conciencia al Pichi, que reaccionó a tiempo. Desenfundó rápido. Con un disparo que sonó escupido, eliminó también el protocolo de la cortesía. Brasero quedó tendido sobre la alfombra, con algunas vueltas del collar dorado salpicadas de sangre. El Pichi se envalentonó. Un disparo en una mansión suena igual que en cualquier calle embarrada de su barrio, donde había comenzado a soñar con esto que ahora creía estar cerca de ser. Es lo mismo, pensó, allá o acá, solo cambia el precio. Pero era novato en prever las consecuencias de los actos. Con el eco del disparo asordinado aún vibrando en los hielos de un vaso de whisky, el gato tuerto, atraído por el bufido del silenciador, se le acercó, otra vez ronroneando, a restregarse contra su pierna, como si así invocara para ambos la protección de extraños dioses en este mundo vivo a medias.
Un doliente gemido interrumpió la ceremonia. El gordo se movía. La bala solo le había rozado la sien. De su breve muerte, un ensayo de la verdadera, Brasero emergió con un temple que el Pichi no se resistió a admirar. Acostado sobre la alfombra, Brasero comenzó a negociar al alza el precio de su vida para no tener que volver para siempre al reciente estado anterior. Su oferta estimuló la avaricia del Pichi, pero también agrietó su lealtad. Titubeó. El ala ilesa de un silencio más ancho que la perplejidad revoloteaba su sombra sobre los tres. El Pichi miró al gato y el gato a él; de su media mirada fluía la hipnosis del misterioso mundo felino. Brasero susurró cantidades desesperadas que multiplicaban los beneficios calculados por el jefe del Pichi. Aunque herido, el gordo era convincente. Y ante el crédulo mutismo del Pichi, Brasero exprimió su carisma negociador con la promesa de olvidar el lamentable malentendido. El Pichi no se decidía. Miró la hora. Por fin, aceptó la oferta. El Pichi creyó en el secreto acuerdo de una sociedad con el gordo y le pidió llevarse el gato por temor a que se cumpliera el refrán del libro y el gato, y Brasero, cuya dañada autoestima cicatrizaba con sobredosis de rencor para su plan de venganza apenas el Pichi abandonara su violado palacio, aceptó que se lo llevara.
En la fonda de la esquina el fino oído de Hilario percibió un ronroneo dentro de la bolsa de tenis con las iniciales de Brasero. Ni unito testigo, habíamos acordado, amigo Cardozo, sonrió el mulato señalando la bolsa, y le hizo el guiño cómplice que sellaba un nuevo pacto. Se lee en un gato como se acarician versos, decimos por aquí. Antes de bajar del Mercedes en el aeropuerto, el Pichi creyó blindar sospechas en el silencio de Hilario entregándole la cuarta parte de lo que había obtenido de Brasero. También le devolvió el arma con una sola bala ausente del cargador, tomó su bolso de viaje y el otro donde viajaría el tuerto gato gris que presagiaba el pánico de los ya sentenciados.
En el free shop el Pichi se sobresaltó: estaba olvidando uno de los dos prolongadores de vidas revelados por el gordo: el libro talismán. De apuro y por las dudas, compró uno al azar sin leer el título que anularía su efecto protector: El mejor amigo del hombre. Fue un error. La ingenuidad de la soberbia también ignora que los actos mínimos urden armonías entre forma y contenido que las supersticiones hacen temibles, aun las que se ocultan tras la máscara de una burla irónica.
De regreso en su barrio, en una noche fría, otros pichis como él, perros de su jefe, cobraron su traición con una ráfaga de balas delatoras como talismanes felinos, sin silenciador.
Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convocó en octubre de 2023 la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.
El galardón consta de una fase previa y una final. Durante la previa, en la que estamos, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta el 15 de mayo. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023
Cierre: 15 de mayo de 2024. PLAZO CONCLUIDO
Fallo: 22 de agosto de 2024
Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024